Strudel

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STRUDEL

por Cosme Fulanito

 

Vladimir era un gordinflón de esos que hay o se inventan en las escuelas para que los niños tengan de quién reír. Es el niño diferente que se necesita para comparar y establecer la propia normalidad. Hijo de Stockov, un rudo trabajador cuyo horizonte empezaba y terminaba en la fábrica de calzado deportivo Krushev, y de Shupeva, una búlgara mandona amante de los chocolates, Vladimir había fusionado los antagonismos de sus progenitores hasta llegar a su propia y particularísima personalidad.

Era bastante gordo aunque no obeso. El vicio de su madre lo había arrojado hacia una infancia netamente glotona. Pero su feroz apetito no se había limitado a los chocolates, sino que se había expandido velozmente hacia caramelos, galletas, confites y demás golosinas. Pero lo que volvería loco para siempre a nuestro regordete protagonista sería el tremendo strudel de su padre. Todos los sábados en la noche, Stockov preparaba, con dedicación y constancia, su única especialidad, herencia de su abuela alemana Sonnia, de quien algunas lenguas dicen supo ser una de las cocineras del Tercer Reich (las más aventuradas voces afirman que incluso habría mantenido una relación íntima con el Fuhrer hacia el año 1940, cuando ella era joven y hermosa y él planeaba la ocupación de Paris). El niño comía una y sólo una porción por día, excepto los domingos, que por ser día de fiesta se le permitían dos. De más está decir que por esta razón -y no porque podía ir al parque o jugar con sus ladrillitos o descansar- el domingo era el día preferido del muchacho.

En la escuela Vladimir era blanco facilísimo para burlas y bromas de variada índole. Todos los niños se reían de él, e incluso algunos maestros, como la señorita Stricta, quien solía reprenderlo por su pésima ortografía. Lo que  en realidad enfadaba a su maestra de Algebra era que Vladimir anduviera siempre con los cordones desatados. El nudo que le hacía su padre por las mañanas, mientras tomaban el desayuno, no duraba más que hasta el mediodía, cuando en el comedor algún niño -el pequeño Volkov o el cara-de-lata Misrianov o algún otro- le robaba el almuerzo y lo hacía correr de un lado a otro del salón como si fuera un perro torpe y hambriento, ante las risas cómplices de todo el colegio. Por lo general alguien se apiadaba de él y los malhechores accedían a devolverle el almuerzo. Exhausto, Vladimir se sentaba a comerlo. Mejor dicho a devorarlo. Mejor dicho a deglutirlo. Mejor dicho a ... Bueno, creo que ya se entendió.

Su madre Shupeva, hay que decirlo, no se esmeraba demasiado en el almuerzo de su hijo. Mientras otros niños se zampaban tremendas viandas, Vladimir debía conformarse con los dos menúes que su madre alternaba día por medio: salchichas con chucrut y torta de arvejas. Era muy pero muy difícil para nuestro amigo tener que resistir la tentación de robarle a Sharapova un pedazo de su budín de hongos, o al petirrojo Brussel un poco de ese caldo de gallina que olía como los dioses. El único consuelo para nuestro protagonista, la única razón por la cual no se lanzaba al acecho de los sabrosos platos de sus compañeros, era la certeza de que en el fondo de su bolsa estaba su salvación: la porción de strudel, su único amigo, su más fiel compañero.

Cuando devoraba el pastel Vladimir experimentaba un placer astronómico (nótese que no he dicho gastronómico sino astronómico); luego de hacerlo, un sosiego comparable únicamente al que sentía cuando algo malo le sucedía a alguno de sus odiados compañeritos de escuela. Su deseo era visceral, inhumano. Cuando lo tenía enfrente, el niño sufría una transformación bestial: sus pupilas se dilataban, litros de sudor caían de sus cabellos y su nariz resoplaba como la de un porcino. Cualquiera que lo viera afirmaría, como hago yo, que en ese momento Vladimir se encontraba mucho más cerca de un orangután que de un niño.  

Un día como cualquier otro estaba Vladimir dando los últimos bocados de su salchicha con chucrut, pensando en el strudel que lo aguardaba. Había sufrido las usuales bromas de siempre pero había salido prácticamente indemne de todas ellas. Hasta que el endemoniado Volkov, haciendo uso de su gran agilidad, se aventura debajo de la mesa y ata los cordones de los zapatos de Vladimir, archiconocida travesura cuyas consecuencias fatídicas no podía adivinar el pícaro muchacho. Nuestro protagonista se levanta a buscar la miel para echar al strudel y al segundo paso los cordones se tensan, haciendo que pierda el equilibrio. El niño ntenta recuperar el eje pero su gordura se lo impide y su cuerpo todo se balancea de izquierda a derecha como un columpio. En sus manos lleva el pastel y por nada del mundo lo va a soltar. Todas las miradas se posan en el tosco bulto de carne cuyo movimiento y destino parece librado al azar. No hay forma de detenerlo. La incertidumbre es total, no se sabe si Vladimir se va a dar de bruces contra la baranda de la escalera o si va a pisar algo y va a salir volando por los aires, o si milagrosamente lograrà establecerse y asirse a algún lado. Por momentos parece un cuerpo celeste que ha entrado en órbita alrededor de las mesas. Por otros, un equilibrista de circo -gordo- mostrando su última creación. Aunque si a la escena le sumamos una pieza de Schubert o Tchaicovsky, tenemos a un experimentado bailarín interpretando la Danza del Strudel. En cualquier caso la imagen es fantástica, extraordinaria, bella.

Hasta que alguno de los niños decide darle una resolución a la escena y coloca estratégicamente su pie derecho delante del de Vladimir. El muchacho trastabilla y el pastel se desprende de sus gordonas manos, volando por los aires. Vladimir lo observa atónito mientras cae sonoramente al suelo lastimándose codo, hombro y parte de la cara (el impacto podría haber sido mucho más trágico si no fuera porque la grasa panzuna ha actuado como un amortiguador eficaz). Sin preocuparse por las heridas, Vladimir se incorpora como puede y busca con los ojos el pastel: se ha estrellado contra la ventana que da al patio de juegos y está deslizándose lentamente por el vidrio. El muchacho no duda y se lanza a su encuentro, olvida que sus cordones continúan liados y se va otra vez al suelo. Las carcajadas no se hacen esperar, el júbilo es unánime entre los espectadores. Vladimir se incorpora ayudándose de una silla y comienza a dar trabajosos saltos en dirección a la ventana, sus oídos sordos a las burlas, la mirada fija en su anhelo.

Tras un esfuerzo sobrehumano parece que llegarà a la ventana. Es entonces que entra nuevamente en escena el pequeño Volkov, interponiéndose fatalmente entre el pastel y Vladimir. Este lo observa con ojos desorbitados; su semblante de fiera en celo parece inquietar a Volkov. El pequeño -que después de todo no es más que un cobarde- decide hacer uso de sus privilegios de líder y hace una señal con los dedos índice y mayor. Al instante, Misrianov y Bubbel -dos enormes muchachos de sexto que ya tienen pelos en la barbilla- acuden al servicio de su amo. Los mastodontes apresan a Vladimir con una pinza doble y lo retienen firmemente mientras Volkov toma pedazos de pastel con las manos y empieza a comerl. En una gran actuación simula disfrutar de un manjar exquisito. El rostro de Vladimir está absolutamente desencajado.

El pequeño Volkov alimenta la furia del muchacho al pasar su dedo índice por el vidrio, sacando los últimos restos de strudel. Luego se los muestra a su víctima con cara de "¿Quieres un poco?". Vladimir experimenta una sensación parecida al odio pero que está mucho más allá de toda otra cosa que haya sentido jamás. Antes dijimos que cuando está a punto de comer el pastel es una bestia salvaje; imagínenlo ustedes ahora: el niño es un tifón de esos que arrasan ciudades enteras, un maremoto de dimensiones colosales, un volcán gigantesco como los que hay en Marte a punto de hacer erupción luego de mil millones de años de acumular fuego en sus entrañas. Su corazón lanza oleadas de sangre en ebullición hacia todos los rincones de su cuerpo, sus ojos se ponen rojos como la sangre misma y sus brazos son dotados de una fuerza inusitada. Los niños lo notan súbitamente: Volkov observa el semblante de Vladimir y sufre un escalofrío premonitorio, los otros sienten que ya no podrán retener al niño por mucho más tiempo; los tres se miran y descubren en el mismo instante que algo malo, muy malo, va a suceder.

Y lo malo es que Vladimir se suelta y se lanza con violencia hacia el dedo del pequeño rufián. No se detiene en la minuciosa tarea de discriminar pastel de dedo, de un mordisco engulle todo. Mastica durante un rato -los huesos lo demoran un poco- y tras identificar el nuevo sabor descubre que no le es ingrato. Acto seguido, haciendo caso omiso a los aullidos de dolor que emite Volkov, Vladimir acomete hacia el índice. Lo arranca de cuajo con un soberbio tarascón y lo deglute en un tris. Le siguen, en este orden, anular y mayor, que tienen para nuestro ahora caníbal protagonista un sabor muy parecido. Tiene algunos problemas para desprender el pulgar pues la articulación de la falange es mucho más grande y resistente que la de los otros, pero finalmente lo logra y adentro. El muñón resultante echa sangre que da miedo. Vladimir se echa cual vampiro al suelo y bebe salvajemente el líquido rojo.

Tras un fallido intento por detenerlo, una diligencia de niños ha ido a avisar al director. El señor Pushevski llega al comedor y observa el espectáculo atònito. Tras algunos gritos y golpes que no consiguen detener la carnicerìa, el director corre a su despacho y saca del segundo cajón del escritorio una pistola rusa calibre 22. Jamás la ha usado antes, pero sabe que de ser necesario no le temblará el pulso. Cuando se encuentra frente a Vladimir, le apunta al entrecejo y le dice: "Muchacho, si no dejas eso tendré que dispararte… Me oyes?". Vladimir no parece escuchar, entonces el hombre lo patea firmemente en la espalda, sube la voz y dice: "Déja eso o me veré obligado a matarte". Pero Vladimir sigue en lo suyo: habiendo deglutido lo que quedaba de la mano, sube ahora rápidamente por el antebrazo, masticando y tragando a altísima velocidad. Está absolutamente enajenado, sordo y ciego. Pushevski le pide a un ayudante que se lleve a los niños que quedan y apunta el arma hacia la pierna izquierda de Vladimir. Cierra los ojos y dispara. El niño acusa el golpe, pero aún le quedan fuerzas y sigue devorando a su compañero que ya no da señales de vida. El director dice algo ininteligible mientras coloca la pistola en la nuca de Vladimir, evocando a su Dios, pidiéndole opinión o permiso. Observa el cuerpo despedazado de Volkov, aprieta los dientes y descarga la bala mortal. 

Un silencio sepulcral sucede. Se escuchan pasos en el patio y el piar de unos pajarillos. El director contempla los dos cuerpos inertes en el suelo del comedor. Luego oye un agudo gemido proveniente de un lugar cercano. Gira. Busca a su alrededor pero no ve a nadie. Otra vez el gemido. Se agacha y descubre a Mileva, una niña de segundo grado que, escondida debajo de la mesa, lo ha visto todo. La niña lo mira a los ojos y deja caer una lágrima que se mezcla con el río de sangre que corre desde el brazo de Volkov. La imagen es bella.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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