El crimen de Todos Los Miembros o la Apagada Voz de José Antonio Iratustra

Capitulo III.

Atanás y el Tiempo.

El tiempo siempre se empecina en volver a viejos pasos desde una mirada presente. Cual ciencia que delinea y somete todos los acontecimientos y procesos a un profundo análisis y a un marco teórico, el tiempo se hace presente desde el presente trayendo a la vista aquellas huellas que quiere mostrar. Al principio no las comprendemos, vamos armando mapas y construyendo herramientas que nos permitan tratar de comprender todo desde una mirada más amplia, finalmente y cuando el tiempo quiere, nos somete y nos agota, nos trae risas, llantos y recuerdos que quisimos olvidar y escondimos detrás de frágiles muros. El tiempo se ríe de nuestro esfuerzo por controlar todo, se ríe sin cansarse de nuestro absurdo devenir y de nuestra forma absurda de medir lo infinito en pequeñísimos procesos que intenten responder a nuestras breves preguntas. El tiempo, entidad verdaderamente infinita, nace de la necesidad del hombre; entonces el tiempo juega con la esperanza, con la fortuna, con las ilusiones y utopías que le hacen creer al hombre que tiene un breve dominio durante su brevísimo colapso de vida en este universo. Edelmiro Gastón Atensio era una pieza como cualquiera de nosotros, especial y particular para alguien pero una pieza como cualquiera para el tiempo ajedrecista.

El sobrenombre Atanás nos llega desde un hogar de niños que supo contener a los jóvenes que el Estado provincial detectaba y enviaba a al balneario de Necochea en el caso de contar con alguna deficiencia respiratoria; el Hogar Raimondi erguido sobre las playas bonaerenses recibía así a cientos de huérfanos para ser atendidos y contenidos por un período de tiempo; a partir de allí y recuperados en su estado de salud, los jóvenes eran derivados a otros centros de acogimiento dónde terminaban sus estudios y aprendían oficios que les permitieran insertarse en la vida adulta. Muchos de estos jóvenes sentían esos espacios como metódicas y panópticas prisiones de las que decidían escapar, Atanás, con tan solo 15 años de edad fue uno de los muchos en orquestar un inteligente escape que lo llevó a vivir entre los pordioseros que se establecen en los umbrales de todo aquello a lo que no nos animamos pero le sonreímos de reojo mientras un hilo de saliva se escapa por la comisura de los labios. Atensio era un hombre al cual los años habían castigado con delgada fatiga, pocos conocían su nombre real y apenas si el dato certero llegó a nosotros antes que a cualquiera. Edelmiro Gastón Atensio se encontraba atravesando la mitad de su vida adulta pero mantenía la mirada fresca de un joven desinteresado, en él los surcos hondos que sabe cavar la vida parecían no afectarlo, en su piel cada línea de tiempo parecía dibujar refrescantes devenires en futuros siempre placenteros y su personalidad tenía la capacidad de exponerse controvertida y extremadamente fiel a quien con mérito y audacia supiera ganarse su afecto; le gustaba experimentar cuanto placer estuviera dispuesto a desafiarlo y las reglas de la calle le habían otorgado la capacidad de conducir con experta pericia los altibajos emocionales de andar sin rumbo y bajo los efectos de la noche afilada.  Era un ávido jugador de póker, destreza que corría por sus venas de forma natural al igual que por las venas de su mentor. Solía perderse en el eclipse del insomnio cuando tentaba a la vida y a la suerte en esos callejones pestilentes y ausentes de claridad. El paño verde y el refugio de un buen farol lo tenían por compañero tenaz e indudable. Su andar pasaba desapercibido cada vez que se lo proponía pero nunca andaba solo, sin más descendencia que un fiel treinta y ocho desafiaba íntegra la voluntad de la noche rondando las diversas opalescencias que deja ver el infierno. Así fue que supo hacerse de un título universitario incompleto que daba respaldo para buscar algún trabajo que permitiera mantener el estado prolijo y brillante de su baraja. Como todo buen jugador podía olfatear el momento en que la gloria mostraba su rostro, tenía la habilidad suficiente para verla de frente y tomarla de la entrepierna hasta hacerla gozar a su antojo; pero la dama dorada se queja sin emitir palabra  y casi siempre se aprovecha de su dueño cuando lo observa bailando cómodamente entre las notas que dibujan la cuerdas doradas de la fortuna. Así fue que cuando Atanás creyó tener el dominio de sus cartas la buena fortuna le quitó lo puesto dejándolo solo y humillado en un mono ambiente sucio y mal oliente sobre los rieles de Plaza Constitución. Por varios meses la fortuna agitó su mano despidiéndose desde el camarote de un crucero fantasmal mientras saludaba entre ademanes con pañuelos sangrientos y dolores mentales de agujas que se clavan en la madrugada cada vez que Atensio miraba su pasado a la distancia. Con la resiliencia a cuestas de quien muta y sabe transformarse, intentó disipar la oscuridad que transitaba mientras comía y lanzaba la mierda de los pozos nocturnos que tanto visitaba. Quebrado por la congoja de tanto recuerdo pisoteado de juventud se vio acorralado y sin una moratoria que permitiera darle cierto orden a sus asuntos. Huyendo tanto como pudo se camuflo bajo el papel de un avezado punguista que le permitiera el dinero suficiente para salir del paso, pero ni siquiera esos golpes de ratero le permitían arrojar luz a la inestabilidad que producía el tránsito tajante hacia la fosa común de un cementerio cualquiera. Desafiante y casi sin aire creyó ver en el ajustado trenzado de la soga que apretaba su cuello una desesperada salida, sin embargo, su terca y egoísta resiliencia no le iba a permitir un final tan sencillo para su cuento; luego de estar colgado por unos segundos sintió las satisfacciones nuevas que producen los orgasmos de quedarse sin aire en el momento preciso, la erección y la pegajosa humedad que mostraba su costado le otorgó la fuerza suficiente para cortar la soga con el afilado cuchillo que siempre escondía en el bolsillo interno de su gastada campera. Con la dama del velo silenciando plegarias fue recuperando poco a poco el color y  la marca en su cuello le recordaría siempre que el suicidio no era para cobardes y menos lo era el  eyacular a  la muerte en la cara justo en plena agonía. 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Capitulo IV.

Deliberada Reciprocidad.

Existe un momento en que matar a alguien se vuelve necesario, los dogmatismos y pragmatismos juegan violentos a solventar excusas para el hecho. Gradualmente se busca y se encuentra el método y el plan para la cacería que traerá la andanza de la investigación y el encuentro. En el momento de madurez del acontecimiento la paciencia se vuelve madre y génesis de la acción y caminar pausadamente mirando cada detalle se hace preciso, abrumadoramente preciso para el resultado esperado. Al principio no existen sonrisas y en la medida en que cada punto se une con el siguiente el extremo de los labios se afina y se ajusta en una mueca festiva para marcar el encuentro y el fin del resultado esperado ante esa madeja de cálculos que necesitan orden; a partir de ahí el estudio debe ser preciso y hasta conviene dejar pequeños espacios para los espasmos incontrolables. La profunda paz del razonamiento metódico y el salivar constante del orgasmo de la perfección traerán pesadillas profundas e inspirarán atención a los detalles minuciosos de pincel de cerda fina y firma invisible del final perfecto. Ya más armado, más psicológicamente armado, la racionalidad encontrará la excusa para empezar por ese golpe en el lugar preciso. El paladar se hará agua y de repente la lengua chasqueará generando sequedad en la boca y buscando la humedad en el hilo de sangre mental que vendrá a futuro. Entonces no existe escapatoria...y cuando pareciera que una lágrima en la mejilla podrá atraer a los roces de la bondad más se recordará el acto pasado, el planeamiento presente y la acción futura que llevará a la muerte violenta de un cuerpo largamente contemplado. No existirán rencores y menos rencores existirán cuando el sudor se alivie ante las voces internas que narrarán el encuentro. A veces se es así por el simple anhelo tortuoso de un padre violento o por la excusa capitalista de un analista de cuarta, pero a veces solo somos complejos dispensarios de muerte, alguien merece la muerte y podemos proporcionarla de forma violenta bajo ciento de justificadas excusas, y créanme que eso es gratificante.  

La mentalidad de un asesino puede ser puesta bajo cientos de lentes pero ninguno de ellos podrá mostrar la esencia que moviliza semejante cacería, todo relato que intente explicar las construcciones y estructuras mentales de un asesino quedan siempre en explicaciones incapaces de abordar tanta inmensidad. Creo oportuno aquí hacer un alto y ajustar el relato a lo que tenemos a mano, es decir, a lo que podemos resolver desde un razonamiento simple. Todo sujeto puede ser observado minuciosamente ante los lentes de aumento que proponen sus acciones, aunque no siempre esos los lentes de observar se encuentran a la  mano. Es preciso comprender que quien crea que no construye una caverna dentro de otra seguramente será el primero en delinear finas y elaboradas máscaras para mostrar ante el mundo la tan necesaria evasión a la insania que los roles sociales necesitan para construir los vínculos que parecen necesarios. Nadie se encuentra exento de construir murallas de contención que permitan retener la presión sanguínea que juega a hacer colapsar al cerebro por alguna de las barreras que ofrece poca resistencia. La infinidad de muros son tantos que perdemos la cuenta de los materiales, las herramientas y toda la ingeniería para poder reconstruirlos. Quizás esto se de forma inconsciente, nadie jamás va aceptar que violentar su psiquis es un acto de cordura. El Señor Rupert, al igual que todos, no podía escapar a la construcción psicótica y elaborada de su oligárquico perfil social.

Las primeras máscaras creadas suelen ser descartables, borrosas y reciclables. Encontrar la dosis justa de elasticidad y rigidez para la sonrisa, el lamento, la mueca o la dosis precisa de color en el rostro requiere del aprendizaje de variadas técnicas que permitan el gestar único de unas formas y unos modos bien definidos. Nadie escapa a esto, y Rupert lo sabía. La pluralidad de sus actos y el  estado sistemático de su conducta dejaban para quien con suma inteligencia supiera mirar, un estadio aislado, ajeno por un instante del movimiento de planetas que su órbita generaba. Quienes conocen de la alimentación y retroalimentación de la psicótica necesidad de alimentar personajes saben que  también es necesario crear un pequeño oasis, un pequeño recinto dónde desnudarse sea condición necesaria para seguir adelante. Rupert no era ajeno a esto, y en el final de las cuantiosas horas superpuestas por cientos de obligaciones lograba encontrar ese espacio perdido en el tiempo dónde, exhaustivo y metódico, retiraba las prendas permitiéndose la azorada observación e intentando captar un mínimo de luz que le permitiera comprender la creación y la metamorfosis que llevaba al devenir de semejante personaje.

Era dueño de un hogar elegante pero no demasiado opulento que transmitía la tranquilidad de un momento único del que no queremos desprendernos. Su morada se encontraba lo suficientemente distanciada de la ciudad como para permitir desvestirse en el camino. Durante el viaje de regreso despellejaba y desmantelaba las capas invisibles y las doblaba y acomodaba prolijamente en el asiento del acompañante. La vuelta se hacía siempre  fatigosa y cargada de duelos personales que nunca podían generar los justificativos suficientes para el brutal accionar del día; pero una vez que lograba llegar a la puerta de su domicilio la mutación se completaba y el señor Rupert dejaba de acosarlo. En ocasiones la melodía de Edvard Griev a todo volumen le permitía imaginar un escenario dónde a cada paso de la gruta iba dejando piezas y formas hasta deshacerse de su corona. Durante el viaje la piel se estiraba dolorosa y los colores que identifican se camuflaban oscuros en la tenue luz que emite el tablero del vehículo. El cambio empezaba ante todo con la necesidad de quitar los pilares que separaban ambos polos y volver a reforzarlos para mantener una única presencia, la metamorfosis solo podía ser posible cuando la estudiada regla activaba las neuronas las cuales emitían dolorosos impulsos que indicaban al cerebro el comienzo de la necesaria transformación; este proceso ameritaba detenerse, ingresando el vehículo en un estacionamiento pequeño y cerrado en un barrio plagado de adictos de todas las zonas. Ninguna de las personas encorvadas en el acto de consumir o estirados sus brazo y expuestas sus venas por las agujas era capaz de distinguir la realidad entre el imaginario que el ácido produce y más de uno prefería huir al oír los gritos desgarradores contenidos dentro del pequeño estacionamiento. En una ocasión uno de los adictos intentó acercarse para ver lo sucedido y nunca más fue encontrado, la pista que intenté seguir terminó en un camino hacia la nada que se mezclaba con los relatos delirantes de quienes se encontraban allí. Algunos me manifestaron que los gritos rompían la intoxicación de todo lo consumido y que al despertar todo era confuso y parecido a una mala pesadilla. Lo cierto es que me di cuenta que esa parada era un punto de inflexión que lo ponía en evidencia y que cuando el detective Iratustra se propuso reconstruir la vida de Riviera se topó con que el recorrido de éste y de Rupert coincidía en ese punto y que a partir de allí Rupert comenzaba a desvanecerse o a materializarse. El jefe de detectives insistía en que en algún momento ambos compartían la vivienda, sin embargo en el domicilio del hecho y en las identificaciones nada arrojaba indicios de una posible convivencia ni se encontraban pistas que dejaran ver un posible encuentro en ese espacio, tampoco algún indicio que permitiera pensar en un escape minuciosamente premeditado por parte de Rupert; además el domicilio legal de éste era un prolijo y amplio departamento que al parecer oficiaba de lugar de descanso entre la extensa jornada laboral, una vez revisado en detalle el departamento solo se podía llegar a la conclusión de que la residencia reflejaba la vida de una única persona. Los relatos de los habitantes aledaños a la vivienda de Rupert no mostraban nada que permitiera conjeturar alguna sospecha, solo unos pocos testigos declaraban haberlo cruzado en la entrada principal y otros directamente no lo conocían; en definitiva era algo normal en un amplio complejo de departamentos alejado de la urbanística y cosmopolita capital porteña dónde más de una vez se desconoce la identidad de los habitantes. Iratustra, pensante y analítico intentaba comprender como la pequeña sala acústica de un único acceso en la que ingresaba el vehículo a diario servía de punto de encuentro para ambos dejando entrar a una persona y permitiendo salir a otra completamente distinta, y de cómo a partir de allí la figura de Rupert se transformaba en un espectro que desaparecía gradualmente y volvía al día siguiente en el mismo punto de encuentro para materializarse. Algo estaba claro para Iratustra, el punto de encuentro de Rupert y Riviera era el pequeño garaje, algo sucedía allí, sin embargo todas las conjeturas del jefe de detectives carecían de pruebas contundentes y solo podían ser explicadas desde el relato.

El punto de encuentro entre ambos era el pequeño estacionamiento al que con exactitud horaria entraba el vehículo, Iratustra sospechaba que ese espacio acústico era el hábitat que contenía un desgarrador resplandor cotidiano. La realidad es que allí el cuerpo y las extremidades se disponían, se desplazaban, se quebraban y configuraban para luego poder situarse en la entrada de la vivienda de Riviera donde, al introducir la llave en la puerta, se ejercía el último punto de inflexión y en la exacta combinación de espacio tiempo, de planos y líneas que lo traían hasta aquí, Justo Emanuel Riviera resurgía desplazando al maldito, adueñándose del momento único que le permitía sobrellevar la carga fatigosa y asfixiante de lidiar con la pluralidad que el recreo de su psiquis  sabía concebir. La vivienda como testigo del fatídico crimen era el límite en el exceso que rebalsaba puertas afuera. En la magnitud de su morada los límites estaban bien marcados; Riviera era el amo y señor de la majestuosa estabilidad que con trabajosa rectitud supo imponer. En el pequeño edén construido se permitía la reflexión profunda y melancolía de los crímenes de la vida expuestos en la pantalla de los noticieros, le daba lugar a la congoja por aquellos seres que a través de los miedos cruzaban extremas y complejas situaciones; allí se recostaba sobre la lectura de un buen libro que lo hiciera navegar por paisajes imaginarios con eslabones unidos a la nada. Allí también tenían lugar los estudios filosóficos, la escritura, la pintura, la gastronomía exquisita y hasta el deseoso velero para navegar en ficciones que le permitieran sonreír. Su memoria no le fallaba, su psiquis fatigada relataba una extensa trama de mecanismos construidos y desarrollados que intentaban separara a ambos individuos sin perder la noción de todo lo transcurrido, de todo lo pensado, sentido y odiado por ambos. La lucha interna nunca se daba en las luces del afuera, durante el día todo era ordenado y clasificado con el fin de ser expuesto en el pequeño Edén. La aceitada maquinaria cerebral traía con detalle minucioso las dolencias producidas por la creación sublime y dolorosa de la cual no podía hacer alarde. Los extensos debates morales, éticos y a veces violentos cubrían más de una vez el pequeño espacio tratando de buscar un equilibrio que pronto encontraría su punto de quiebre.

Riviera, sentado en su sillón favorito y con una copa de vino en la mano rememoraba cuál fórmula matemática uno a uno los pasos que  permitían que el Edelmiro Patrón Rupert no consumiera el único estadio de esa otra humanidad escondida a la vista. Conocía y recodaba demasiado bien la tragedia que en sus jóvenes años supo golpearlo; el recuerdo de tantas heridas todavía expuestas a la sal de la memoria dejaban al descubierto los verdaderos deseos que con tan trabajoso esmero quería esconder. Por momentos odiaba y amaba a Rupert. A veces parecía que Rupert lo sometía hasta el extremo penetrante de sentirse sumisamente entregado y también desgarradoramente violado sin consentimiento alguno.

Si que gustan las historias compartelas, así ayudarás a los escritores a darse a conocer. Gracias. Postpad.net