AZ Azeem

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La Plaga De La Mente Rota

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El COVID enseñó muchas cosas al mundo: unas buenas, otras no tanto. Entre las cosas que nos dejó están la facilidad con la que un gobierno puede con ayuda de la fuerza militar, imponer desde un toque de queda hasta el aislamiento definitivo. Desde la primera vez, todos aprendieron un poco sobre su naturaleza interna. Somos seres instintivos, territoriales, y deberíamos estar solos.

La reciente pandemia mundial no alcanzó a descubrirse en el lugar donde inició, tampoco hubo confirmación de la existencia de cepas nuevas de virus. Algunos medios apostaban todo a que era un tema psicológico y espiritual. Los síntomas inducen a los infectados a la locura. La mayoría se vuelve personas salvajes, agresivas o depresivas. La cantidad de suicidios y asesinatos fue la clave para justificar la pérdida de razón como efecto de un poderoso virus.

También Francisco y Arleth tuvieron que respetar el encierro. En cuanto los primeros avisos llegaron a su ciudad, Paco agarró lo que pudo de su departamento y se fue a vivir con ella, sin saber que el amor es un virus más mortal y corrompible.

Bacteriólogos certificados, rodeados de soldados, hacían visitas una vez cada tres meses para hacer censo de la población y entregar comida, sobre todo con la intención de descartar gente, cuando en una zona restaban pocos habitantes, dejaban de ir. Esas incursiones debieron ser atendidas por un equipo multidisciplinario, pero con las calles invadidas por humanos salvajes, a la política ya no le importaron las minorías, lo natural.

En la colonia de la pareja, que rondaba la tercera década de edad, las visitas y el abastecimiento duraron un año. Cuando llegó el cuarto mes sin recibir comida, tuvieron aún la conciencia de empezar a guardar suministros. Al principio del encierro sabían al menos en cinco calles a la redonda qué casas y departamentos tenían gente sana. Cuando los soldados dejaron de pasar apenas sabían quién vivía en el edificio o quiénes estaban sanos. Todavía escuchaban gritos a través de los muros, cuando sus propios reclamos no los cegaban o hacían sordos al contexto.

Tres meses tardó en terminarse el amor, otros tres meses la paciencia de los defectos, y tres meses más para que ambos pudieran mostrar su verdadera forma de ser. La cama, aunque era su zona neutral, también mostraba su cara más primitiva, sobre todo si había reconciliaciones. Sin embargo, el resto de habitaciones eran de masacre medieval.

Si Arleth pegaba con más fuerza, era porque Paco se medía al tocarla. Cuando ella le servía la comida más podrida, le daba también más ración. El placer de una siesta acurrucados después de tener relaciones sexuales era su consuelo y engaño para presumirse sanos.

El experimento realista de asilarse por poco más de un año estaba dando el fruto mental que se esperaría; ambos se fueron envolviendo en un espiral descendente muy primitivo. Tanto descuidos como coincidencias se transformaron en la peor conspiración política internacional: ataques directos con toda intención. Paco roncaba con estruendo para que ella no durmiera bien, entonces ella perdería su fuerza, después su salud, la próxima vez que los soldados aparecieran se la llevarían para que él se quedara con el departamento. Arleth dejaba ropa y toda clase de objetos como minas terrestres que causarían un accidente mortal, para que ella se quedara sola.

Con sonrisas falsas, se veían de frente soportando el rencor hasta las tardes donde alguno de los dos se quedaba sin paciencia, y el vómito verbal explotaba hasta que los golpes terminaban la más que acalorada plática, nunca había ganador. Horas —a veces días— después, todo continuaba normal, incluso hasta creaban momentos felices con asomos de cordura. Si esos minutos de luz hubieran tenido mayor duración, el resultado final predecible sería distinto. En lo crudo de su humanidad se necesitaban, ya que hasta las peleas les inyectaban partículas de vida. De ahí hasta la astucia de sus cerberos aumento para la siguiente etapa del involuntario encierro.

A pesar de saber que los golpes más duros los daba ella, Arleth estaba consciente de la fuerza de su novio, sabía que estaban a pocos encuentros de perder el control. En lo que a ella respectaba, él ya estaba perdido; el virus se había comido por completo su inteligencia. Vivía con un parásito peligroso con el que era mejor tener iniciativa para sobrevivir.

Entonces, sus neuronas crecieron en creatividad. No tenía conocimiento o ingredientes para preparar algún veneno silencioso que hiciera el trabajo, por lo tanto, debía ser algo más contundente que no le implicara utilizar mucha fuerza. Por el departamento pequeño, no podía tener suficiente privacidad, así que todos los planes se confabulaban en su imaginación. Las risitas de satisfacción que se le salían junto a él cuando sus planes tenían éxito no las notó del todo o no les dio importancia, así que ella seguía soñando con las posibilidades. Con malicia, casi casualidad, y hasta ironía para darle la razón, Arleth construyó su trampa. Llevó una tabla con pedazos de fruta oxidada y varios cuchillos de todos los tamaños que dejó en el sillón, casi con descuido. Después por un fingido accidente rompió la licuadora, con el detalle de que los vidrios cayeran cerca del sillón, hasta fingió limpiar para acomodar mejor los cristales. La película estaba por terminar, nada fue recogido, excepto la tabla después de voltear los punzocortantes en el sillón. De nuevo se quedó limpiando y acomodó, metiendo los cuchillos con estrategia. En la habitación, lanzó su ropa al aire para esconder las chanclas de Paco. Durmió feliz, durmió tranquila, hasta arrullada con los ronquidos que terminarían pronto.

Ella despertó primero, antes de que Paco pudiera recuperar por completo la noción de un nuevo día, fue hasta la puerta del departamento y golpeó repetidas veces mientras gritaba el nombre de su novio. De inmediato, esperando evitar una invasión de infectados en su sala, se levantó de golpe. No vio sus chanclas, pero no le importó por la urgencia, al salir de la habitación, se frenó de golpe, pero ya era tarde, varios vidrios se hundieron en sus pies con toda la gravedad de su peso. Gritó y perdió el equilibrio por el ardor en los pies, sintió seguro el sillón como punto de rescate y dejó caer su cuerpo con libertad para ser recibido por la punta afilada de los cuchillos. Desde varios cortes, empezó a salir sangre, manchando y salpicando el lugar donde tantas veces habían derramado amor. Arleth se acercó con una gran sonrisa pero la mirada asustada disfrutó y sufrió al mismo tiempo, sus facciones confundirían a cualquiera, incluso a ella misma que no estaba centrada.

Cuando ella estuvo más cerca, Paco aprovechó la oportunidad para curar la infección que su novia debía tener, una sospecha que había formado desde tiempo atrás, pero en la que no había querido actuar. Desenterró un cuchillo del sillón y su costilla, entonces sin pensarlo se lanzó contra Arleth para regresarle el favor de la trampa.

Ella creyó que sería algo definitivo, así que no vio venir el ataque. Alcanzó a poner el brazo, pero recibió varias cuchilladas en el vientre. Ambos cayeron al suelo, débiles, anémicos y aturdidos. Se vieron a los ojos y sonrieron.

—¿Estás enferma?

—No creo, Paco. ¿Pero tú?

—No me siento infectado.

Sonrieron más, hasta incluso carcajearon, en lo que el dolor los vencía lento y sus cuerpos se quedaban sin sangre. Ya no existían servicios de emergencia. Aunque las heridas, por ser caseras o poco profesionales, no fueran de gravedad, la posibilidad de sobrevivir quedó limitada.

Se acurrucaron con intención de descansar de tanto estrés, apenas empezaban a cerrar los ojos cuando los golpes que Arleth dio en la puerta regresaron con más fuerza, como ecos que se quedaron atrapados en el tiempo. Sin embargo, era imposible que algo así sucediera. Más golpes retumbaron hasta que la puerta cedió y se abrió por completo. Muchas personas entraron, algunos hasta escurrían espuma de la boca. A ninguno se le veía vida en los ojos. Llegaron como estampida, empezaron a destruir todo, cargados de odio injustificado. Mientras Arleth y Paco se se retorcían de dolor en el suelo, uno de sus vecinos más cercanos se tiró junto a ellos y le mordió la pierna a Paco, que abrió los ojos un último instinto y los volvió a cerrar con los gritos de su novia, que también era atacada a su lado.

Arleth y Paco se fueron a vivir juntos cuando empezó el nuevo confinamiento, de un virus más fuerte, sobre todo más contagioso y discreto. La pareja se abasteció por completo, asistieron a todos los supermercados y tiendas que fue necesario. La enfermedad se comió el cerebro de ambos, instalando ideas que el parásito compartió en sus cerebros, que quedaron en estado vegetal. Ambos se contagiaron desde antes de cerrar su puerta.

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