Los Ojos Del Pozo
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De chico vivía en un pueblo del sur que lindaba con los bosques que precedían a la cordillera. No pretendo ser más específico. Con bastante seguridad sé que mantener en secreto su ubicación exacta no sirve de absolutamente nada, pero el nombre del lugar en sí ya evoca, por asociación, en mi cabeza un terror de tal magnitud que la mera pronunciación del mismo me parece la antítesis misma de la cordura. Tal vez el lugar no sea especial; tal vez sea uno más de un gran número en el mundo, pero quién soy yo para conocer esa respuesta, para averigüar si hay otros, cuando ser testigo de solo uno ha alcanzado para destruirme.
En mi casa familiar al márgen de aquel pueblo, mi patio era el bosque. Los picos nevados de los Andes no tardaban en ocultarse tras la fronda de los árboles cuando me aventuraba entre los pasillos silvestres que entre ellos se abrían como una invitación muda y siempre presente.
Mis padres habían sabido iniciarme y acompañarme en algunos paseos, pero el mérito de la exploración era casi exclusivamente mío. Conocía muy bien muchas de las raíces entre las que saltaba, los primeros manojos de bifurcaciones del camino, el arroyito anónimo que acostumbraba sortear sin problemas cuando doblaba hacia los recovecos del norte, la pequeña cueva hecha de troncos caídos y apilados que me esperaba siempre que encaraba hacia el oeste. Era joven y mis pies tenían el poder de conquistar la tierra que iban pisando, y era mi pecado más honorable el sentirme dueño de todos los caminos que recorría y de los que me quedaban aún por recorrer.
Los del sur fueron los últimos en ser descubiertos, debido en parte a la relativa dificultad que presentaba su naturaleza ligeramente escarpada. Su mayor proximidad a las estribaciones montañosas era la causa de su presunto aire de territorio virginal. Si bien ya la sentía propia, esta región se abrió a mi iniciativa recién a una edad adolescente. Fui adentrándome en la zona poco a poco, develando uno a uno sus espacios en sucesivas expediciones, tratando de aprender y asimilar sus silencios y sus murmullos.
La senda más austral del conjunto se adentraba, en contradicción con las otras, en una ligera depresión progresiva del terreno, cuyo entorno iba oscureciéndose como si allí el aumento de la latitud hiciera notar sus cambios característicos en un trecho desproporcionadamente corto. El sendero natural, a esa altura, no era más que un resabio que sugería un abandono a lo largo de los siglos. Una tarde fría de otoño, donde las nubes oscuras amenazaban con caer sobre el techo verde que había sobre mí de un momento a otro, donde el sol se hallaba doblemente vedado, llegué al final del camino. Frente a mí aparecía un parche circular de terreno sin árboles, de unos quince metros de diámetro, con una protuberancia simétrica en el centro.
Di un paso hacia la estructura, y mi pie se hundió un poco en el terreno. Incluso allí, en lo que se anunciaba como un claro, las coníferas cubrían el cielo por completo, pues su tamaño era monstruoso. En la penumbra que se rescataba, fruncí los ojos para observar el suelo. Aparecía tan lleno de agujas sobre agujas en descomposición que se mostraba como un pantano espeso. Había, sin embargo, firmeza bajo la sensación acolchada inicial, y a continuación me atreví a dar unos cuantos pasos más, cuidadosos, y fui discerniendo la estructura como la boca redonda de piedra que era. Su altura no superaba mis rodillas. Llegué junto a ella y examiné las maderas precariamente clavadas que la cubrían, maderas de otra época, tan podridas que parecían resignadas a esperar el día en el que por fin un visitante llegase y las deshiciese con la mirada. Sobre las tablas, de forma tosca e irregular, casi convulsiva, había tallado un buen número de símbolos e inscripciones inentendibles. En esa época yo solo dominaba un idioma, el materno, pero presentí de inmediato que aquel que aparecía sobre la madera ante mí no sería posible aprenderlo jamás. Hoy tengo la certeza de que el tiempo había erosionado el significado de las figuras en las tablas hasta hacerlo desaparecer, siglos antes incluso de que yo llegara a profanarlos.
Me atreví, sin sorpresa, a retirar la tapa del pozo, y al arrancarla con mis propias manos no presentó mucha resistencia. Arrojé los trozos en derredor y me incliné sobre la boca de piedra. Dentro, solo negrura para mis ojos. Para mi nariz, un hedor pervertido que me habría hecho vomitar de haber tenido el estómago algo sensible esa tarde, ya que arcadas me trajo de sobra. El horrible olor fue expandiéndose y difuminándose mientras yo recuperaba la compostura. El pozo parecía exhalar un aire ligeramente cálido y brumoso. Era una corriente casi imperceptible pero, en medio de la quietud de aquel recóndito escenario, se hacía notar. Tomé una piedra de gran tamaño en una mano y, tapándome la nariz con la otra, me acerqué hasta el círculo oscuro otra vez, y la arrojé. Esperé, con la vista hacia las profundidades, un sonido que nunca llegó, y cada segundo que permanecí allí parado esperando en vano engrandeció una inquietud que amenazó al fin con devorarme, por lo que terminé echando a correr, y desanduve el camino hasta mi casa en un borrón fugaz que luego ni recordaría.
La rutina de la secundaria de los exámenes y los amigos solía mantenerme alejado del bosque a intervalos regulares; convenientemente en estas circunstancias, me mantuvo alejado un par de meses, aunque no me animaría a negar que hubo cierta pulsión inconsciente que se alegraba de mantener la distancia. Volví a adentrarme en él llegado el invierno, hacia el arroyo del norte o la cueva del oeste, pero nunca hacia los caminos del sur. Logré evitarlos por el resto del año sin darle mucha entidad en mis pensamientos y mi mente, por fortuna, no insistió.
Llegado el verano, el evento del pozo era un recuerdo difuso, y su magnitud repulsiva se veía reducida a una simple autosugestión por el espíritu vivaz de la estación. La curiosidad fue ganándole terreno al instinto, y un día de sol y calor, casi con premeditación, volví a encarar en dirección sudoeste.
Como temía, aunque esperara lo contrario, avanzado el trayecto se hizo evidente que no habría mucha diferencia entre un día soleado o nublado: el sendero se sumía en penumbras a medida que me escabullía entre los pinos cada vez mayores. Con cautela llegué al claro que no era claro, sino oscuro, y demoré en pisar dentro de él. Los rayos del sol no penetraban en aquel espacio, pero al menos sentía su calor, y eso aflojó las supersticiones que había arrastrado por meses. Reingresé en el círculo desprovisto de raíces y avancé mirando en todas direcciones, examinando el lugar, buscando señales de algún cambio. Todo seguía igual. Los restos de los tablones que había esparcido la vez anterior estaban en donde habían quedado, deshechos casi por completo.
Me aproximé calmado al circulo de piedra, con el olfato atento, pero aquella podredumbre que había experimentado la vez anterior ya no parecía estar presente. Con recuperada confianza, llegué al borde del pozo y me incliné sobre su boca para echar una mirada adentro: allí me esperaba la misma negrura. Me quedé observando unos segundos hacia abajo, preguntándome qué sucedería si se apartaran los árboles, si se mostrara el cielo sobre mi cabeza y la luz solar cayera directa sobre la abertura; me perdí en una asociación de ideas que acabó por resolver que buscase otra piedra para arrojar al pozo. Seguía con la vista fija hacia la nada del abismo, a punto de apartarme, cuando comencé a apreciar algo extraño en el fondo. Agaché mi cabeza, como si fuera a ayudarme a ver mejor, metiéndola en el hueco de piedra. La oscuridad ocupó mi campo de visión por completo. De a poco fui notando algo en ella, que aún hoy no sé cómo explicar. El fondo de negro absoluto cambiaba bajo mi mirada pero, a la vez, yo estaba seguro de que no se estaba moviendo; formas sin sentido se manifestaban ante mí, formas que jamás había visto antes, formas que excedían de alguna manera la geometría y la perspectiva que acostumbraban los demás objetos del mundo, formas y figuras que eran parte de la oscuridad misma y que no podían ser entendidas por las dimensiones de la mente humana, como si se asomaran desde el umbral de un universo mil veces más complejo que el nuestro y su sola existencia tuviera el poder de reducir la nuestra a polvo, y en el centro del circulo abismal que era el pozo que era el centro del círculo del claro del bosque que no era claro sino una penumbra que envolvía el conjunto, unos ojos surgieron, dos cuencas infinitas que no eran ojos pero miraban infinitamente desde el mar de figuras sin forma que no dejaban de cambiar aunque no se movieran, que no dejaban de acechar y se grababan a fuego en una mente que no podía comprenderlos. La mirada del abismo de esos ojos que no eran nada y eran cosas que no podía comprender me atravesó, me paralizó, hasta que el temor logró arrojarme hacia atrás y caí de espaldas al suelo. Fui recuperando mis facultades sensoriales con la lenta sucesión de momentos que transcurrió a continuación; fui recordando cómo respirar, cómo ver, cómo pensar, cómo moverme, y retrocedí arrastrándome hasta el perímetro de pinos, con la visión de esos ojos todavía flotando en el centro de mi conciencia.
Sé que en esos instantes desgraciados se me mostraron más cosas, que de soslayo percibí lo que semejaban muchos ojos más, y agradezco a mi cerebro haber carecido de la capacidad para racionalizarlos, pues los dos que enfrenté de lleno fueron ya dos más que lo que un ser conciente jamás podría necesitar.
Entonces caí de golpe en la cuenta de que el aire estaba brumoso, y abundaba en podredumbre, y que se había metido dentro de mi lenta, gradualmente, sin que yo me percatara, y que su alcance se había extendido mucho más allá del círculo yermo, y que todas las agujas y las ramas y los troncos circundantes se habían vuelto más grises, como si un filtro ante mi rostro me arrebatara con sutileza la percepción del color, como si la realidad fuese perdiendo fuerza ante la presencia del pozo. Y yo, en medio, era una parte más de aquella corrupción de las leyes naturales, de aquel rincón donde la materia y la energía parecían derrumbarse, era uno con el hedor, con la penumbra, con la nada que era algo que no existía, con la oscuridad y el bosque marchito, con las figuras sin forma y los ojos que aún me miraban a pesar de que yo ya había empezado a correr, a huír por los caminos a través de los árboles, hacia el verde y el calor y el color y el aire puro y el sonido de los pájaros y los insectos, hacia el mundo. Pero los ojos me siguieron mirando, a pesar de que en toda mi juventud no regresé a aquel lugar.
Durante un tiempo asumí los espejismos que presenciaba como un vestigio justificado del trauma que había experimentado aquella segunda vez en el círculo. Una imagen tenue, más imaginada que real, como un rescoldo moribundo que se aferraba a mi psique. De vez en cuando, con las sombras de la noche envolviéndome, cerraba mis ojos y ante el velo de mis párpados volvía a recordar aquel par de formas exóticas que me habían mirado, destacando con un brillo oscuro e imposible.
Confié en que, con el paso del tiempo y mi resolución de no volver a pisar aquellas tierras, pronto ese brillo se iría apagando. Sin embargo, la inquietud me invadió al descubrir con los meses que este no hacía sino incrementar. A esta altura ya estaba terminando el colegio, y decidí continuar los estudios bien lejos de mi hogar. El día que me despedí de mis padres pude ver aquel mismo fulgor infernal superpuesto en sus ojos, y tuve que desprenderme de sus abrazos y apurar mi partida sin poder darles una explicación convincente.
En vano rogué porque alejarme cientos de kilómetros sirviera de algo: aquella mirada me siguió imperturbable, e incluso se hizo más nítida con el correr de los años.
Comencé a evitar los rostros de la gente, me volví evasivo, excéntrico, maniático, ermitaño, la gente con que que trataba me tenía lástima y rechazo, y yo a ellos les tenía miedo, o les tenía miedo a los ojos que cobraban más fuerza cuando invadían sus rostros, ojos que se manifestaban ahora ante mí incluso en la seguridad del día, ante una luz diurna que ya no podía ocultarlos. El único momento de gracia que poseía eran mis horas de sueño, donde con suerte solía experimentar pasajes libres de aquella sobrenatural opresión. Digo con suerte ya que, por supuesto, la propia constante sugestión me plagaba de pesadillas con una regularidad espantosa, pero en un sentido agradecía aquello porque era mejor soñar una aberración sabiéndola artificial que vivirla con certeza inescapable. Probé con la ayuda de psicólogos y hasta místicos, pero pronto renuncié a tales intentos. Nada me traía alivio. Ahora lo sé. No hay cura para algo que no es enfermedad. No hay cura ante la liberación de los horrores que moran en los bordes del mundo.
Completé mis estudios a tiempo con las últimas etapas del cáncer que afectó a mí madre durante mi ausencia. Ella ya estaba restringida a la cama para cuando regresé a casa. Realicé esfuerzos sobrehumanos para mirarla a la cara, para darle esa pequeña satisfacción, y cada vez que lo lograba me devolvía la mirada aquella fiera desesperante. Ya no recordaba el color de los ojos de mi madre. Di lo mejor de mí, a pesar de todo. Ella partió poco después, en relativa paz. Me consuelo al saber que mi padre la acompañó como no pude hacerlo yo. Él se marchó a vivir a Buenos Aires luego de eso y me dejó la casa. Jamás les había confesado mi sufrimiento a mis padres. Cuando era chico no me animé, y ahora ya era tarde. Yo no quería quedarme allí tampoco, pero tenía cosas que hacer antes de irme.
En el transcurso de varias semanas conseguí materiales y herramientas, y adquirí los conocimientos necesarios para la labor que me proponía. Transporté, con paciencia y la ayuda de una carretilla, a lo largo de los días, las bolsas de cemento, las maderas, las sogas, los alambres, y de alguna manera hice llegar la mezcladora, a través de las raíces y el terreno que a veces era de piedra escarpada. Fui colocando todo en el límite del círculo, que me recibía como si no hubiesen pasados los años. El fulgor del pozo restallaba en mi mente como si supiera lo que me proponía, y la visión de sus ojos era tan sólida que me hacía doler la cabeza. Tratando de no exponerme a tal calvario por ratos demasiado largos, me tomé varios días en armar la estructura, hasta que la gruesa circunferencia fue llenada con cemento y la figura fue formada. Utilizando las sogas y las madera me las arreglé para mover por mi cuenta el plato gigante de mil kilos hasta colocarlo y asegurarlo sobre la boca del pozo. No miré por última vez hacia abajo, pero no era necesario: en cierto sentido, hacía casi diez años que no dejaba de hacerlo.
En la parte exterior de la tapa había esbozado un precario “NO ABRIR”, que no representaba ninguna clase de conjuro. Era simplemente una advertencia. Me retiré del bosque, un poco más aliviado, y en los meses siguientes abandoné mi hogar de la infancia. Nunca volví. Puse la vivienda la venta a un precio ridículo para evitar que nadie se interesara por aquella región.
Ha pasado un tiempo de calma, durante el cual los ojos de la negrura retrocedieron, dieron paso a días limpios y noches soportables, a una calma mayor que cualquier felicidad. Casi he cometido el pecado de atreverme a llevar una vida normal. Con aplomo un día noté que los ojos ganaban terreno otra vez, y a un ritmo vertiginoso. Sus oscuras formas irreproducibles y su resplandor que era oscuridad pura se asentaron en mi cabeza con más furia que nunca. No solo eso, sino que comenzaron a crecer dentro de la visión de mi mente. A acercarse.
He tomado medidas drásticas al respecto. Luego de completar este relato me quitaré la vista. Ya no lo soporto. No servirá para aliviar las imágenes, pero al menos ya no cometeré la atrocidad de cotejar la imagen de la realidad con aquella imposible pesadilla. Me dejaré absorber por la oscuridad, y me quedaran unos recuerdos difuminados de todo aquello que supo en un pasado ser normal.
Los ojos crecen con rapidez, cada vez más. Los siento moverse, aunque no se muevan. Siento como ascienden por el pozo, hacia la tapa de cemento.
No falta mucho para que la atraviesen.