La Gladys

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El hombre desesperado no dejaba de correr en dirección al río, su única escapatoria eran las aguas del Paraná. Juan perseguía a su presa con fiereza, faca en mano. Ya en la arena y casi sin aliento el fugitivo se dio la vuelta y alcanzó a ver el brillo del metal que rasgaba su camisa y abría su carne con una puñalada certera al corazón.

 

Todas las mañanas, Juan y su esposa Gladys desayunaban juntos unos amargos con tortitas fritas y luego éste salía a marisquear. Volvía a su casa con preciadas presas silvestres: nutrias, cuises, guazunchos y carpinchos. Juan vendía la mayor parte de la carne y la mujer cocinaba el resto.  Juan y su hermano Moncho, que vivía en la pieza del fondo, disfrutaban de sabrosas cenas juntos. ¡Es que la Gladys guisaba de maravillas!   

 

Moncho, conocido como el cuervo, por tener contactos con los intensivistas y enfermeros del Hospital Central San Martín, trabajaba en una funeraria de la ciudad a la que nunca le faltaba clientes. Sonaba el teléfono y el Cuervo salía disparado al hospital a buscar un óbito para su negocio que no dejaba de prosperar.

 

Un caluroso día de febrero la Gladys se acuclillaba en la entrada frente a la única canilla del agua corriente para lavar la ropa. Con sus vecinas y amigas se juntaban a conversar ante grandes palanganas de aluminio mientras realizaban sus quehaceres. Ya iba camino al fondo a colgar la ropa en las sogas cuando resbaló sobre el mosaico mojado de la galería, cayó de espaldas y se golpeó la nuca en el alero de material. Sus vecinas escucharon el golpe y la encontraron con sus bellos ojos castaños abiertos, y su abundante melena negra bañada en un creciente charco de sangre.

Las vecinas llamaron a urgencias y la ambulancia se llevó a la Gladys al hospital. La joven murió minutos después de llegar sin que los médicos pudiesen hacer nada para salvarle la vida.

El médico que certificó la muerte de la joven se acercó al teléfono y llamó al Cuervo. Moncho subió a su vehículo de traslado y aceleró rumbo al hospital. Ese día también tendría trabajo. Una leve sonrisa cruzó su rostro.

En la morgue del hospital los paramédicos trasladaron el cuerpo a la camilla del Cuervo. Moncho levantó la sábana, trastabilló en shock y se sentó en el piso, su espalda apoyada conta la pared.

_ ¡Dios mío! Es la Gladys, mi cuñada.

Con ayuda logró llevarla hasta la ambulancia de traslado y condujo al lugar de siempre. No podía estar pasando aquello, su mente no lograba digerir tan amargo trago. Estacionó en la cortada y se encerró, como de costumbre, en la parte trasera del vehículo.

Pero esta vez fue diferente. La observó lentamente, su melena negra, larga y sedosa no tenía el lazo rojo que solía soltar en sus tardes de pasión, la abrazó, la besó largamente y la poseyó por última vez. Su llanto desconsolado mojaba la Polaroid con que eternizaba el último beso de su macabro ritual. Sacó la foto, la guardó en un bolsillo de su chaqueta de trabajo. Sin duda ésta sería la mejor foto de su colección. Cerró las puertas traseras y condujo hasta su negocio.

Una de las vecinas esperaba en vano la llegada del marido para avisarle del accidente y consecuente muerte de la Gladys. Al atardecer llegó Juan y recibió la terrible noticia. Entró al cuarto y tomó el vestido rosa, favorito de su mujer. La tela aún despedía el aroma de su cuerpo entonces rompió en llanto.  Adiós a su compañera. Adiós a la bella joven de cabellos de seda negro. Adiós a su amor de siempre. Adiós.

Estaban preparando el cuerpo de la Gladys cuando llegó Juan y se estrechó en un sentido abrazo con su hermano.

Iban llegando los vecinos, amigos y curiosos a la sala mortuoria. El calor de febrero se mezclaba con el denso olor de las flores, el formol y la cera que caía de los altos velones. La madre y hermana de la joven le lavan los pies a la Gladys, acomodaron su cabello y dejaron una rosa blanca dentro del ataúd. La joven lucía serena y bella en su vestido rosa.   Moncho servía café y anís, otros habían llevado su mate para pasar la noche.

Juan en cambio no podía estar quieto caminaba como felino de punta a punta de la sala, quería fumar, se le había acabado el tabaco. En la oficina estaba la chaqueta de su hermano. Moncho fumaba cigarrillos negros, no importó daba igual.  En el bolsillo encontró la foto…   

 

 

 

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