El crimen de Todos Los Miembros o la Apagada Voz de José Antonio Iratustra

Capítulo II.

Del cauce de las formas.

El problema de los cuerpos no está en encontrar o retrasar encuentros. El problema de los cuerpos es uno y son miles; es uno porque miran al otro en carne llegando a ellos; son miles porque no pueden ver más allá de la carne. El problema de los cuerpos son los cuerpos que se muestran cuando las finas líneas en detallados tatuajes solo muestran lo que ven y nada más que lo que ven. Entonces los cuerpos ven piel ajustada y ojos delineados, ven manos y danzas en cortas ideas, ven contornos mediáticos capaces de responder al ahora. El problema de los cuerpos va por el discurso, por lo simbólico de ser y estar en la permanencia breve de lo que se cree importante hoy, mañana y quizás pasado. Entonces el cuerpo insiste en un futuro de revista, juega anecdótico a lamer hasta dónde soporte lo salado o acaricia con los dedos sin empalagarse. Una, dos, tres ideas de salida en historias breves; tres, dos, una única mueca para no decir nada. El problema de los cuerpos está en hacer el esfuerzo para soportar solo lo breve; en no pedir más y entregar más; en ajustar su caos a la luna retrógrada y a los infinitos aires de energías por el cosmos.  El problema de los cuerpos es la premura del alma, el arrebato del deseo, no sabe qué hacer con tanto deseo. Lo mira, lo piensa, lo ubica, los justifica y al entenderlo comete el mayor error, lo entiende. Eugenio Patrón Rupert sabía esto y mucho más.

Señor Rupert, así le gustaba que lo llamaran. Rupert era una persona convincente, tenía la capacidad de encontrar las palabras perfectas y los razonamientos perfectos; parecía que su cabeza podía organizar metódicamente cada recuerdo, cada  conocimiento aprendido, cada visión captada a lo largo de su vida desde el filo de la retina y ponerlos a juagar de manera  práctica ante cada situación que se le presentaba. Podía organizar una velada excelente con una o mil personas. Era capaz del amor y el odio en su máximo estado y podía llegar al orgasmo o a la desilusión infinita si así se lo proponía.

Cada detalle de su personalidad pudo ser puesto en práctica en un encuentro que oficio de génesis, en este caso, era una opulenta fiesta dónde buena parte de su presencia pudo ser advertida y olvidada. En esa ocasión la casa de la señorita Agustina Nedella se vestía de gala para agasajar al ego aristocrático de un grupo de donadores que ven en la beneficencia un acto suficientemente atractivo para hacerse ver y buscar el perdón. El señor Rupert entró vergonzoso y gentil saludando con pocas palabras y lentos movimientos a cada invitado, entre pasos medidos y rondando a los espectadores se dispuso a disfrutar de las escenas desde su palco mientras la estela de su presencia y sus palabras se introducían suavemente en cada invitado ante la posibilidad de un brindis y un breve cruce de palabras. Con la delicadeza y suavidad de quien contempla a una mariposa posarse en su mano para luego alzar vuelo, organizo los sonidos en palabras y endulzó con calidez el agua de los cantaros para que la señorita Nedella se engalanara sensual y sutil despertando los deseos ocultos y no tan ocultos que reflejaban el sudor y los orgasmos apretados por lujosos trajes y ajustados vestidos de la muchedumbre ya jauría; lentamente cada uno de ellos comenzó a beber de forma sutil y delicada del remanso que calmó su sed para luego zambullirse como bestias sedientas a los placeres que se tejían. Lo que comenzó siendo una gala de beneficencia terminó en una masa amorfa de cuerpos que encontrarían su máximo esplendor en un compendio de extravagantes rituales con un fin capaz de opacar los tabloides movidos al sonoro blanco de la “political piggy”. En el transcurso de la velada logró que los invitados  se metieran de lleno en todos los placeres que su perversa mente contenía; astutamente el Señor Rupert ni siquiera participaba y apenas si se lo podía distinguir entre el espectro de participantes que en infinitas filas y círculos se engalanaban en posiciones mientras encontraban excusas para que la piel rompiera el límite de lo que se creía posible. El acontecimiento no presentaba un fin en sí mismo y era más bien un acto de organizada diversión que la mente del Señor ponía en juego para encontrar en la maquinaria de su sentido puntos a revisar o ajustar, eso sí, lo acontecido daba cuenta de la facilidad de moldear cuerpos y mentes para fines específicos y dejaba entrever la orgásmica sensación de poder y diversión que podía tejer su psiquis; era capaz de destrozar el alma entre caricias sostenidas por sus manos y jugaba perverso a darse cuenta de la infinidad de matices que el movimiento de su lengua generaba cada vez que sus palabras sonaban dulces en cada uno de los presentes. Lo cierto es que esta experiencia cobró vida propia y fue parte de un acontecimiento que repercutió con osadía y con amplia osadía se ocultó tan rápidamente como fue posible. Al parecer Rupert tenía algo claro, no estaba entre sus proyectos el construir caminos desde el utopismo idílico y prefería moldear lo posible en lugar de encandilar a los ilusos. Cada proceso, cada hecho y cada decisión le permitieron conocer las formas de salir entero, más no ileso, de casi cualquier situación que se le presentara.

En una ocasión logró desplegarse desafiante y airoso  en un escenario irreversible; los círculos internos lo señalaban como autor intelectual en la explosión de un coche bomba detonado en las proximidades de Plaza de Mayo cuyo fin era el de demostrar el rechazo de los acontecimientos que traían las nuevas democracias. Rupert nada tenía que ver con el atentado, su nombre salió entre tantos nombres atrapados en encuentros clandestinos, pero rápidamente encontró las formas para que las señales disputaran sentido en los nuevos cargos ministeriales dónde los recientes funcionarios carecían de un pasado acorde a las políticas de turno. Varios países de la región se encontraban en transición hacia la recuperación del Estado de Bienestar pero pocos de ellos, o mejor dicho, ninguno, había llevado adelante hasta ahora un proceso penal a las cúpulas militares desde el fuero civil y bajo tan inédito marco legal. Sea cual fuere el proceso de cada país, la caída de las dictaduras en el entramado latinoamericano traía nuevos y fructíferos negocios que también sentaban  precedente sobre las formas y modos en que deberían llevarse a cabo las reglas del juego, reglas que permitían cambiar las estructuras y superestructuras de poder aprovechando la necesidad que tenían los viejos opresores de ocultarse para no ser llevados a juicio. El hecho inédito del Estado Argentino durante el proceso de los juicios de Obediencia debida y Punto final abrieron las puertas a un seguimiento y debate mediático dónde desfilaban actores en defensa de los dos bandos,  sin bien el entramado mediático tenía en buena parte la intención de instalar un debate aplazado en la historia del país, esto traía la atención de figuras que preferían la comodidad del anonimato. Mientras los líderes de la junta militar eran purgados gota a gota por quienes antes parecían lustrar sus botas, otros sectores preferían ocultarse entre identidades falsas que les permitieran pasar desapercibidos y ciertos grupos aprovechaban a afianzar su poder económico y construían murallas inaccesibles para las recientes políticas de derechos humanos; lo cierto es que tanto uno como otros necesitaban de un novedoso entramado lobista con el que Rupert contaba, así fue que la larga cadena de favores y reciprocidades se orquestó según sus principios y necesidades. Muchos estrategas de las sombras de la dictadura volvieron al anonimato y aquellos de mayor exposición terminaron detenidos, pero a ninguno de ellos les falto el dinero para contar con el más prestigioso buffet de abogados o para sacar a sus familias del país y ocultarlas en paraísos dónde el apellido se perdía entre interrogantes junto a cientos de personas. Rupert llevó a buen puerto cada acuerdo y de todos tenía pruebas comprometedoras; prolijamente, con perfecto acorde en sus movimientos y con paciente sabiduría supo encontrar las debilidades y sueños de sus clientes, reorganizó sus ideas y sus miedos y los trasformó en el alimento para sus egos haciendo del revés un derecho perfecto que lo llevó a la cúspide silenciosa y oculta en un podio construido por sus redes de poder, ganando el silencio, respeto y la admiración de sus pares, sin omitir aquellos suntuosos beneficios que a mediano y largo plazo otorgaban su posición. Rupert no desconocía sus habilidades pero fue este hecho el que le demostró la infinidad de colores que su paleta podía mezclar. Su rol en el entramado de poder era el fiel reflejo de sus capacidades, pero no era suficiente. Rupert figuraba en ese momento como CEO en una empresa de comunicaciones de capitales extranjeros que supo instalarse en Argentina durante el auge de privatizaciones estatales, las área sobre las que tenía injerencia la empresa dejaban ver una amplia gama de contratos dónde los acuerdos corrían siempre en beneficio de la firma y otorgaban un amplio porcentaje en acciones que podían ser diversificadas en distintos rubros.

Si bien su primera obra era prolija y digna de ser transmitida en los manuales de espionaje, era apenas una muestra si se la comparaba con las venideras; era el inicio de una secuela que marcaría la plenitud de sus actos y de las configuraciones de las que era capaz. Toda persona que transita la soberbia construcción de poder es consciente de ello y de ello se vanagloria inteligente y silencioso porque sabe que existe algo que se le escapa, sabe muy bien que la irreversible entropía traerá la inevitable trasformación que será incapaz de contener el estado humano de las cosas; aun así jugaba con las herramientas construidas a esperar el momento preciso para poner en marcha una acción que abriría puertas, cerrara ventanas y obturara caminos en la estratégica red construida por sus acciones; y aunque a veces parecía que su llama se a apagaba resurgía ávido y mordaz para asestar el golpe certero que nadie veía venir. Rupert logró la posición más privilegiada entre sus pares y, a diferencia de otros, él tenía el apoyo pleno de sus herramientas, como le gustaba llamar a los individuos a quienes dominaba. Sabía cada nombre de sus herramientas, cada problemática y cada posición que ocupaban en la empresa, recordaba con gratificantes presentes y exactitud minuciosa cada fecha de cumpleaños, cada aniversario, nacimiento y muerte de cada vástago. Su capacidad de ajedrecista le hacía saber que el empuje de sus actos venía de aquellos a quienes no vemos y que resultan ser las piezas aceitadas que hacen  funcionar la máquina que pocos ven. Estos sujetos eran más que herramientas, eran la estructura que sostenía su funcionalidad teatral y lo mantenía en el rol todo poderoso que precisaba. Con cada uno de los trabajadores de bajo rango el acercamiento era distinto; solía llegar temprano y esperarlos con alguna sorpresa, se tomaba el tiempo de hablar con ellos cada día, de conocer sus victorias, sus fracasos pero fundamentalmente le era primordial conocer y apoderarse de sus miedos. Fue así que se ganó la estima, el apoyo y la temida autoridad sonriente. Todas sus herramientas principales trabajaban a destajo para él, nadie se atrevía a emitir opinión en su contra y cuidaban celosamente su negocio esperando la recompensa, pero los hombres y mujeres del llano hacían aún más, por ellos vivía y pervivía la imagen de un poder enquistado e incapaz de ser destruido; todos, absolutamente todos de alguna u otra manera sabían muy bien que nada valía más que recibir la mirada de aprobación de su amado patrón. Rupert sabía cómo ejercer presión a cada dominado de su escalafón; era dócil, gentil, caballero y amigable pero generaba una soportable asfixia y exigencia en cada uno de ellos, y por sobre todo, en aquellos que creían tener poder de decisión; a estos los dejaba deliberar y encaminar la empresa pero minuciosamente y sin notarlo tejían las ideas del Señor.

En una oportunidad  el joven Atanás, empleado en mantenimiento, tuvo uno de esos problemas de juego que hacen sangrar a lo que se considera propio. Dolido por sus males e inestable se encontró atormentado y angustiado; así lo halló el Señor quien con la calidez y el amor del padre paciente dispuesto a perdonar todo, lo abrazó, y sin necesidad de saber y ver por completo sus verdades y sus armas se dispusieron a rearmar los pedazos desprendidos. Atanás sorprendido y avergonzado juró lealtad ante la mirada de su jefe sin decirlo, pero también supo en ese momento que la muerte  podía sorprenderlo con tan solo una leve presión de sus ataduras, la fosforescencia en su mirada traía momentos imposibles de olvidar, recordaba muy bien su niñez, niñez plena de abandonos, búsquedas y encuentros inesperados.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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