La Inspiración Como Un Manto De Penumbras

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Esa noche soñé con desconocidas formas oscuras y sensaciones extrañas y opresivas, aunque no creo poder llamarlo una pesadilla. No sufrí ninguna clase de abatimiento anímico, ni terror ni sobresalto, al menos de manera explícita. Recuerdo un rumor latente acechándome la espalda, que parecía en parte inspiración de alguna clase antes que zozobra; la otra parte atizaba mi curiosidad al simular ocultarse justo detrás de mi escaso entendimiento onírico. Desperté con la necesidad... no, con la motivación de escribir acerca de algo ominoso y arcano, tarea que se me venía escapando desde que se me presentó como interés unos meses atrás.

Suelo manejarme en terrenos literarios más realistas e inocentes, pero por circunstancias aleatorias me fue surgiendo la idea de incursionar en otros géneros más aventurados, decantando en particular, luego de algunos intentos poco satisfactorios en variados tópicos que acabaron inconclusos, por el del horror.

La fuerte saturación grisácea de la luz que por la ventana anunciaba en mi cuarto la mañana, más los graves tintineos de las ventanas que persistían a la par de un murmullo de hojas resecas y agrietadas ramas sacudidas con tempestuoso frenesí, construyeron en mi mente recién despabilada la postal irrevocable del final del otoño.

Desayuné con mi cuerpo envuelto en una mecanicidad atribuida al vagar de mis pensamientos, que se abstraían hacia esa serie de eventos ficticios que viví en horas anteriores, desenfocados y alejados por mi transición a la vigilia. Cuando me di cuenta, mis manos jugaban con el picaporte que abría la puerta de mi despacho, habiendo recorrido todo el camino desde la cocina hasta la pequeña habitación de la planta alta, escalera mediante, sin haber reparado en mis acciones físicas a lo largo del trayecto.

La perilla estaba fría al tacto pero no de una manera incómoda, y giró con facilidad ante la presión de mis dedos para dejar que la puerta se abriera suavemente. La descolorida luz del exterior llegó hasta el moderado escritorio y la silla que ocupaban casi por completo el espacio de ese nicho sin aperturas al exterior, pero el recluido conjunto se encendió, sin embargo, con un color más cálido y recibidor que el del resto de las habitaciones, un sutil fulgor anaranjado que encajaba muy bien junto al oscuro roble de los muebles, y que se derramó sobre el montón de hojas blancas con una delicadeza bastante sugerente.

La inspiración me cubría extendida como un grueso manto, y se había apuntalado con firmeza en el transcurso de la mañana. En lugar de huir de su voracidad, recibí su ímpetu y la gentileza con la cual se presentaba y me senté en la habitación, sin molestarme en cerrar la puerta, ignorando de todas formas el resto del mundo.

En las siete páginas que se manifestaron con sobrenatural fluidez mientras la labor pudo seguir ininterrumpida, hubo acaso un germen de los paisajes ilustrados en las horas previas a la fría consciencia, pero bajo una posterior inspección resultaron no ser más que escabrosos reflejos de las ideas acontecidas en la penumbra del sueño. Era un comienzo, a pesar de todo, y contenía incluso en lo profundo de su concepción ciertas promesas que no tardaría en reclamar. La incipiente prosa borboteaba con aromas llamativos, rumiaba el aire bajo el manto como un animal inquieto pero precavido, un poco hambriento, pero paciente.

Fue el timbre lo que logró expulsarme del estado de trance, aunque sería deshonesto afirmar que lo consiguió al primer intento. No había pensado en ella desde que la invité a pasar el día, y tal vez la noche, y desde aquella comunicación habían transcurrido más de doce horas. Ahora llamaba en mi puerta y mi cerebro debió reconectar con la realidad tan rápido como le fue posible. Contemplé las hojas frente a mí por un instante, como si no las reconociera, y luego las olvidé al siguiente llamado del timbre, levantándome a recibirla con una prisa que trató de compensar aquel singular estupor.

Su justificado enojo inicial ante el retraso fue desestimado y reemplazado por alegría al enterarse del motivo por el cual ocurrió, pues ella sabía de los bloqueos artísticos que yo estaba experimentando durante esos últimos meses. Esto no hizo que yo dejara de disculparme, sin embargo.

Dedicamos la tarde a combatir el frío de principios de junio con la calidez de la charla, el café y los afectos físicos. Le recompensé la involuntaria espera preparando una merienda dulce y abundante que disfrutamos en un humor plácido salpicado por el murmullo irregular de la fina lluvia de la tarde. El humo de tabaco envolvió la escena como un filtro con olor a viejos recuerdos.

El sopor que nos indujo la apagada iluminación precrepuscular que caía a través del ventanal de la sala me retrotrajo al proceso creativo que había experimentado horas atrás. No muy seguro de en qué había consistido, fui a buscar las hojas, y me dispuse a leerlas ante su petición.

Las palabras recitadas parecían provenir del tormentoso exterior. Las oraciones no causaban en ella mucha más impresión que en mí, que las reconocía, pero con una vaguedad que se emparejaba con el excepcional carácter de la inspiración que las produjo.

El relato entregaba claros indicios de acercarse, a medida que progresaba, al género que yo estaba buscando, y sin embargo poseía una sutileza al respecto que me enorgulleció. Cierta extrañeza envolvió este sentimiento, ya que contaba la primera vez que semejantes delicadezas se manifestaban mediante una cortina de abstracción de tal opacidad. Bajo los elogios de mi entrañable apreciadora, envolví estas sensaciones en una nota optimista, y aseguré mi propósito de realizar subsiguientes intentos literarios, más contundentes, en la dirección que había demarcado. Confiaba en que la inspiración gravitaba ya no muy lejos y que poco tardaría en tocar otra campana; si la melodía que surgiere me hipnotizaría una vez más o no era, a efectos prácticos, una interrogante secundaria.

Transcurrió el resto del día con ánimos positivos, y para la noche, luego de la cena y el sexo, me encontraba con la cabeza relajada y, por lo tanto, abierta. Así cerré los ojos. Así me relajé y me dormí. Aunque no por mucho.

Me desperté descansado, lo que me desorientó, pues no estaba seguro de que el reloj hubiera adelantado más de una hora. Cuando a mi mente acudió un poco más de claridad, me levanté y eché a andar con rumbo fijo, razonando y descartando un caso de sonambulismo en el instante. Estaba yendo al estudio, mientras imaginaba cómo latían las hojas blancas a la espera de mis apresuradas aunque vivaces creaciones. Era una imagen algo tétrica bajo esas circunstancias, pero mi cuerpo se sentía por fuera de los circuitos que conformaban mis emociones, lo que produjo que la recibiera con indiferencia. Sospeché que esta era la verdadera forma en la que la necesidad de dormir se hacía presente.

La perilla estaba más fría que en la última ocasión, y me causó un malestar agradable. Mi percepción, de cuestionable eficiencia en esos momentos, extendió esta sensación en el tiempo hasta fundirla ya con la nueva tinta impregnándose en el papel.

El flujo de ideas danzaba sobre la frontera entre el sueño y la vigilia, sus pasos desdibujando la línea divisoria y convirtiendo el intercambio en algo tan etéreo que mi propia consciencia fue deshaciéndose de sus bordes hasta mezclarse con el acto mismo.

 

Sentada frente a mí, asentía con una sonrisa. Su expresión era balsámica, pero después de observarla fijo unos momentos, noté que poseía rasgos de condescendencia. Mi desconcierto me hizo fruncir el ceño. Antes de que pudiera mirar alrededor, ella lo notó y me repitió lo que había dicho.

—Que sí, que lo voy a leer con gusto.

La frase fue acompañada con un palmeo sobre el pilón de hojas que había en el escritorio. Tenía una altura considerable. Otra vez me había abstraído por completo, pero el producto ahora era mucho más sustancioso, con certeza debido a que mi proceso creativo no había sufrido ninguna interrupción. Me pregunté cuánto habría durado, y busqué en vano el reloj de aquella habitación. No había ninguno allí, ya que representaba una posible distracción.

Detrás de ella, la ventana abierta iluminaba el ambiente con el mismo tono que el día anterior. Esto me ayudó a deducir que era de mañana. Probablemente, un horario cercano a las diez.

—¿Setenta páginas, eh? Me va a llevar un rato.

¡Setenta! Sí, ese era el número correcto. ¿Qué había en ellas?, me pregunté. Por ahora, confusión, pensé. Lo que también sabía con certeza era que el trabajo estaba terminado.

‒¿Estuviste despierto con esto toda la noche?

—Sí ―respondí. Era obvio. Y allí surgió un consuelo para mi: estaba descansando mal, durmiendo poco, y eso hacía que me abstrayera o me olvidase cosas. Un poco preocupante tal vez, pero nada extraño.

Miré la primer hoja, viendo que al parecer solo tenía escrito el título que le había puesto a la obra, pero no pude discernir las palabras. Me sentía muy mareado.

—Yo voy a leer todo esto, pero vos mientras tenés que descansar. No me molesta: estaré tranquila toda la tarde, no te preocupes. Tratá de dormir un buen puñado de horas, así estás lúcido para cuando te dé una devolución.

Acostarse fue como zambullirse en un lago templado. Mi cuerpo expulsó todas las tensiones físicas y mentales en cuestión de segundos, y pocos instantes después yacía inconsciente.

El sueño fue relajante; hubo en él una claridad que hace tiempo no experimentaba. Estuve paseando por un diáfano limbo, que me hacía sentir realizado y tranquilo. No aparecieron sombras, no se manifestaron sensaciones que pudiera querer transmitir a un papel; solo sentí una abundante calma, limpia y genuina.

Cuando desperté, mis energías parecían completamente renovadas, y daba la sensación de que había conseguido tal logro al haber estado en un letargo tan extenso como una estación. El clima que apreciaba era ciertamente otro.

Percibí mis ropas sobre mí aún dentro de las frazadas: al acostarme me había desplomado sin preparación alguna. Reí con buen humor, elongando las suaves carcajadas durante un rato. En cierto punto, sin embargo, oí que comenzaban a sonar cada vez más chillonas, transformándose poco a poco en una especie de aullido. Cuando detuve mi risa descubrí con horror que el aullido continuaba creciendo.

Me incorporé de un salto en la cama. La estridencia era cada vez más nítida, e inundó con rapidez mi habitación. Ahora que ya estaba descansado, no tardé en comprender la situación; fue la conmoción lo que me mantuvo inmóvil durante esos instantes. Mientras más se escuchaba el inquietante alarido, mayor era el estupor que me dominaba.

Reaccioné queriendo compensar los segundos perdidos, y bajé al suelo ya corriendo, descalzo, hacia la puerta de la habitación, hacia la escalera. La ventana filtraba una luz débil, febril, en la que no reparé en ese momento. Mis pasos se apuraban cada vez más a medida que los gritos aumentaban en volumen y en desesperación. Bajé la escalera a un nivel peligrosamente rápido y tuve la suerte de no caer, pero al llegar al pie de esta sentí que me desplomaba en el suelo de la sala.

La poca luz débil y febril, artificial, que provenía de fuera, era la única que maldecía la sala.

Sus ojos brillaban apagados, llenos de terror, mirando a la nada, aunque contemplando lo que parecían terribles realidades; estaban rojos, inundados e hinchados, lastimados de tanto llorar. Manchaban su rostro las lágrimas y la sangre, cubriendo cortes y arañazos que aún en ese instante se provocaba con sus uñas. Su cabello lacio ya no caía, sino que formaba remolinos desquiciados, girones rotos que parecían inflados de locura. También cubiertos de flagelos, sus brazos se retorcían con espasmódica violencia, reproduciendo con creces los temblores que experimentaba el resto del cuerpo; los insoportables lamentos que profería su boca deformada por el espanto sugerían hacerla vibrar como un muñeco perverso.

No podía hablar. Todo el sonido que cabía en ese lugar salía de ella. El aire lo usaba todo ella. Sentí que me faltaba. Mis oídos castigados comenzaron a acoplar las vibraciones que ella sufría, y temí que me absorbieran a mí también; pronto mi cuerpo empezó a temblar, aunque solo era una indirecta reverberación de su padecimiento.

La ocurrencia de ser el único de los dos que podía actuar logró que no me dejara caer en la parálisis absoluta, y comencé a respirar forzosamente. Presencié la escena con apenas algo más de distancia, y percibí algo más del panorama entre los escasos haces pálidos que se colaban desde la calle. 

Sobre la mesa junto a ella había un plato dulce de lo que había sobrado del día anterior, un par de cubiertos, y junto a estos estaban las hojas, arrugadas, revueltas, pero aún formando una precaria pila.

Con mi mayor esfuerzo solo pude titubear, pero bastó para que ella reconozca mi presencia. Lo que ocurrió luego contradijo por completo mis expectativas.

Su enajenada mirada se posó sobre mí, y por un breve instante ella quedó inmóvil. En un parpadeo, lo que tardó en quebrarse su ensimismamiento, cobró noción de las circunstancias, y saltó con fuerza hacia atrás, hasta golpearse contra la pared. Aterrorizada, se alejaba como podía, y solo conseguí levantar un brazo y dar un paso en su dirección. Se encrespó más incluso, cosa que no había creído posible, actuando como si quisiera escapar de su propio cuerpo. Y volvió a aullar tan lastimosamente, aunque esta vez mediante palabras, lo que lo hizo aún más horroroso.

—¡No te acerques!

No fue el comando, sino el contexto, lo que logró mantenerme en el sitio. El pavor se expandía en el aire como una niebla maliciosa que bloqueaba la cordura y se interponía entre nosotros. Se apoderaba de mí una progresiva impotencia que pujaba porque el estoicismo domine la situación, pero intenté seguir luchando y di otro paso hacia adelante.

La inmediata respuesta surgió ya por instinto.

—¡No te me acerques!

Estupefacto, me animé a hablar, pero sus gritos oprimieron cualquier intento por controlar la situación, ahogando mi intención en un mar de demencia.

—¡No te me acerques! ¡No te me acerques!

Las olas de ese mar rompían entre nosotros y me salpicaban con una mezcla de miedo y tristeza.

Razoné que podía callar mis palabras, pero no podía frenar mis pasos así que me animé a dar un par de pasos más, moderados, sutiles. Pero aplicar la razón no servía de nada en esta disyuntiva.

Abrió más los ojos, las cuencas rojas, negras, violáceas, y se enderezó con expresión hostil. Extrajo de un bolsillo su encendedor. Dirigió su vista hacia la mesa, hacia las hojas, y gritó, gritó como si la oscuridad que la poseía no la dejara hacer otra cosa, como si el llanto quemara desde lo profundo de su pecho, y en un segundo se acercó y encendió las hojas. Las llamas se elevaron con prisa, acaso alimentadas por su dolor.

Mi sobresalto me permitió hablar, e inquirí la cuestión con un tono de voz nervioso y elevado, que no resultó salvo en empeorar la situación. Envuelta en desesperación, tomó el cuchillo que había sobre la mesa y lo volvió hacia mí, amenazante. En su rostro se dibujaban figuras angustiadas y fantasmales que danzaban como un reflejo del fuego que ardía a su lado.

Empezó a arrastrarse contra las paredes, y pensé que al fin se estaba acercando a mí, pero no tardé en percatarme que se aproximaba en realidad a la puerta de entrada. El cuchillo no dejaba de apuntarme con un movimiento convulso, y di dos pasos hacia atrás a medida que ella avanzaba, aunque sin querer que consume sus intenciones. Quise armarme de fuerzas, aprovechando que sus gemidos disminuían, que se concentraba en moverse y parecía desalterarse, pero frustró mi último intento de llegar hasta ella blandiendo el filo con irrevocable rechazo. Mortificada, con la respiración raspando su garganta, pronunció sus últimas palabras, enmarcadas como un susurro que fue tan fatal como los previos alaridos.

—No te acerques.

Abrió la puerta en un agitado movimiento y se escabulló fuera de la casa. Me quedé en el lugar, aún a milenios de alcanzar un desdichado fragmento de entendimiento. Segundos después me dirigí hacia la puerta y me asomé hacia la fría noche. La oscuridad cubría todo con su manto de penumbras, y las frágiles luces de la calle poco éxito tenían en combatirla.

La busqué por ambos lados hasta que la discerní a lo lejos ya, estremeciéndose como una figura de pesadilla. La vi perderse en la noche, huir corriendo de una forma tan lastimera que parecía, al mismo tiempo, que se arrastraba con desesperación.

La perdí de vista al cabo de un rato, pero por otro no moví ni un músculo. Mi mente sufría una conmoción que consideraba enterrar bien oculta antes que enfrentarla a esas horas malditas. De a poco fue purificándose mi ánimo, con mis convicciones ya diezmadas.

Volví a la sala y contemplé la pila negra sobre la mesa. El vestigio de una fantasía que no había logrado ser más que una burla cruel.

Dejé todo como estaba. No me atrevería a tocarlo esa noche, no. Subí las escaleras con los pies pesados, como si arrastraran tras de sí mi cuerpo ya desmoronado.

Contemplé mi cama con plácida satisfacción.

Sentí que me urgía descansar, soñar otra vez una historia.

¿Sería la misma? ¿Sería una nueva?

Solo había una manera de averiguarlo.

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