Con un gesto comprensivo, uno de los paramédicos le indicó que podía acompañarlos en la ambulancia. Fleur, sin dudarlo un instante, asintió con la cabeza y subió al vehículo, su mano aferrada con fuerza a la de Alberto, como si con ese contacto pudiera evitar que la oscuridad se lo arrebatara para siempre.
Durante el trayecto al hospital, el eco de las sirenas continuaba resonando en sus oídos, un lamento fúnebre que acompañaba su viaje hacia lo incierto. A su lado, Alberto yacía inmóvil, su respiración apenas perceptible , Fleur, con el corazón hecho pedazos y la mirada perdida en el vacío, solo podía rezar en silencio, implorando a las fuerzas invisibles que devolvieran la salud a su padre.
En ese instante, comprendió que la vida era un don frágil, una llama que podía extinguirse en cualquier momento. Y que el amor, ese sentimiento tan poderoso e incondicional .
El metal frío de la silla de la sala de espera contrastaba con la calidez que emanaba Fleur en su interior. A pesar de la preocupación que la carcomía por la salud de su padre, una pequeña llama de esperanza ardía en su pecho.
Los minutos se convertían en horas mientras Fleur observaba la puerta del cuartito donde habían ingresado a Alberto. Un desfile de batas blancas entraba y salía, pero nadie le dirigía la palabra.
Unos minutos después, el doctor sale de la sala de operaciones. La mirada de Fleur se clava en él, llena de una mezcla de ansiedad y esperanza. El doctor se acerca a ella con paso firme y semblante serio.
Doctor: Familiares de Alberto Nicolliti.
Fleur: Yo, doctor (con la voz temblorosa). Soy su hija. ¿Qué tiene mi papá? ¿Es grave?
Doctor: Me temo que sí, señorita Nicolliti. Su padre ha sufrido Su estado es crítico.
Fleur siente que el suelo se hunde bajo sus pies. Las lágrimas brotan de sus ojos sin control. No puede creer lo que está escuchando
Doctor: Lo siento mucho. Sé que esto es un momento muy difícil para usted.
