El Alma
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¿Dónde van las almas cuando el cuerpo muere? O, si se lo plantea de otra manera, ¿dónde permanecen? ¿Existe el Cielo? ¿Tal vez el Infierno? ¿Pueden ocupar espacios o, simplemente, adueñarse de objetos, de otros seres?
Estos interrogantes constantemente me persiguieron después de una experiencia poco feliz que tuve en mi adolescencia.
En el verano del año dos mil aún vivía en la casa de mis abuelos maternos. La casa, por ese entonces, ya contaba con más de cincuenta años de ser construida y poco modificada. Siempre sentí una vibra muy intensa y oscura por parte de esa estructura.
Sentía que escondía demasiados secretos y quizás negruras que la fueron manchando con el pasar de las décadas.
Quizás uno de esos tiznes fue lo que me encontré aquella tarde noche de ese incipiente estío. Procuré quedarme sola en la casa, pues la soledad en esa época del año me caía bien. Mi madre había salido junto a mi hermana a realizar unas compras para la cena. Mi abuela conversaba con la vecina del frente sobre la cotidianeidad y la fe católica. Mi abuelo se sentaba en la puerta de su almacén a mirar pasar la gente y el tiempo. Todo encajaba perfectamente para mis propósitos en solitario: ducharme larga y despreocupadamente, luego quedarme un rato extenso en mi cuarto decidiéndome sin decidirme qué lucir (solo con el fin de salir en algún momento a la vereda a estar).
La noche casi casi se adueñaba de los últimos vestigios de luz. La penumbra reinaba alrededor de las habitaciones y las luces interiores no las prendí, pues mi manía por conservar todo en sana simetría y armonía, más mi fotofobia lograda gracias a mis cataratas congénitas, pintaban el cuadro magnífico para mi agradecido cerebro. Sabía bien que aún me podía manejar entre esos resquicios de claridad que todavía no querían abandonar los recintos.
Creía estar en paz con mi mundo mientras caía sobre mi cuerpo la templada lluvia artificial.
Luego de haber disfrutado del baño, salí directamente hacia mi habitación a seguir con el itinerario que tenía preparado. Después de una lucha encarnizada entre mi sensatez y mi comodidad, ganó la segunda, mostrándome mi imagen en shorts de jean y una remera sin mangas.
Al salir de mi cuarto, inmediatamente apagué la luz del mismo. Quería disfrutar de esa suerte de súper poder que yo misma así lo había considerado: poder ver en la oscuridad parcial.
La puerta de mi habitación da a un pasillo no muy largo que comunica el comedor con el living. A mitad de este atajo casero, está la abertura de entrada a la cocina (es un hueco, pues no existe una puerta), que se mostraba más oscura que de costumbre.
No sé porqué, pero al cerrar la puerta de mi pieza inmediatamente me volví de forma brusca a mirar hacia el espacio enfrente de mí… y sentí cómo mi piel se erizaba y mi sangre se helaba… pero, ¿por qué? Si el termómetro colgado de la pared del pasillo marcaba veintiocho grados Celsius y hasta hace un momento mi cuerpo estaba cubierto de un sutil sudor a causa de la humedad que reinaba en el ambiente estival.
Lo siguiente que sucedió no sé si ocurrió en segundos, en minutos; si el reloj se había detenido porque las baterías se gastaron y el pasillo parecía haberse extendido aún más de lo que aparentaba ser normalmente. Mi corazón comenzó a latir desbocado.
Mis sienes galopaban al ritmo del temor que iba creciendo dentro de mí ser. Traté de agilizar mis pasos para poder campear ese pasaje hasta la salida de mi casa… y fue ahí cuando una silueta negra, de dimensiones descomunales, emergió desde la entrada de la cocina, logrando empujarme y haciéndome trastabillar, cayendo al fin al suelo, mientras la sombra horrorosa avanzaba hacia donde había caído, a una velocidad desesperante.
Mi cuerpo estaba totalmente estático, mis ojos se salían completamente de mis orbes y no lograba que de mi garganta saliera, más no sea, un hilo de voz pidiendo ayuda.
Lo único que atiné a hacer en un momento fue cubrirme el rostro con mis brazos en cruz y así escudarme de aquella presencia aterradoramente paranormal. Llegué a percibir como ese ente ectoplásmico se enrollaba a lo largo de mi fisonomía, como si de una enorme serpiente se tratara; su aliento gélido rozó mis manos alzadas hacia mi cara, quemándome la epidermis y su risa grotesca traspasó mis tímpanos, dejándome un desagradable zumbido y el resabio de sus horrendas carcajadas.
Después de un instante, cuando constaté que la aparición se había esfumado, logré levantarme y correr hacia el exterior, ubicándome al lado de mi abuelo, que me miraba un tanto extraño al ver mi reacción.
- ¿Algo ocurre hija mía? – preguntó sin basilar mi abuelo.
- ¡No papá! ¡Solo me apresuré a salir para estar con vos! – le mentí forzando una sonrisa.
Mi abuelo, viejo zorro, comenzó a reírse lenta y pausadamente; lo cual me causó estupor e indignación.
- ¿De qué te reís? ¿Acaso te causa gracia que yo quiera estar con vos? – espeté molesta.
- ¡No, mi Ani querida! ¡No me malinterpretes! Es solo que me causa confusión y consternación que quieras estar a mi lado cuando estás más blanca que un papel y con cara de haber visto un fantasma - finalizó mi anciano padre.
Yo, sorprendida por su declaración, bajé mi mirada al piso, y muy avergonzada, le comenté lo que me había ocurrido allí dentro.
Mi abuelo se puso serio y frunciendo el seño, me habló así:
- Ya transcurrió bastante tiempo sin que se presentara ante vos. Hija adorada: esa presencia espeluznante no es más que un espíritu que, durante siglos, no ha encontrado la manera de irse de este plano ni de resolver sus entuertos terrenales.
Todos los que hemos vivido aquí (menos vos y tu hermana) hemos experimentado su violencia y sus advertencias. Pues, lamentablemente, esta vez te tocó – concluyó pensativo mi viejo.
Desde entonces, esa alma errante ha seguido pululando por los rincones de mi hogar y ha ido revistiendo cada palmo de esos espacios con sus negruras, lamentos y alaridos desencajados.
Yo solo le he cedido mi cuerpo para que pueda seguir atormentando a todos aquellos que osen usurpar su lugar.