La última campanada
En los años cuarenta del siglo pasado, en una pequeña ciudad de clima brumoso y callejones empedrados, que era el escenario perfecto para las leyendas más oscuras, ocurrió un suceso que horrorizó a los pobladores. En la Escuela de Medicina, un grupo de estudiantes, conocido por sus bromas pesadas, se fijó en su próxima víctima: Samuel, un joven tímido y poco social que pasaba desapercibido en las concurridas aulas.
Samuel era el blanco constante de las burlas de sus compañeros, quienes lo ridiculizaban llamándolo con apelativos humillantes, insinuando que carecía del valor necesario para ser un verdadero hombre, y mucho menos para convertirse en médico. Le decían que para estudiar medicina se necesitaba ser valiente, capaz de enfrentar la muerte sin titubear, y que debía demostrar su hombría al estar frente a un cadáver.
Una noche, después de unas cuantas cervezas, los estudiantes idearon su plan más macabro. Con risas y susurros conspiradores, retaron a Samuel a un desafío aterrador: debía acompañarlos al panteón viejo, un lugar envuelto en historias de espectros y almas en pena. Allí, en el anfiteatro donde se resguardaban los cuerpos sin reclamar, le esperaría su prueba, si la pasaba, ellos dejarían de molestarlo y podría formar parte de su grupo.
Era medianoche cuando el grupo llegó al panteón. La luna llena bañaba el lugar con una luz fantasmal que se reflejaba en la niebla inundando el ambiente frío y húmedo. El viento susurraba entre las lápidas, haciendo castañear las hojas de los viejos árboles, cargados de largas barbas de paxtle[1], como si mil almas inquietas estuvieran murmurando. Saltaron la reja oxidada y caminaron en silencio hasta el anfiteatro. Solo la trémula llama de las velas que llevaban en las manos rompían la oscuridad absoluta, proyectando sobre la vieja barda de piedra enormes sombras espectrales.
Con gran esfuerzo corrieron el cerrojo oxidado del pesado portón de madera, que rechinó al abrirse violentamente de par en par, con un golpe seco que los hizo sobresaltar. Entraron al interior del viejo edificio entre pasos tambaleantes y risitas nerviosas. El anfiteatro del panteón era un lugar lúgubre y descuidado, donde el olvido y el abandono se entrelazaban en cada rincón. Al entrar, el aire pesado y maloliente golpeaba los sentidos, mezclando el hedor acre de la putrefacción con el moho que cubría las paredes de piedra. La penumbra reinaba en el lugar, rasgada apenas por el tenue reflejo de la luna que se filtraba a través de un tragaluz roto en el techo.
Las mesas de madera, corroídas por el tiempo y la humedad, sostenían los cuerpos de los desdichados que nadie reclamaba, hinchados como sapos y apenas cubiertos por sábanas que olvidaron que alguna vez fueron blancas. La atmósfera era sobrecogedora, cargada de ruidos extraños que se filtraban desde las sombras. El ulular del viento, que se colaba por los huecos de la techumbre, creaba un lamento continuo y perturbador, como si las almas de los muertos murmuraran entre ellas, historias de dolor y de abandono.
En aquel ambiente, cada paso resonaba con un eco hueco, amplificando el miedo que se apoderaba de los intrusos. Las velas temblaban en las manos de los estudiantes, proyectando sombras danzantes que parecían cobrar vida propia, susurrando secretos desde los rincones más oscuros. La combinación de la penumbra, los olores y los sonidos creaba una sensación de que el lugar estaba vivo, respirando, acechando a los vivos con su presencia tenebrosa.
Llenos de miedo, pero dándose valor uno a otro, los estudiantes comenzaron a quitar las sábanas que cubrían los cuerpos. Con cada manto retirado, el aspecto desagradable de los cadáveres sobresaltaba a los jóvenes. Algunos cuerpos mostraban signos avanzados de descomposición, otros estaban tan rígidos que parecían esculturas grotescas.
Finalmente, dieron con el cadáver de una anciana. La reconocieron al instante: era la vieja loca e histérica que asustaba a todo el mundo en vida, tachada de bruja mala por los vecinos. Su aspecto era aterrador. La cara, con facciones duras y marcadas, estaba parcialmente desfigurada por la muerte, con ojos hundidos que parecían observar desde el más allá. Los pelos desgreñados, enmarañados y sucios, caían sobre su rostro y hombros, como serpientes enredadas.
Su cuerpo enjuto y arrugado exhibía las señales implacables del tiempo. Las manos y pies huesudos, con uñas largas y amarillentas, recordaban las garras de una criatura nocturna. Los labios, secos y agrietados, parecían formar una mueca burlona, congelada en el momento de su último aliento. Cada arruga y cada pliegue de su piel contaban una historia de dolor y sufrimiento, una vida marcada por la soledad y el desprecio hasta que encontró la muerte.
Los estudiantes rodearon a Samuel, quien miraba el cadáver con una mezcla de horror y repulsión. Le entregaron un martillo y doce clavos oxidados.
—Clava los clavos alrededor del cuerpo, justo cuando suenen las campanas de la iglesia —le ordenaron, susurrando para no despertar a los muertos.
Samuel, temblando, intentó negarse, pero las burlas y las presiones de sus compañeros fueron demasiado.
Samuel se resistía, arqueando su cuerpo para atrás, mientras el grupo lo empujaba. Su mente se llenó de horror ante la tarea que le habían impuesto. Sus compañeros, impacientes y burlones, lo presionaban cada vez más. Entre risas nerviosas y susurros inquietos, uno de ellos le dio un fuerte empujón hacia la mesa.
—Vamos, Samuel, demuestra que no eres una niñita —le espetó uno, con una sonrisa sarcástica.
—Sí, hombre, es solo un cadáver. ¿No quieres ser médico? Esto es parte del trabajo —añadió otro, con una mezcla de burla y desafío.
Samuel, con las manos temblorosas, agarró el primer clavo. Las campanas de la iglesia comenzaron a sonar, anunciando la medianoche. Con la primera campanada, levantó el martillo, dudando un instante mientras miraba el rostro macabro de la anciana. Con un esfuerzo tremendo, asestó el primer golpe.
¡Zas! El sonido del martillo al golpear el clavo resonó en la sala, mezclándose con el eco de la campanada. El terror se apoderó de Samuel. Cada golpe que daba era como si clavara su propio destino. Sentía el frío del metal vibrar a través del martillo, transmitiendo una sensación de pesadilla que se extendía por todo su cuerpo.
El sudor comenzaba a perlársele en la frente. Las campanadas seguían, una tras otra, marcando el ritmo de su tortura. Con cada golpe, el miedo crecía en su interior, alimentado por las sombras danzantes y los murmullos inquietantes del viento. Sus compañeros, ahora silenciosos, observaban con ojos muy abiertos, sin atreverse a intervenir.
El segundo clavo fue aún peor. La resistencia de la madera y la carne muerta bajo el clavo enviaban escalofríos por la espina dorsal de Samuel. Sentía que cada golpe atraía la atención de la misma muerte, que lo observaba desde las esquinas oscuras del anfiteatro.
Para el cuarto clavo, sus manos temblaban tanto que apenas podía sostener el martillo. Su respiración era rápida y superficial, sus ojos fijos en el cadáver de la anciana, que parecía burlarse de él con su mueca petrificada.
El séptimo clavo fue un tormento. Cada golpe era un recordatorio de su miedo, de la presión de sus compañeros y del horror del lugar. Las sombras parecían acercarse más, las velas parpadeaban como si quisieran extinguirse, dejando a Samuel solo en la oscuridad total.
Al llegar al décimo clavo, Samuel estaba al borde del colapso. Sus fuerzas flaqueaban, y sentía que el peso del martillo era insoportable. Las campanadas seguían, incesantes, aumentando su angustia con cada golpe de martillo.
El duodécimo clavo fue el peor. Con un esfuerzo final, levantó el martillo y lo dejó caer. El último sonido resonó en la sala, mezclado con el eco de la última campanada. Samuel sintió una breve oleada de alivio, pensando que su tortura había terminado. Pero al intentar retirarse a toda prisa, sintió un horror inimaginable.
La mano cadavérica de la anciana se había aferrado firmemente a la punta de su abrigo, atrapándolo. El contacto frío y rígido lo hizo gritar con un terror que paralizó a sus compañeros.
Los estudiantes, aterrorizados por la reacción del cadáver, huyeron despavoridos, dejando a Samuel solo en la oscuridad. Sus gritos se convirtieron en un lamento desesperado, ahogado por el silencio sepulcral del panteón.
A la mañana siguiente, el guardia del panteón encontró una escena macabra. Samuel yacía muerto al lado del cadáver de la anciana, su rostro estaba congelado en una expresión de terror inimaginable. La punta de su abrigo estaba clavada a la mesa de madera, atrapándolo en un último abrazo mortal.
Las autoridades nunca encontraron una explicación lógica para lo ocurrido, pero los estudiantes que sobrevivieron nunca olvidaron aquella noche. El anfiteatro del panteón se convirtió en un lugar prohibido, y las campanas de la iglesia, cada vez que sonaban a medianoche, resonaban con un eco siniestro, recordando a todos los que escuchaban la triste tragedia de Samuel.
[1] Paxtle también conocido como heno, es una planta epífita, es decir, que crece encima de otra, es este caso un árbol. Su forma es de largas hebras puntiagudas de color gris verdoso, cubiertas por una pelusa blanquecina. Se usa comúnmente en México para adornar los “nacimientos” o belenes de navidad. Tiene también usos medicinales. Más información en: http://www.medicinatradicionalmexicana.unam.mx/apmtm/termino.php?l=3&t=heno-paxtle