La Isla De Las Sirenas

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Entre los entramados de las esmeradas trenzas con que peinaban sus cabellos, para que no se percudieran con las sales del mar cuando nadaban, colocaban diminutas conchitas pálidas. Las mismas que cosían en sus prendas, sosteniéndose de sus telas de lino y de seda. Daban entonces la apariencia de sirenas, cuando cruzaban de la isla hasta la costa en sus lanchas para venderle a las cadenas hoteleras los mariscos con que alimentaban a los clientes. A su vez, atravesaban las agitadas mareas para vender en los mercados los collares de perlas, los aceites de coco, los adornos de conchas. Los empresarios extranjeros incontables veces habían intentado convencerlas de hacer negocios con sus tierras, pero las pescadoras, vendedoras, artesanas y lancheras se rehusaban exaltadas ante el pensamiento de abandonar su isla. 

 

En esos cruces comerciales, en ocasiones coincidían deseosas con costeños o con turistas que paseaban por las plazas aledañas al mercado, quedándose embarazadas de embriones provenientes de distintos sitios del mundo. Los bebés que parían tenían entonces apariencias variadas entre sí, distintos tonos en sus pieles, en sus iris, en sus pelos. Fuera de esos dos contactos vitales, su comunidad estaba completamente aislada. Sus estrepitosas mareas entorpecían los intentos de los costeños de cruzar hacia su isla, que no sabían cómo le hacían las sirenas para conseguirlo. Y de haberlo logrado, estas los hubieran recibido con la ferocidad de las residentes, que tenían indicaciones puntuales, decididas en las asambleas, de ahogar a los visitantes y de quemar sus lanchas. 

 

Es así que era un sitio misterioso del que no se tenía conocimiento. En especial de una cuestión que parecía desconcertar a todos los que la escuchaban. En la isla no había varones. Los que en un inicio habitaban, los habían corrido, y los que recién nacían, al crecer se iban. No había esclarecimiento al respecto, ni manera de satisfacer esa curiosidad inquieta que atravesaba a los dos varones que desde hacía un par de meses trazaban una ruta, silenciosa y discreta, hacia la isla de las sirenas.

 

Los dos amigos recientemente habían disfrutado de unas vacaciones en un hotel de la costa, donde habían escuchado de las narrativas fantásticas, eróticas y oníricas de lo que sucedía del otro lado de las olas. Xavier era un periodista que escribía notas en medios digitales, Bernal era un influencer que hacía videos en redes sociales. Pese a que ambos eran mantenidos por sus adineradas familias, tomaban sus labores con inmensa seriedad y esmero. 

 

Le rentaron una lancha a un señor de la costa, ofreciéndole una cantidad obscena de dinero para convencerlo de aventurarse al riesgo de cruzar a una isla inhóspita que estaba próxima. La usarían de parada para vestirse con sus trajes de neopreno y sujetarse de sus tablas de surf. Así entonces, auxiliados de un elaborado equipo con tanques de oxígeno, bucearían y remarían cautelosamente hasta aquel sitio misterioso, que en el mapa se veía pegadito al territorio que llegarían. Una vez ahí, tomarían registro de sonido, de imagen, de video. Evidencias que saciaran el capricho de merodear en ese fascinante y reservado sitio.

 

Una vez que se montaron en la lancha con todas las provisiones necesarias se sintieron preparados para cualquier escenario posible. La esposa del lanchero, que aguardaba a que se fueran, se despidió de su marido bendiciéndolo con una cruz sobre su frente y sosteniéndole las manos con lágrimas escurriendo, sin decir una palabra. El desprendimiento del matrimonio preocupó gravemente a los viajeros, no porque temieran el destino del conductor, sino porque su propia muerte se convertía súbitamente en una posibilidad palpable. Pero no podían arrepentirse sin reconocer una cobardía prudente que le cedería ante el otro, muerto de miedo, el dominio contundente. Solo se miraron entre sí, mientras el bote partía entre las olas que rompían contra el estribor.

 

El trayecto, que hasta el momento habían registrado en cámara y en micrófono, era arduo. La marea balanceaba dramáticamente la lancha, ladeando todas las pertenencias dentro de ella. Sus estómagos se estremecían con cada ondulación catastrófica que atestaba el vehículo amenazando con voltearlo. Los refrigerios que habían empacado seguían al fondo de sus maletas repletas. Y en sus rostros bronceados por la exposición prolongada al sol lágrimas disimuladas chorreaban. 

 

Había pasado un día entero, caía entonces la noche. Los músculos de los brazos del conductor se hallaban hirviendo del nerviosismo y del esfuerzo. Se habían quedado sin gasolina hacía unas cuantas horas, por lo que se turnaban para remar los metros restantes que quedaban. Reconocieron la masa flotante de palmeras y de rocas que habían visto en el mapa, velozmente remaron todos juntos hacia ella. Cuando llegaron, Xavier y Bernal se tomaron en sus brazos mutuamente, en una celebración impertinente y anticipada de la vida. El lanchero reía mientras trataba de prender un cigarro humedecido. Sus pieles descarapeladas ardían al tocarse entre sí y sus cuerpos agotados suplicaban el descanso recostados sobre la arena. 

 

Debían decidir si aún progresarían en su cometido o si abandonarían sus reportajes endebles. No tenían comida para quedarse a reposar por mucho tiempo. Y de hacerlo, la luz del sol delataría su indeseada presencia varonil en la isla de las sirenas. Bernal suspiró al declararse incompetente, aun cuando no le apetecía quedar en ridículo frente a sus seguidores que ya les había contado de la travesía proyectada y, especialmente, frente a su amigo desde la infancia que lo miraba decepcionado. Xavier, que le había costado convencer a su familia de financiar lo que él consideraba los medios necesarios para ese reportaje, alzó su voz para insultarlo en el vacío de la isla recóndita. Ambos se gritaban reproches mientras el conductor los observaba sin intervenir, hasta que comenzaron a empujarse. 

 

Se tumbaron al suelo pretendiendo golpearse en los rostros transpirados, mientras el conductor trataba de separarlos. La pelea finalizó repentinamente antes de que sucediera, pues los cuerpos de los tres varones se hallaban consumidos por el arduo viaje. Se tumbaron en la arena con un sentimiento abrasador de culpa. Xavier tocó tímidamente los dedos de Bernal, pidiéndole que completaran su aventura juntos. Reposaron unos cuantos minutos en silencio. Entonces se vistieron para irse.

 

La luz de luna iluminaba las olas dóciles que se formaban entre las islas, la corriente los arrastraba ligeramente hacia su destino. Montados sobre la tabla se habían tomado de las manos, reconociendo sus propios temores que habrían de conquistar estando juntos. Las algas cosquilleaban sus tobillos al tocar la arena. Se miraron fijamente mientras se decían, por única vez en todos sus años de amistad, que se amaban. Y cuando llegaron al sitio misterioso, los cantos místicos de las sirenas que en la isla residían los hicieron asesinarse frenéticamente a golpes el uno al otro. 

 

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