Historias de terror para disfrutar en familia

En un antiguo patio de vecindad, de esos que parecen haber detenido el tiempo en su rancia arquitectura colonial ruinosamente encantadora, vivía doña Mariquita. Esta mujer, de rostro surcado por las arrugas del tiempo y de mirada cálida y compasiva, era el pilar de la vecindad. Sus largas trenzas blancas, siempre adornadas con cintas de colores vivos, y su delantal raído, pero impecablemente limpio, eran su sello distintivo.

Doña Mariquita se ganó el cariño y el respeto de todos con sus acciones generosas y su corazón bondadoso. Siempre estaba lista para ofrecer una palabra de aliento, un plato de comida caliente o un remedio casero para aliviar dolencias. Su puerta siempre estaba abierta para aquellos que necesitaban un refugio o una mano amiga.

Era común verla en las mañanas, regando las plantas del patio con esmero y cuidado, o preparando con amor los tamales y panes que ofrecía a los vecinos en las fiestas y velorios. Su voz tranquila y reconfortante era como un bálsamo para los corazones afligidos; su sabiduría acumulada a lo largo de los años la convertía en una consejera muy solicitada.

El ambiente de la vecindad, con sus paredes de colores deslavados y techumbres deformadas de tejas rojas, reflejaba el paso del tiempo que dejaba su huella en cada grieta y en cada planta que luchaba por crecer entre las piedras. Las enredaderas trepaban por los muros, añadiendo un toque de vida a la aparente decadencia del lugar. El olor a comida casera y a flores frescas se mezclaba en el aire, creando una atmósfera acogedora y nostálgica que hacía que aquel lugar pareciera un remanso de paz en medio del bullicio de la ciudad.

En aquél cálido ambiente, una extraña enfermedad se apoderó de doña Mariquita. Su abdomen comenzó a hincharse de forma sobresaliente, causándole molestias y un sufrimiento que se volvía cada vez más angustiante. Los dolores en su abdomen se intensificaban con retortijones que doblaban su cuerpo en espasmos de dolor. Su rostro, antes sereno y amable, se transformaba en una mueca de agonía y desesperación.

La buena Mariquita, que solía llenar el patio con su risa contagiosa y sus palabras de aliento, se fue marchitando, se volvió cada vez más taciturna y hosca. Sus vecinos notaron un cambio en su comportamiento; se volvió retraída, respondiendo con monosílabos y a veces lanzando maldiciones que nunca jamás habían salido de sus labios. Sus trenzas blancas, antes cuidadosamente peinadas, ahora colgaban descuidadas, dándole un aspecto desaliñado y amenazante.

En medio de sus fiebres altas y delirios, Mariquita llegó a creer que estaba siendo poseída por algún demonio maligno. Sus alucinaciones la llevaban a gritar y a maldecir en supuestas lenguas que nadie podía entender. Sus ojos, una vez llenos de calidez y compasión, ahora reflejaban terror y confusión.

Los vecinos, alarmados por este cambio repentino en la querida Mariquita, comenzaron a temer acercarse a su casa. Se susurraban entre ellos, preguntándose qué había causado esta transformación en la mujer que siempre había sido un faro de bondad y comprensión. Algunos murmuraban que quizás fuerzas oscuras se habían apoderado de ella, mientras que otros atribuían su enfermedad a algún castigo divino por pecados desconocidos.

El patio de vecindad, una vez lleno de risas y conversaciones amistosas, ahora se sumía en un silencio tenso y temeroso cuando Mariquita pasaba por allí, emitiendo gruñidos y lamentos lastimeros. El ambiente se volvía opresivo, como si una sombra invisible se cerniera sobre todos, alimentando el miedo y la incertidumbre. La presencia de Mariquita, que antes era reconfortante, ahora era motivo de inquietud y miedo entre sus vecinos.

Una tarde gris cargada de tensión, un grupo de vecinos piadosos decidieron llevar a doña Mariquita a la antigua iglesia del barrio en un intento desesperado por encontrar una solución a su enfermedad. El rumor de que estaba poseída por algún demonio se había extendido como un reguero de pólvora entre los habitantes del patio de vecindad, y la necesidad de hacer algo al respecto se volvía cada vez más urgente.

El sacerdote de la parroquia cercana, un hombre de aspecto serio, pero con poca experiencia en casos de posesión, accedió a realizar un exorcismo ante la insistencia de los vecinos. El ambiente en la iglesia era tenso, cargado de expectativas, mientras Mariquita, con la mirada perdida y el rostro demacrado por la enfermedad, era colocada frente al altar.

El exorcismo comenzó de manera solemne, con rezos y cánticos que buscaban expulsar al supuesto demonio que habitaba en el cuerpo de la enferma. Sin embargo, a medida que el sacerdote avanzaba en sus invocaciones, la escena tomaba un cariz cómico y burdo.

El sacerdote, visiblemente nervioso y sin mucha habilidad en estos rituales, agitaba un hisopo de agua bendita con gestos exagerados, recitando frases en latín que apenas entendía. Los vecinos observaban con mezcla de asombro y escepticismo, algunos conteniendo la risa ante la situación ridícula que se estaba desarrollando frente a sus ojos.

Mariquita, lejos de encontrar alivio en el exorcismo, parecía empeorar. Sus gritos y convulsiones eran cada vez más intensos, y el sacerdote, desesperado por la falta de resultados, redoblaba sus esfuerzos con movimientos más exagerados y oraciones más enredadas.

Finalmente, el exorcismo llegó a su fin sin haber logrado el efecto deseado. Mariquita, exhausta y visiblemente afectada por la experiencia, fue llevada de regreso a su casa entre murmullos de desilusión por parte de los vecinos.

El intento de exorcismo, más que resolver el problema, había exacerbado la situación. Mariquita regresó a su hogar en un estado aún peor que antes, sumida en delirios y con una mirada vacía que dejaba entrever el tormento que estaba sufriendo. La sensación de impotencia y desconcierto se apoderó de todos. La sospecha de que algo más siniestro estaba detrás de la enfermedad comenzó a tomar fuerza en las mentes de los vecinos.

Desesperados ante el empeoramiento de Mariquita, decidieron llevarla contra su voluntad -porque ella no confiaba en la ciencia- al hospital más cercano en busca de ayuda médica. El ambiente en la sala de espera era tenso y cargado de ansiedad mientras aguardaban noticias sobre la salud de la mujer que tanto querían.

El médico, al auscultar a Mariquita, detectó de inmediato los signos de la postema. Explicó a los presentes: -se trata de una acumulación de pus en los tejidos gastrointestinales debido a una infección grave, que ha avanzado demasiado para poder ser tratada eficazmente. La enfermedad ha causado daños irreversibles en los órganos internos de la señora, complicando aún más su estado de salud- remató-.

Los dolores y calambres que sufría Mariquita eran cada vez más intensos y angustiantes. Sus gritos de dolor resonaban en las paredes del hospital, mientras imploraba en medio de delirios la llegada de la muerte para encontrar descanso. Luchaba por respirar entre gemidos e inhalaciones entrecortados.

La escena era desgarradora y aterradora a la vez, con los vecinos de Mariquita observando impotentes cómo la mujer que una vez fue un faro de bondad se consumía lentamente en la agonía. El médico, con un gesto sombrío, explicó que ya no había manera de salvarla. La postema había avanzado demasiado, causando daños irreparables en su organismo, y su cuerpo ya no tenía la fuerza para seguir luchando.

Pocos días después Mariquita expiró en un largo gemido de dolor y angustia, dejando un vacío abrumador en el corazón de todos los que la conocieron y amaron. Su rostro, marcado por el sufrimiento y la lucha contra la enfermedad, se tornó sereno al final, como si la muerte hubiera sido un alivio para su torturada alma. La lengua ennegrecida colgaba de manera tétrica, como un último recordatorio de la crueldad de la enfermedad que la había arrebatado de la vida.

Notablemente entristecidos, el vecindario organizó un velorio para la anciana, con la cooperación voluntaria para las flores, cirios, café, tamales y pan, que se acostumbran en los funerales.

En el patio de vecindad, transformado en un improvisado velatorio, doña Mariquita yacía sobre una mesa de madera cubierta por un mantel blanco. La ausencia de ataúd era evidente, pues su panza hinchada por la postema no permitía su colocación en un féretro convencional. Los cirios y las flores rodeaban su cuerpo inerte, creando una atmósfera lúgubre y solemne.

Los vecinos, reunidos alrededor de la mesa, comenzaron a rezar el Ave María en un intento de elevar sus plegarias por el alma de Mariquita. Sin embargo, el ambiente de recogimiento y devoción pronto se vio interrumpido por sucesos grotescos.

A medida que avanzaba la ceremonia de velorio, comenzaron a escucharse sonidos inquietantes que alternaban con los rezos. Chirridos extraños y flatulencias sonoras emanaban del cuerpo de Mariquita, provocando murmullos de desconcierto y asombro entre los presentes. Algunos se tapaban la nariz para evitar el hedor nauseabundo que se propagaba por el patio, mientras otros miraban azorados con incredulidad.

Los rezos se entremezclaban con los ruidos y olores desagradables, creando una atmósfera perturbadora. La concurrencia, entre sorprendida y horrorizada, observaba cómo la situación se volvía cada vez más surrealista. Los intentos de mantener la compostura se desvanecieron rápidamente. Algunos se retiraban en silencio, incapaces de soportar la repugnancia y la vergüenza que les provocaba la situación. Otros, aunque visiblemente alterados, permanecían en el lugar, sin saber cómo reaccionar ante lo que estaban presenciando.

El velorio transcurría en un ambiente tenso, cargado de emociones encontradas. Mientras los vecinos rezaban en un intento de encontrar consuelo, el ritual fue interrumpido, repentinamente, por un acontecimiento terrorífico.

De manera abrupta, el cuerpo inerte de Mariquita se enderezó sobre la mesa, como si un espíritu siniestro lo hubiera animado. Un murmullo de asombro y temor recorrió la multitud mientras observaban con incredulidad cómo la difunta se erguía en una posición casi vertical.

En un espectáculo macabro y aterrador, el cuerpo de la difunta comenzó a convulsionarse violentamente, mientras un torrente de pus viscoso y lombrices inmundas brotó de su boca, desparramándose por el suelo en una escena dantesca que dejó a todos los presentes atónitos y enteleridos.

La sustancia putrefacta era una mezcla de mucosidad purulenta amarillenta verdosa, revuelta con excrementos y lombrices, que se retorcían enredándose en un asqueroso hervidero, dándole un aspecto repulsivo al vómito de emanaciones pestilentes.

Los gritos de sorpresa y asco llenaron el aire mientras la concurrencia, presa del pánico y la repulsión, intentaba alejarse de la repugnante emanación que se extendía por el patio de vecindad. Algunos, sobrecargados por la impresión del nauseabundo espectáculo, corrieron en todas direcciones, provocando una estampida caótica y desordenada.

En medio del caos y la confusión, el cuerpo de Mariquita volvió a caer pesadamente sobre la mesa. Viejos, viejas y niños, agobiados por la impresión, se desplomaron en el suelo, fulminados por un infarto, provocado por el impacto emocional y físico de la escena macabra que acababan de presenciar. Otros resbalaron en el vómito e intentaban inútilmente levantarse, mientras se revolcaban entre excrecencias y gusanos que se les pegaban a la piel.

El velorio, que debería haber sido un momento de recogimiento y honor, se convirtió en un caos de terror y muerte, dejando una marca indeleble en la memoria de quienes presenciaron el terrorífico desenlace de doña Mariquita.

Sirenas y luces parpadeantes anunciaron la llegada de la policía y los servicios médicos de urgencia. La multitud, aún en estado de shock por lo sucedido, se apartó para dar paso a las autoridades que acudían a investigar el extraño suceso que había transformado el velorio de doña Mariquita en una comedia tétrica.

El médico forense, acompañado por varios agentes de policía, se acercó al cadáver de Mariquita para examinar detenidamente la escena del crimen. Mientras tanto, los servicios de emergencia atendían a los heridos y a los que habían caído inermes por la impresión.

El médico forense, con una seriedad que contrastaba con la anarquía circundante, explicó que el súbito levantamiento del cuerpo de Mariquita, el vómito de la postema y la muerte de algunos presentes se debían a una combinación de factores extraordinarios. Según sus observaciones, la acumulación de gases en el cuerpo de la difunta debido a la postema había provocado el enderezamiento del cadáver, mientras que la liberación repentina de pus y lombrices había sido causada por la contracción muscular post mortem[1].

La reacción de la policía ante la escena era una mezcla de incredulidad y consternación. Nunca habían presenciado algo tan perturbador y a la vez tan tragicómico. Mientras tomaban notas y recababan pruebas, no podían evitar intercambiar miradas de desconcierto y asombro ante lo insólito del suceso.

El médico forense continuó su explicación, detallando cómo la postema había causado estragos en el organismo de Mariquita, llevándola a la muerte y desencadenando la serie de eventos catastróficos que se habían desarrollado durante el velorio. La escena, impregnada de olores repulsivos y restos de la expulsión de la difunta, era una imagen que difícilmente olvidarían.

Mientras la policía seguía con su investigación, la concurrencia se dispersaba lentamente, dejando atrás un escenario que permanecería grabado en sus mentes como una pesadilla. La tragedia y la comedia se entrelazaban de manera inexplicable en aquel lugar, dejando a todos con una sensación de incredulidad y asombro ante lo absurdo de la situación.

El día siguiente a la tragedia, los sobrevivientes del espectáculo junto con autoridades municipales decidieron organizar un nuevo acto fúnebre, esta vez colectivo, para honrar a los que habían perdido la vida en aquella noche de horror. El patio de la vecindad se llenó de ataúdes cubiertos de flores y cirios, creando un ambiente solemne que contrastaba con el caos de la noche anterior.

La noticia del suceso se propagó como un reguero de pólvora entre los habitantes del barrio, así como entre las autoridades y los reporteros que acudieron por morbo para cubrir el inusual evento. La chusma inundó los corredores y el patio, observando con ojos asombrados la escena que acontecía frente a ellos.

En medio de la multitud, una mujer del segundo piso de la vecindad comenzó a sentirse mal y a convulsionar violentamente. Las personas que la rodeaban, expertos en diagnósticos rápidos y presos del pánico, comenzaron a gritar que la mujer se había contagiado de postema, lo que provocó una histeria colectiva que se apoderó de todos los presentes. Pronto, otras personas espantadas, situadas en distintas zonas de la vecindad, comenzaron a convulsionar y vomitar mostrando síntomas similares.

Ante el miedo de ser contagiados de la misteriosa enfermedad, se desató una nueva estampida en medio del velorio colectivo. La confusión, el pánico y la desesperación se apoderaron nuevamente de la concurrencia, causando caos y más muertes entre los presentes. La escena se convirtió en un remolino de cuerpos atropellados en agonía y personas huyendo en busca de escapatoria. El ciclo de terror y muerte parecía repetirse, alimentado por la ignorancia, la irracionalidad y el pánico colectivo que se apoderaban de la comunidad ante lo desconocido y aparentemente sobrenatural.

 


[1] Después de la muerte.

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