El crimen de Todos Los Miembros o la Apagada Voz de José Antonio Iratustra

Caemos en la imposibilidad de la soledad cuando

conocemos a todos los  que navegan en nuestro inconsciente.

 

 

EL CRIMEN DE TODOS LOS MIEMBROS O LA APAGADA VOZ DE JOSÉ ANTONIO IRATUSTRA.

 

En el principio.

La temperatura se vuelve y se siente más elevada sobre el ambiente y sobre el asfalto en los días de verano; los rayos del sol en su pico máximo elevan vapores y aromas característicos, la luz permite ver y sentir desde el aroma del miedo aun cuando el tránsito de la avenida principal parece dar la seguridad de cierta movilidad infinita; luego la noche cae y los olores y sentires se nutren y transforman, sufren una intensas metamorfosis que colapsa y ensordece los sentidos hacia un abismo. El aroma de aquel 23 de febrero del 2001 a las 14 hs en plena residencia sobre el Bulevar Benoit no pasó desapercibido y fue populosamente comentado. Al caer la noche la intensidad de la pestilencia se inmiscuía por las grietas de las paredes, por las hendijas de la piel y entre los vapores de cocina de alguna sirvienta deseosa por terminar su jornada.

La exaltación individual se hizo voz única y las familias acompañadas por sus caniches nerviosos comenzaron a salir a la puerta tratando de detectar el origen de algo que parecía no acabar nunca.

El pronóstico aseguraba para ese día 37º y apenas un poco de viento por la noche para bajar la temperatura unos pocos índices. La brisa, producto de venideras y lentas sudestadas traería a la cercana ciudad el aroma característico de las costas rioplatenses;  lo que ninguno de los habitantes pudo imaginar es como quedaría grabada en la memoria sensorial la particular mezcla de olores y vapores del aquel día en particular. Tan difícil de describir era el aroma que uno de los viejos terratenientes fundadores del vecindario sacó un perro de caza con la intensión de ubicar el origen de tan desagradable sensación pero ni el pobre canino pudo soportar demasiado tiempo, a las pocas cuadras mordió la mano de su amo, soltó su correa y salió corriendo hacia la zona del parque Lezama dónde la frondosidad de árboles frutales otorga la placentera sensación de estar en otro espacio. Pasadas las horas entre cuantiosos colores de rostros pálidos y estados alterados un pequeño hacedor de inescrupulosos comentarios que se encontraba atento a casi todo notó que solo un vecino no salía a escandalizarse; era casi normal no verlo pero parecía evidente que esta vez sí tenía algo para esconder.

A mitad de cuadra y sobre el corazón de manzana de la calle más tupida y arbolada del barrio residencial, se encontraba un sencillo y alto portón de acceso dónde vivía un hombre que poco se hacía ver. Los residentes que ansiaban dedicar su tiempo a observar sabían que por las mañanas y por las noches el acceso se habría de forma automática al acercarse un prolijo y sencillo auto gris con vidrios polarizados. La chusma vecinal trastocaba los pocos datos, tejían y elucubraban un relato en dónde se dejaba ver a un hombre de unos cincuenta y tantos, de pocas palabras, prolijo, de mirada poco profunda y palabras breves, correctas y exactas para cada momento. Estas últimas conjeturas las habían sacado gracias a la evidencia de una sola persona que trabajaba manteniendo el acceso y que dado su particular interés por inmiscuirse en lo ajeno fue invitado a retirarse habiendo recibido en mano la liquidación correspondiente a su jornal. Dos personas más frecuentaban la vivienda pero no era época para sus labores, además los vecinos tenían entendido que ni siquiera eran de la zona y hablar con ellos era imposible en ese momento ya que un vehículo los dejaba y retiraba en el horario exacto para iniciar o finaliza sus jornadas. Al iniciar la investigación tanto el conductor como las empleadas fueron citadas a declarar y sus declaraciones llevaron a un sinfín de contratos y subcontratos tercerizados que solo exponían en su origen al dueño de la vivienda. A partir de estas declaraciones solo se sacó en limpio que el vehículo dejaba allí a las dos empleadas, que al llegar el portón se abría automáticamente siempre en el mismo horario y que al culminar su jornada el mismo conductor las esperaba en la puerta del domicilio y las dejaba dónde las había retirado. Ninguna de las empleadas se cruzó alguna vez con el propietario de la residencia y no oyeron o vieron algo que llamara su atención; en cuanto al origen de los pagos, un mundo de cuentas y subcuentas hacían perder la paciencia de los expertos contables.  

El día se prestaba tenso e interminable, pasadas las horas de alboroto y debate innecesario que bien sabe gestar y hacer crecer el imaginario colectivo, uno de los vecinos tuvo la idea más honesta y acertada, llamar a la policía.  El oficial de turno conocido por todos se acercó en un móvil limpio y destartalado, venía de atender un griterío en la zona límite de la ciudad dónde los ajustes de cuentas parecen resolverse con un poco más de gesta vengativa y menos terapia barrial; el barrio de Saboya no quedaba lejos dela zona residencial, pero los límites económicos y sociales eran claros y un paredón a modo de cordón policial les recordaba a los más humildes que todos ellos eran observados y separador por hileras de luces azules y cuantiosos operativos policiales. En los ocultos túneles de la necesidad humana esto no era así, más de un opulento residente necesitaba de un dealer que calmara ciertas ansiedades de madrugada además de otras oscuras necesidades.

El oficial a cargo se acercó con la seguridad que le brindaba su uniforme a uno de los vecinos y este último tomó la voz de la preocupación popular, debatieron entre ambos unos minutos la inusitada situación y las innumerables conjeturas e hipótesis que recaían sobre sobre el hombre al que alegaban un dudoso y extraño comportamiento. Con absurda paciencia el oficial de policía les explicó que los motivos no eran suficientes para allanar el domicilio señalado pero les aseguró que una guardia se quedaría las horas siguientes para intentar calmar los exaltados ánimos de los habitantes de la zona y estar atentos ante cualquier situación que se suscitara; el oficial logró calmar a la muchedumbre pero ese estado duró menos de lo imaginado; sucedió que a las pocas horas el olor era tan insoportable que el uniformado a cargo se vio en la obligación de comunicarse con su superior quien autorizó la presencia de un equipo específico que se encontraba trabajando en un inesperado suicidio en una zona aledaña, además de sumar algunos móviles policiales para que le sirvieran de apoyo.

Lo que podía esperar se convirtió en emergente y el apremio floreció en extensas comunicaciones por Handy que reflejaban a los vecinos una creciente preocupación. Con un inusitado apremio los oficiales obtuvieron de manos del comisario la respectiva orden de allanamiento y con todos los papeles en regla de parte del fiscal de turno comenzó la búsqueda que trataría de dejar en evidencia el origen que aquejaba y generaba tanta incertidumbre. La escena era digna de la más absurda serie de investigadores y el momento parecía sacado de un libreto y expuesto sin correcciones a disposición del exaltado público. Las conjeturas respondían a todo el imaginario barrial y todas se encauzaban más o menos en la posible existencia de un cadáver, lo que nadie esperaba ni tampoco rozaba con lo obvio, era la multiplicidad de interrogantes que quedarían expuestos y aturdidos en la escena del crimen reflejada en la vivienda. Ni bien forzaron el elevado y sencillo portón de ingreso al parque principal el complejo sistema de seguridad se activó y un seco y coordinado sonido detonó en cada abertura lo que parecía ser un moderno sistema de cierre hermético;  la complejidad para desactivar el sistema no solo permitió aumentar la ansiedad de los presentes sino que también generó el más elevado de los griteríos que el barrio había conocido. Discusiones entre vecinos y las fuerzas de seguridad se mezclaban con la densa e interminable burocracia que hacía crecer y crispar los estados de ansiedad hasta que por fin pudieran ejecutarse los debidos protocolos para el caso. El nivel de alteración de los vecinos llevó a la contención de la agolpada muchedumbre con esas tiras y sogas dispuestas para encauzar a las masas. Los reporteros que se agolpaban como palomas muertas de hambre en la plaza Congreso fueron separados y atendidos mediante comunicados policiales que poco a poco iban revelando lo sucedido. Los pijamas y pantuflas le abrían paso a las batas y ruleros desordenados en extensos bostezos que acortaban las horas de sueño y posponían acotados razonamientos sobre todos los  compromisos existenciales del día siguiente. Pasadas las horas el golpe de la realidad les entregó una escena tan traumática como espectacular.

La posibilidad de acceder a la vivienda desató una calurosa sensación de excitación y ahogo que invadió por completo a los presentes. Los jardines y árboles circundantes se veían prolijos pero inquietos, casi tan nerviosos y ansiosos como los oficiales que ingresaban al parque principal de la vivienda; sus raíces y frondosas ramas parecían inquietarse e inclinarse hacia la puerta principal. Las ventanas, ya destrabadas, se encontraban cubiertas por una delgada cortina que mantenía un entramado y una caída tan cerrada y sutil que hacía imposible mirar hacia adentro. La policía intento contener a la agolpada jauría barrial pero le fue imposible y poco a poco el estómago de cada persona  presente se retorcía y hacía correr un reflujo ácido que encontraba su destino en el pie de la persona ubicada a su a su lado. Con la típica herramienta policial para derrumbar accesos, un estruendoso golpe sobre la puerta dejó al descubierto el origen del aroma que ahora corría acelerado y denso a pegarse sobre cada superficie de las viviendas circundantes, sobre cada fosa nasal dejó su estela haciendo del momento una intoxicación en perpetua memoria. Olas de móviles y personal específico se acercaron al lugar, decenas de máscaras, equipos infrarrojos, peritos, periodistas y un detective de primer grado muy específico quien luego de treinta y tantos años pudo expresar entre notas una aproximación que trajera el principio y el desarrollo de tan devastadora escena.

Situados en una escena digna de mártires y condenados, el living de la casa dejaba ver dos cuerpos, tres identificaciones encontradas y una espesa y excesiva cantidad de sangre proveniente de las víctimas ubicadas en la sala principal. Circundando la escena del crimen se encontraban las identificaciones de Emanuel Riviera, Eugenio Patrón Rupert y Edelmiro Gastón Atensio, este último reconocido en ciertos círculos andrajosos por el alter ego de Atanás. Según el informe preliminar del equipo forense, dos masculinos de nombre Emanuel Riviera y Edelmiro Gastón Atensio habían sido los damnificados de una desgarrador crimen pasional que dejó como verdad a media la presencia de un prófugo sobre el que recaía las acciones materiales e intelectuales. La realidad que no dejaba ver el complejo entramado es que toda posible aseveración que intentara encontrar un punto final se cruzaba con un sinfín de puertas que impedían arrojar luz sobre lo acontecido y revelaban oscuras historias y pesares a los que difícilmente se podían acceder sin trastocar los límites mentales de quien se dedicara a llevar adelante el caso.

Las primeras medidas fueron rápidas y siguiendo los protocolos normados burocráticamente para casos como estos. La recolección de fluidos, análisis, pistas y huellas confirmaron la identidad de los dos cuerpos extendiendo una orden de captura y averiguación de antecedentes sobre el emblemático desaparecido; la figura de  Eugenio Patrón Rupert se convertiría en el principal sospechoso y sobre el caería la atención policial y mediática, además de todos los recursos locales y regionales destinados a la captura y resolución del caso.  Un eternizado cronista osó titular lo acontecido como “El crimen de todos los miembros” y así, sin demasiado deseos de no ensuciar con amarillismo a las personas,  pasó a la historia hasta nuestro presente. En cada noticiero y programa dedicado al caso desfilaron vecinos, supuestos amigos, empleados y carcamanes eruditos de la investigación policial; en las cenas en familia se debatía el caso y hasta el Estado propuso onerosas recompensas por un poco de información fiable que permitiera encontrar un punto de salida. En cada programa semanal se construían posibles teorías que explicaran el crimen, se armaban exorbitantes paneles de debate y hasta una pequeña secta de seguidores hizo honor con una obra teatral que solo logró el éxito mientras el clima mediático así lo quiso. Lo que sabemos, luego de intentar retirar todo lo inservible que el imaginario social construye, es que Eugenio Patrón Rupert tenía identidad propia, que era socio mayoritario de una gran empresa multinacional, que no tenía antecedentes, ni siquiera por delitos menores, y que se desconocía y desconoce su descendencia familiar. La particularidad de Rupert que se dejaba ver en los extensos relatos testimoniales es que  muchos lo recordaban pero todas diferían en algo cuando declaraban conocerlo; había en cada relato un cierto vacío que dejaba un espectro nebuloso de respetuoso temor que les impedía poner en palabras una descripción más detallada. En cuanto a Emanuel Riviera y Edelmiro Gastón Atensio, ambos tenían una vida plagada de dolores, aun así,  jamás habían compartido un pasado común o un acontecimiento que los aproximara un mínimo como para comprender su relación. Sin poder comprender los caminos y medios, lo cuerpos yacían en la sala en una posición espectral mirándose con dolor, amor, pena y desgarradora ira.

Atensio tenía en su cuello un corte de lado a lado que dejaba ver la poca sangre seca y pegada a las capas de piel, por otra parte Riviera tenía en su boca el pene extraído a dentadas hoscas del cuerpo de Atensio, al parecer, y según las pericias, el miembro encajado profundamente en la garganta de Riviera lo habría dejado paulatinamente sin aire mientras que el corte certero en su arteria aceleró su muerte. Al costado del cuerpo se encontraba el cuchillo, y en este,  un conjunto de huellas que no coincidían con ninguna de las víctimas pero sí con las huellas de un mensaje con sangre dejado con arbitrariedad en la pared del living. Al examinar el cuerpo de Riviera con mayor detalle se pudieron distinguir marcas traumáticas en su cabeza y mandíbula y una marca en su cuello cerca de la arteria que dejaba evidencias claras de algún hecho violento muy anterior al acontecimiento investigado.

Sobre la amplia pared del living y escrito con sangre un extraño mensaje rezaba una breve oración: “Nunca terminarás tu preciada melodía”.

Las huellas en lo escrito coincidían con las del supuesto prófugo y esto aclaró un poco más el panorama. Lo difícil de explicar era el porqué de lo sucedido allí. Más allá de lo pasional los motivos no encontraban palabras ni oídos. Este crimen podría haber quedado allí simplemente en lo pasional, pero hay personas a las que les gusta ir más allá y que se encuentran dispuestas a conjeturar hipótesis. Algo parecía estar claro, el asesino no toleró lo allí evidenciado y actuó de manera completamente irracional, los porqué serían mucho más difíciles de explicar, apenas si los investigadores podían materializar pruebas que pudieran mostrar un avance en la investigación, la mayoría de las propuestas eran elaboradas y complicadas explicaciones de apariencia profunda pero de poco sentido para arrojar luz sobre lo sucedido. Los forenses y detectives trataban de hallar un motivo que permitiría comprender semejante insania. Edelmiro Patrón Rupert era un espectro para ellos, una imagen en sueños que a veces pude explicarse pero que otras veces muta en pesadillas desagradables y en patrones de conducta que pueden modificar al hombre y hacerlo colapsar en su esencia. Todo lo acontecido permitió un repertorio de archivos, fotos, análisis, entrevistas, relatos a testigos y recortes periodísticos del caso que se encontraba a cargo de José Antonio Iratustra, Jefe de Detectives del Departamento dependiente de la Dirección de Investigaciones y Crímenes Complejos de la Provincia de Buenos Aires. Iratustra lo intentó con todas sus fuerzas pero con el tiempo se encontró en completa soledad y sobrada locura intentando lidiar con profundas cavernas húmedas e infernales que se habrían paso cada vez que una pista llegaba a sus manos. Aun así, una inexplicable teoría final daría un sinfín de interrogantes y moriría allí con la mínima posibilidad de ser rescatada.

El jefe de detectives  fue consumido a partir del primer encuentro con la lectura preliminar del caso; a cada paso se volvía errante, inestable, roto y jadeante. Con actitud ansiosa y psicótica escribía frases perdidas en cientos de libretas fechadas y ordenadas prolijamente. Su retiro voluntario trajo en poco tiempo su muerte en completa soledad la cual captó la atención de varios medios de cuarta que lo recordaron como el policía que jamás logro resolver el enigmático crimen. Tras su muerte sus notas y archivos me fueron vendidas como corolario del morbo  mediático o como mueca causal del destino. Al estudiar minuciosamente sus notas plagadas de aparente irracionalidad me doy cuenta que en ellas nada parece relevante, y todo lo es.

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