Cuerpos En Silencio

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La noche cae con una brizna que brota de la oscuridad. Es miércoles de ceniza, según las tradiciones de este pueblo acogido por los acólitos del sumo pontífice, en una pequeña casa oculta entre callejones serpenteantes. Las luces rojas y azules se reflejan en el empedrado mojado, acompañadas del eco de los pasos y miradas curiosas que murmuran ante las pesquisas incrédulas de los oficiales. Frente a la puerta se revela un hecho extraño, un evento que no coincide con ningún otro registrado desde que el papeleo burocrático empezó a mantener memoria. Los presentes observan, y el relato se convierte en un rompecabezas por armar.

La figura robusta de un hombre con sotana se destaca en la penumbra. Es el padre Raúl, quien se retira el sombrero negro, dejando que las gotas de lluvia resbalen por su frente. Se acerca, elegante, observando entre las cintas de seguridad y distinguiendo, bajo las sábanas blancas teñidas de carmín, un par de pies. Su mirada se detiene un instante en el tobillo izquierdo, en la piel trigueña de la víctima, donde un tatuaje con forma de mariposa revela el nombre de Sandra. En su mente resuenan las primeras palabras de ella: *papá*. Aquella niña dulce, que torpemente confundía el vino con jugo de manzana, ahora le arrebata un par de lágrimas.

El padre Raúl siente que su corazón se llena de odio, un odio dirigido a aquella que él considera autora de todo este desastre: Deyanira. Se injuria a sí mismo por haberla presentado a su dulce Sandra. Deyanira, aquella niña del orfanato que vestía de forma impropia para el buen cristiano. A su edad, levantaba la falda ante los niños mostrando sus muslos níveos, y entre las monjas se rumoreaba que en alguna ocasión mostró su prenda íntima teñida de sangre a un monaguillo.

Raúl siente aún en sus manos el peso de las palmas con las que intentó enderezar el camino de Sandra, esfuerzo que fue en vano para ambos. Recordaba cómo, en sus recorridos altruistas por el pueblo, las encontraba a ambas fumando y bebiendo cerveza. Lo miraban con el cigarro entre los labios rosados y los ojos apagados, llenos de una tristeza autoinfligida, y se burlaban de él antes de correr riendo. Su dulce niña pasó a ser una adolescente rebelde, envuelta en la oscuridad de un mundo brutal. Le consiguió un trabajo en una tortillería, con la esperanza de que el trabajo duro la llevara a la luz, pero la influencia de Deyanira seguía arrastrándola.

 

Los susurros del pueblo viajaban como cuervos graznando calamidades: decían que Deyanira, ya mujer, practicaba artes oscuras y había seducido el corazón de Sandra para invocar al Señor de los mentirosos. Aunque Raúl rezaba fervientemente, solo recibía el silencio por respuesta. Se postraba en comunión, con sus rodillas laceradas, pero las historias que escuchaba le masticaban el alma con desdén.

Por más que se esforzaba en llevar el alma de Sandra hacia un sendero brillante, ella se abandonaba cada vez más. Un sepulturero le relató que una noche lluviosa escuchó ruidos en el cementerio, y escondiéndose tras un viejo pirul, presenció cómo ambas mujeres alzaban botellas al cielo y luego las bajaban a la tierra enlodada, invocando cosas de hechicería. Como si brindaran con el diablo, sellaron el pacto introduciendo aquellas botellas en los labios ocultos de sus muslos, soltando sollozos estruendosos que parecían venir del infierno, y luego las vio suspendidas en el aire, danzando en un abrazo prohibido con una figura cornuda y cubierta de pelaje negro.

Raúl, rechazando estas historias, aún conservaba la esperanza de que su Sandra revelara algún día las alas de ángel que ocultaba, y que el mundo la obligó a nunca mostrar. Este mundo, con su crudeza y fiereza, que solo puede ser caminado sin hundirse bajo ese pantano, solo si eres lo bastante cuerdo para convertirte en demonio.

El padre solo puede colocar su rosario bajo el suelo, observarlo como si solo fuera un objeto sin valor, sentir el desprecio de su servicio y su vida; Sandra ha perecido sin que la divinidad con la que fue puesto en la tierra pudiera lograr ese cambio. Su fe quizás no era fuerte, o tal vez solo era un cuento de hadas; su mente se retuerce entre seguir creyendo y culparse por optar con un placebo que no salvó y que ahora no lo puede salvar.

Sin embargo, un reportero se acerca para preguntarle si conocía a las víctimas, y el padre Raúl, balbuceando y golpeándose la sien izquierda, solo pudo responder con lágrimas: «Mi querida Sandra, bello ángel, ahora duerme sin mí».

El olor a pasto mojado, el humo del cigarro que se levanta por las luces tintineantes de las torretas, que son testigos de unas botas de cuero café, húmedas, que recorren con cautela el lugar, aquellos ojos negros parcialmente cubiertos por el cabello empapado observando con detalle los alrededores, y en sus manos, una grabadora.

Miércoles, 10:29 p.m. Aurelio Méndez, reportero del Sol de Malparado, cubre otro asesinato. La escena es brutal, y los oficiales no tienen pista del o de los perpetradores. ¿Quién, en este jodido país, puede seguir así? Me pregunto mientras narro estos eventos de salvajismo absurdo. Dos mujeres yacen mutiladas, sus cuerpos inertes sobre el piso, y trato de darle sentido a mi nota. ¿Realmente existe la imparcialidad? Me digo a mí mismo que esto es para que la gente despierte, pero si ellos mismos cierran los ojos ante los hechos... Voces curiosas se alzan detrás de las cintas de seguridad, sus ojos morbosos tratan de indagar, como si las víctimas fueran un rompecabezas desconocido. Dicen que ellas practicaban la santería, que las veían volando en forma de fuego, que eran mujeres promiscuas, seduciendo a los ancianos del pueblo como súcubos, atribuyéndoles sucesos paranormales. Pero todo eso es un chisme banal, una conjetura sin fundamento. Solo veo un pueblo temeroso, atrapado en su ignorancia, que se convierte en violencia.

Siempre escribo sobre las víctimas, dándoles voz para la justicia. Pero ¿cuánto de esto es verdad? Con mi credencial de prensa me convierto en juez de la realidad. Estoy tan cansado… Para entrar en esta escena tuve que sobornar a un par de oficiales con dos mil pesos cada uno, solo para cruzar el cordón y ser el primero en tomar fotografías. ¿Para qué? Para que el jefe de redacción del periódico tenga la exclusiva. Si lo pienso, soy un mercenario. Qué cosas he hecho por una nota... y al final no he ayudado a nadie. Mis textos están manchados de sangre, y soy cómplice de estas atrocidades. Mi cámara y mi pluma están maculadas. Sé que ni hoy ni mañana haré una diferencia; solo soy un agente de entretenimiento para las masas. Debo sincerarme y seguir siendo parte del espectáculo, terminar el trabajo por el que me pagan. Sé que, al llegar a casa, el whisky hará soportable este dilema moral, uno que no es propio de un reportero imparcial.

Un oficial me muestra una caja de metal cubierta con terciopelo rojo y levanta las sábanas para que observe la barbarie con la que terminaron estas víctimas. Pobres chicas. Pero, sin duda, esta nota dará de qué hablar mañana. Los oficiales murmuran que, si quiero ver el contenido de la caja, son mil pesos más. Sin pensarlo mucho, les pago. El contenido es desagradable, pero una foto de esto valdrá una buena cantidad para el editor. Nuevamente, pago el precio de la verdad.

El frío, como una dama indiferente, comienza a entrar por la puerta abierta de la escena, acariciando con su fúnebre presencia a un par de oficiales que, en medio de una discusión acalorada, parecen ignorar a las víctimas, que solo observan, mudas y sordas.

—He oído que salías con la chica del tatuaje. ¡Vaya, lo tenías bien guardado, eh, galán! —se burla un oficial. —Cállate, idiota, ¿acaso no ves cómo está el pedo? —Ay, mi querido Jorgito, como si fuera la primera vez que vemos esto. Mira a los peritos, esos weyes como si nada. —Neta, pinche Neto, dices cada mamada, por eso no tienes mujer. —Ah, cállate, que estás igual —replica Neto, dándole un golpe en el pecho a Jorge. Un perito criminalista se acerca y pide la asistencia de Jorge. —Mira a ese reportero. Sácamelo de la escena del crimen. ¿Quién diablos lo dejó pasar? En cuanto lo saques, te espero en la habitación contigua —le ordena el perito, señalando con vehemencia.

Jorge usa su peso corporal y su fuerza para empujar al reportero detrás de las cintas de seguridad. Luego, entra a la habitación contigua, donde una luz tenue ilumina el lugar.

—Sé que tuviste una relación sentimental con una de las víctimas. Sabes cómo eso afecta al cuerpo policiaco —dice el perito, golpeando el pecho de Jorge, quien, en un impulso, sujeta la muñeca del perito. —Eso pasó hace cinco años. Relájate, que eso nada tiene que ver con lo que ocurrió aquí. Además, apenas entré al cuerpo policiaco cuando Sandra terminó conmigo. Mira, Deyanira tuvo mucho que ver en eso. —La otra víctima... Sabes lo sospechoso que luce esto. Podría ser un ajuste de cuentas. —¿Ajuste de cuentas? Les cortaron la cabeza y les cosieron una cabeza de burro. ¿Eso es un crimen pasional? —Jorge golpea el muro con el puño, su voz elevada. —Tranquilo. No estás para levantarme la voz. Sigues siendo el principal sospechoso. ¿O acaso dirás que mi palabra no pesará si te involucro en la investigación? Fácilmente un juez te va entambar, créeme que en corto va a suceder, así que chitón te vez más bonito. Mejor cuéntame la historia, y con lujo de detalle —le exige el perito, sacando un cigarrillo y tomando asiento en una silla de madera.

Jorge suspira y empieza a hablar: —Como te dije, hace cinco años. Ella trabajaba en una tortillería, y aunque la veía cada vez que me despachaba, no tenía el valor de hablarle. Hasta que un día, cuando estaba con Deyanira, Sandra fue más atrevida conmigo. Empezamos a salir. Cuando Deyanira no estaba, Sandra era dulce, pero con ella se volvía otra persona. Tuvimos nuestros encuentros en un motel, pero luego cambió, dejó de querer salir conmigo. La última vez que la vi, parecía que quería decirme algo, pero ya no la busqué y comencé a trabajar como policía.

—Esa es toda la pinche historia, qué aburrido. Supongo que es más el chisme de tus compañeros lo que da peso a las conjeturas. Pero oye, todavía no estás fuera de mi radar. Una cosa más: abre esta caja de metal y dime su contenido —le pide el perito, entregándole la caja.

Con manos temblorosas, Jorge abre lentamente la caja y se encuentra con una visión repulsiva. —¿Qué demonios es ese olor? ¿Un pene… agusanado? —deja caer la caja al suelo, dispersando su contenido: el miembro en descomposición, atado con listones negros, agujas, y mechones de cabello envueltos en papel arroz con inscripciones.

—Una última cosa, te lo prometo. Baja los pantalones para asegurarme de que eso no es tuyo. Hazlo rápido y sin quejarte.

Jorge, dudoso, se desabrocha el cinturón y baja sus pantalones junto con su ropa interior.

—Muy bien. Ja, ja, ja. Súbete los pantalones, eres una deshonra para los policías. Lárgate, estás limpio.

Con la cabeza recargada en el muro, Jorge se pregunta si debería renunciar. Todo este trabajo parece sin sentido. Servir y proteger… solo es un empleo mal pagado. En el fondo, sabe que algo raro estaba pasando con Sandra. Quizás debió ver las señales y protegerla, como hombre, como policía. Pero, entre tanta muerte, él mismo ha perdido la sensibilidad humana. La brutalidad del crimen es perturbadora, pero ni siquiera le inmuta. Ha dejado de ser el mismo.

Cuando está a punto de salir de la casa, entre el tumulto nota a una chica embarazada que no aparta la mirada de él.

Selene toca su vientre abultado, sintiendo entre sus manos cálidas el pequeño movimiento de su hija. Mira con nostalgia a un oficial que parece perdido en su trabajo, levanta su cabeza hacia el cielo. Las nubes se han disipado y las estrellas tintinean juguetonas alrededor de la luna llena. En reflexiones, se cuestiona si hizo lo correcto al no abortar. ¿Qué clase de mundo le espera a una niña, con crímenes tan detestables contra mujeres? Ella conocía a Deyanira y cómo fue que escapó de un padre que la violaba. Siempre dijo que era huérfana, pero en su corazón, la semilla de la venganza nacía, hasta que regresó con aquella caja de metal y forrada de terciopelo rojo. Le confesó todo y cómo terminó con su venganza, pero al final, su destino acabó de forma tan violenta. Ojalá en su corazón encuentre cierta paz, ojalá que el cielo le abra las puertas, si es que existe, le guarden un pedacito de cielo para que esté con sus demonios, que la perdonen. Solo siente lástima por Sandra, que se perdió en el vacío. Espero que su alma encuentre el camino. Ojalá esta niña que tengo dentro solo sea una persona ordinaria que escape del destino cruel del mundo, de esta locura, de la misma locura de su madre.

Con las sirenas alejándose, el padre, el reportero, el oficial y la chica embarazada se apartan del lugar, cada uno a sus hogares con el corazón marchito, para que al alba la indiferencia los llene de monotonía.

 

 

 

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