La Profecía

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Durante el periodo de amnesia que transcurre entre el nacimiento y la consciencia, le había ocurrido un evento fatídico que determinaría, para bien y para mal, su vida, piel y arte. Lorenzo de un par de años, con una cualidad intrépida innata, caminaba tambaleándose por la habitación, sirviéndose de su balance recién adquirido. La tetera, como si estuviera presagiando el percance, chillaba fuertemente pidiendo ser retirada del fuego. El cuerpo del infante, aún endeble, se movía con suavidad con unos pasos arrítmicos sobre el piso de madera. Sintiendo que tropezaba, había intentado sostenerse de la franela colgada de los quemadores, volcándose encima encima el contenido hirviente de la tetera. 

 

Su rostro, que había sido motivo de adulación por los adultos alrededor suyo, se había convertido en una secuencia de entramados rosáceos que jamás sanarían por completo. Aún cuando por su edad no era capaz de retener esa vivencia, los gritos áridos que se desataron tras el incidente formarían grietas en su memoria nebulosa, que en su adultez le impedirían acogerse sin rencor en una abrazo con sus familiares quienes, aún sin intención, habían propiciado su tortura. 

 

En su intención frenética de compensarlo por la profética tragedia, su madre y su padre habían dedicado sustancialmente su existencia a complacerlo y, como parte esencial de ello, habían financiado su arte experimental, pretencioso y, para el gusto de los críticos academicistas y los espectadores susceptibles, excepcional. Lorenzo había realizado, en colaboración con múltiples anónimos irrelevantes, doce exposiciones que trascendían las barreras de las disciplinas pictóricas y escultóricas. Veían en sus obras una familiaridad inventada y reconfortante, que al mismo artista le servía como consuelo al no hallar intimidad en esa casa eternamente en llamas. 

 

Al momento de conocerlo, Medora solo había visto una de ellas. Y al recorrer la exposición entera, un anhelo impertinente resonaba su pecho. Lo mismo sucedía cada que intentaba transitar por los pasillos de los museos y las galerías. Una certeza abrumadora de que ella debíaser quien estuviera honrada en esos muros impolutos, incandescentes, frívolos. Al ver el rostro de Lorenzo se había conmovido de inmediato. La anomalía de sus cicatrices era el presagio contundente, profetizado por una vieja tarotista del mercado, de que mantendríamos un amor apasionado, anárquico y duradero. 

 

—Te enamorarás de un monstruo. Veo cómo tú le darás tu alma y, a cambio, te meterá en el arte.— anunció finalmente, tras limpiar mi espíritu y consultar las cartas, con los santos y las hierbas atestiguando. Y desde aquel encuentro, caótico y mágico, se habían vuelto inseparables. 

Se había vuelto su amor. El entusiasta en que su pecho se recostaba para sentir dentro las canciones que quisiera mostrarle, que ya desde entonces eran nostálgicas. Que le hacía preguntarse cómo habría de superarlo si decidiera dejarla, si con él estaban todas sus promesas de un porvenir incierto. Y su rostro, horrendo, deformado por la incapacidad de una crianza precavida en sus años formativos, se resguardaba en su tacto. Al estamparse contra la nítida crueldad de estar vivos, se tenían el uno al otro. 

Medora le contó que ella misma era artista. Lorenzo pareció fascinarse por ello, pero no porque la pensara de pronto como rival o colega. No la vería como una neófita saciando los mandatos imperantes en el ser, para él, aún cuando no lo supiera, sus intenciones creadoras no eran más que un ornamento del espíritu. Aún así, visitó aquel rincón de su habitación que había destinado como estudio para darle un vistazo a sus obras fértiles. Una vez que las observó, sin concretar emoción, le dio algunas sugerencias técnicas inapelables y fútiles ánimos para que siguiera. A decir verdad, no le había impresionado. Aquella estética gélida e invernal de las escenas que pintaba, por alguna razón, no resonaba dentro suyo.

 

Medora se decepcionó de las reacciones de Lorenzo, pero siguió motivada por el presagio que con certeza le habían dado en el mercado. El empleo que tenía le permitía que su mente se concentrara en sus caprichos mientras cumplía con su horario. Sus dedos escamados por el blanqueador emprendían el mismo recorrido perpetuo que cada vez que se encargaba de las camisas, deteniéndose mecánicamente en los dobleces. Lo hacía sin pensar, como si sus articulaciones se hubieran adiestrado al movimiento y ella se hubiera convertido en un cascarón automático. Pero aún así, cuando cargaba los montones de prendas adornadas por los aromas artificiales para almacenarlos en las repisas, su rostro desconsolado delataba su angustia por el porvenir incierto. 

 

No abandonó el hábito traicionero de pintar ni el vínculo enredado que tenía con el artista. Aún cuando detestara el rechinar de sus mandíbulas cuando dormía, el aroma perpetuo a la vanidad de su colonia y sus ideales libertarios que rechazaban la monogamia. Permaneció en ese entramado inconsistente que era su relación, a sabiendas de que él sería el conecte necesario para conseguir exposiciones, patrocinios y trayectoria. Hasta que en una ocasión, una invitación llegó a su correo electrónico, indicando domicilio y fecha para una inauguración misteriosa organizada por su novio. 


Lorenzo, sin intenciones de revelar la sorpresa, le pidió que asistiera al evento. Sugirió que algo en ella le concernía. Medora se puso un vestido negro y un perfume amaderado. Tomó un taxi hasta la dirección indicada, pasándose el trayecto concentrada en inhalar, sostener, exhalar. Su carne trémula se retorcía anhelando ver sus obras exhibidas en los muros impolutos, pero en cuanto dio un vistazo alrededor de la galería ambientada con luces estridentes, sintió una punzada. Lorenzo estaba exponiendo sus propias obras y, entre ellas, una pintura con su retrato resplandecía en el centro de la habitación. Sus pieles canelas, sus cicatrices queloides, sus tatuajes tribales, sus pezones marrones, sus dedos escamados. La había engullido para digerirla a la vista de todos. Lorenzo, orgulloso del realismo de su pintura, la miraba reaccionar horrorizada. No entendía porque se disgustaba, si gracias a él, ella estaría inmortalizada eternamente dentro del arte, a salvo de la fugacidad, el tránsito, el olvido. 

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