Tardes De Domingo En Primavera

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Tardes de domingo en primavera

La mañana del 25 de septiembre coinciden por casualidad. Abel Guerra regresa de ver a su hermano, Carlos, que es capataz en el aserradero que queda en la salida norte de Valle Angosto. Fue a pedirle algo de dinero para cocinar. En casa la heladera está vacía.

Es el menor de los 3 hijos de Ángela Ortiz, quien por una caída del caballo está confinada a la silla de ruedas.

Corta camino por tras del templo cristiano y lo encuentra. Se saludan y conversan un rato largo. Se despiden con un beso y Abel lo empuja cuando trata de abrazarlo. Mira en todas direcciones en busca de un posible testigo. Nadie. Le devora la boca. Se aleja sin decir nada.

Cuando escucha algo que se rompe no logra apreciar lo que es. El golpe le hunde parte del hueso parietal. No siente dolor al caer. Huele la hierba que le hace cosquillas en la nariz. Otro golpe produce hemorragia en los ojos y uno sale de su cuenca. Con el tercero mancha el pantalón azul, regalo de cumpleaños número 17.

A Ricardo Ríos le encantan las tardes de primavera. Siempre le parecieron diferentes. Mágicas. Fue en una que tuvo el valor de decirle a su madre que no le gustan las mujeres. Ella lo abrazó y se quedaron en silencio. Tirados mirando pasar las nubes.

Siempre que puede camina por el Campo de las flores. Así bautizaron al prado que linda con el fondo de la Iglesia y el comienzo de un bosque de pinos y eucaliptos. Corriendo en diagonal un sendero de tierra rompe la imagen de sueño por donde acortan distancia las personas que se dirigen a La Cabaña. Un puesto en medio de la espesura montaraz donde hacen base para descansar los animales y seguir camino a tierras sembradas donde los largan a pastar.

Teresa, la madre de Ricardo, lleva 10 años muerta. Él cada primer domingo del mes pide al padre Mateo que eleve una oración en su nombre. Se sienta en la última fila y antes que termine la ceremonia se retira en silencio. Siente la mirada de todos clavadas en su piel. Juzgándolo. Maldiciéndolo. “Marica”.

Tuvo el coraje de contarle la verdad a ella y al cura de su diócesis. En confesión, por supuesto.

Nunca sintió la necesidad de confiar ese tema a otras personas. Valle Angosto no está preparado para semejante suceso. La gente confía en lo que conoce. Los chicos juegan al fútbol, los chicos se enamoran de chicas y se casan para tener más chicos que hagan lo mismo. No. No están listos.

Esa noche dos patrullas estacionan fuera del jardín de su casa. Una tela de alambre es el contorno que separa su hogar del de sus vecinos. Dentro dos perros ladran encrespados de furia. Ocho oficiales rompen la puerta de entrada y los encuentran a todos a la mesa cenando un poco de estofado que queda del medio día. Preguntan por “Ricardo Ríos” y le asestan un golpe en el rostro. Su hermano intenta levantarse, dos hombres lo tiran al piso y le colocan esposas. Su hermana llora sin poder pronunciar palabra.

Lo trasladan directo a la penitenciaria Ignacio Rocha en la capital, a 30 kilómetros. No sabe porqué, y nadie se detiene a explicarle. En una maniobra aún más incongruente es acomodado en el pabellón de la población general en vez de mantenerlo aislado hasta ser procesado.

Lo empujan a una celda con catre sin colchón y el inodoro roto. El olor a orín mezclado con cloro le da arcadas y vomita sobre el piso. Se limpia con la remera y toca el tabique de la nariz. Está roto.

La mañana llega al valle caliente y aromada de glicinas. La familia pregunta en la comisaria el paradero del muchacho. Les informan que es acusado por el asesinato de Abel Guerra. Lo encontraron sin vida con los sesos afuera en medio del Campo de las flores. Tenia los pantalones abajo y signos de abuso.

Ninguno lo conoce, más que de vista algunas veces por la calle. Saben que su familia vive en medio del monte a unos 10 kilómetros cerro arriba.

En prisión despiertan con un baldazo de agua fría al chico. Lo arrastran de los pelos y atan a una silla de hierro que dos guardias llevan con esfuerzo. Lo golpean sin decir palabra. Pierde todos los dientes. Se retiran en silencio dejándolo medio muerto.

Los hermanos buscan la forma de viajar. Nadie quiere ayudarlos. El cuento se ha regado como granizo de enero. Gestos de asco y cuchicheos de desaprobación los siguen allá donde van.

Se acercan a la Iglesia y el único que escucha sus quejas y da un dinero para el traslado es el cura. Al frente, sobre la plaza, un grupo los observan sin pestañear.

Al centro del caserío se ubica la plazoleta, y a su alrededor la municipalidad, el colegio primario y la parroquia.

Ya en el colectivo que atraviesa las calles enripiadas ven como el mismo montón de personas reclama en patota al párroco que con un gesto de las manos trata de calmar los ánimos.

A las 12 llegan a puertas del reclusorio. No se les permite el paso. Los envían a un edificio estatal donde pueden pedir un abogado que llevará el caso de oficio. En 20 días habrá alguno libre. Regresan a casa con la sombra del desdén sobre las cabezas.

A las 16 Ricardo aun no ha comido. Otra vez el mismo grupo de guardias llega a su celda. Intenta agarrarse de la cama. Lo arrastran hasta el mueble de hierro que lo espera y con una pinza en las manos le hablan ;

—Escucha, muchacho, quiero que prestes atención. Sabemos que mataste a Abel Guerra. Sólo necesito que digas que “si” y que firmes el papel que te pondremos delante.

—No conozco a esa persona —balbucea desfigurado y le caen hilos de saliva y sangre. Comienza a llorar.

Le arrancan una uña. Grita y se muerde la lengua. Uno de los hombres le sostiene la mano y le arrancan otra. Y otra. Se van y queda en un rincón al lado del lavabo.

Al caer la noche medio pueblo se arrima al cuartel reclamando justicia. Ricardo a sido juzgado y sentenciado por sus vecinos en menos de 24 horas. La madre del joven muerto encabeza una marcha alrededor del poblado. Uno de sus hijos empuja la silla destartalada que aumenta la imagen de indignación del conjunto.

Pasan por el edificio católico y se detienen hasta que el padre Mateo sale a atender. Le exigen explicaciones a porqué no acompaña la protesta. Responde que “nadie sabe que pasó. Ni siquiera la policía”. La mujer argumenta que es fácil; en la ropa de su hijo estaba todo: cartera, llaves y su anillo de la suerte. Pero en la billetera falta una fotografía . Imagen que el atesoraba de su viaje a Mar del plata. Un retrato hermoso de su pequeño en pantalones cortos y torso desnudo con el mar a su espalda.

La señora grita que deben buscar en la casa de ese enfermo. El padre replica que las fuerzas de la ley ya buscaron y no encontraron nada. De todas formas se dirigen al hogar de los hermanos con ánimos de lucha. El religioso los acompaña buscando mediar la situación. Al primer tranco larga una canción que suele entonar los días de misa. La gente se une al instante.

Ricardo sigue en ayunas. Le duele la cara, la boca y se esfuerza porque las manos no rosen con nada. Tirita y se abraza las piernas para calentarse. Escucha los pasos acercándose y el armatoste de hierro siendo arrastrado hasta su puerta. Solo puede repetir en su mente ; “¡No!”.

La torva es recibida en casa de los Ríos. Tratan que la charla sea civilizada, pero nadie quiere eso. Quieren venganza. Entran a los empujones y dan vuelta todo; desde las habitaciones hasta la cocina. No encuentran nada. Alguien grita algo de “fuego” y es suficiente. A los 3 minutos las llaman devoran cada centímetro de la precaria construcción.

Carlos y Ángela duermen en las bancas del templo. Ella pregunta si Ricardo es capaz de algo así. Él se hace el dormido y no contesta. Pasa la noche contemplando un cuadro donde el hijo de Dios es crucificado.

En su celda espera la madrugada muerto de miedo. Sabe que volverán. La puerta suena. Se abre y 4 hombres con la cara cubierta entran. Es ultrajado por todos.

El nuevo día sorprende con novedades, el padre se comunicó con la diócesis y expuso la situación. Un criminalista de la orden los espera en la capital para acompañarlos a ver al acusado.

Desayunan mientras fuera un grupo de vecinos grita e insulta. Saben que están allí. “Los quieren lejos de la gente de bien”. La familia del difunto al frente del bullicio.

Llaman al comisario, Marcos Rodríguez, que se lava las manos y prefiere no intervenir. El hombre de la ley entregó al chico, sin pruebas y ahora no quiere hacer valer la paz de la casa del señor. El sacerdote rojo como un tomate tras colgar el teléfono sale a enfrentarse a la muchedumbre. “Esto debe parar antes que alguien más termine siendo comida de los gusanos”.

Nadie hace caso. Una piedra vuela, pega contra el portal de madera y el clérigo corre a resguardarse dentro. Gotas de sangre manchan el cerámico blanco del salón, le consultan si está bien a lo que asiente con la cabeza. Logra sacar a los chicos por la parte de atrás saltando una medianera de ladrillo y vuelve al aparato. Exige a Rodríguez que se haga presente. A los 20 minutos, un poco lento teniendo en cuenta que la comisaría queda a una cuadra, llegan los policías y mueven a todos los revoltosos. Se alejan hasta la esquina contraria. Toman aire sentados a orillas de una acequia de aguas cristalinas que atraviesa cerca de los juegos para niños. La mujer en silla de ruedas ve sin pestañear como el cura y el jefe de policía discuten casi rozando sus caras.

A las cinco de la tarde los hermanos de Ricardo se encuentran con Marcelo Madrigal, el letrado. El hombre sin moverse de su escritorio los invita a sentarse. La oficina es pequeña con repisas llenas de libros. Hace un par de llamadas y luego les dedica toda su atención;

—Mañana Ricardo sale en libertad.

La noticia les causa un alivio que brota en lágrimas. Deciden pasar la noche en la terminal de ómnibus así temprano estar a la puerta de la penitenciaría.

Cuando la oscuridad cubre el pueblo una silueta se acerca a la entrada lateral de la sacristía. Golpea una vez y entra. Es el comisario. Entre las sombras de los árboles, estoicos guardias de las aves nocturnas, el hermano del fallecido sigue todo con la mirada.

Dentro discuten y el enojo va en aumento;

 —¿Eres imbesil? —Dice el policía. —No me jodas, deja de entrometerte y cierra la boca.

—¡Como pudiste hacerlo! —responde el cura.

—Era necesario, para que nadie haga más preguntas.

—Te lo conté en secreto.

—Tú rompiste el secreto, no yo.

—Ese chico es inocente, Marcos.

—Eso no lo sabes, y así es mejor, no necesitamos gente hurgando en nuestra mierda.

Rodríguez toma por el cuello de la camisa al padre y lo calla con un beso.

—Acá no— lo detiene. Mira el salón vacío y los santos de yesos atestiguando desde sus altares. Por la ventana Carlos Guerra, los observa sin poder escuchar lo que dicen.

En la cárcel los guardias regresan. El chico intenta defenderse pero lo arrastran de los pies. Entre dos sostienen su cabeza y lo obligan a abrir la boca. Con una herramienta oxidada le arrancan una a una las muelas. Antes de terminar la horrorosa faena firma el papel. A los 10 minutos llega un doctor con dos ayudantes y comienzan las curaciones. En una habitación de la enfermería duerme con suero en las venas del brazo y una sonda en el miembro.

En el campo de las flores ganado por la noche cálida se ponen en pie y se visten. Marcos Rodríguez avanza acomodando el uniforme. Tararea una canción mientras camina hacia la comisaría por una calle de ripio sin alumbrado público. Solo la luna sigue sus pasos que silencian el canto de los grillos.

Un golpe lo desequilibra. Se cubre con las dos manos en reflejo. El segundo impacto le quiebra dos costillas. Cae tomándose el estómago y el tercero le destroza la frente. Muere allí. Sin jueces ni ley.

La madrugada cargada del ruido de motores y olor a aceite quemado despierta a los hermanos de Ricardo que duermen apoyados contra la pared de los baños públicos. Compran café a un vendedor ambulante y lo comparten. Son las 7. Faltan dos horas para ver a su familiar.

El grito de Lorena Bustos eriza la piel de los trabajadores municipales que barren las veredas. El cura sale colocándose una camisa sobre la sudadera. Cuando llegan a socorrer la encuentran tirada sobre un montón de basura sin poder callarse. A un metro, el cuerpo destrozado.

A la hora se hace presente la brigada de investigación de la provincia en tres móviles. Estacionan en la comisaria y a pie siguen hasta la casa de la familia Guerra. Los acompañan uniformados del pueblo y el padre Mateo que en su caballo se une a la procesión de autoridades. Una llamada anónima les informa quien puede ser el responsable del deceso del funcionario.

La gente se siente en una montaña rusa de locura. En los 200 años de historia del departamento las últimas dos semanas fueron las mas interesantes.

En el domicilio de los sospechosos el asunto se torna oscuro. Mateo procura que no se golpeé a nadie y la señora llora tratando de agarrar a los oficiales para que no apresen a su primogénito. Escondida en el aserradero, donde es empleado ,encuentran botas manchadas de aserrín y sangre.

Carlos camina esposado, un poli lo toma del brazo. Se detiene ante al cura y le dedica una mirada que parece eterna.

En la puerta de la prisión el abogado, Carlos y Ángela quedan fríos al escuchar que su hermano a confesado el crimen.

A los dos días, terminado el velorio, la esposa de Rodríguez junto a sus dos pequeños y familiares, caminan tras el coche fúnebre que lleva el féretro con los restos. Hay arreglos florales y coronas con leyendas de cariño. El sacerdote los acompaña rezando. Se equivoca en una oración y pierde el paso. La mujer lo toma del hombro y pregunta si quiere descansar. Contesta “no” y continúa rengueando lo que queda de camino al cementerio.

Cuando Ricardo Ríos cumple el sexto mes en cárcel sus parientes le llevan ,el día de visita, milanesas con puré que es su comida favorita. Hablan largo sobre cosas de su niñez, de trabajo y de la vida. Del crimen ni una palabra. Prefieren esquivar esa piedra y él no quiere tocar la herida.

La familia se ha mudado a la ciudad de San Salvador de Jujuy. Ángela estudia leyes y su hermano trabaja en un taller mecánico.

El recluso lleva su vida tranquila esperando cumplir condena; doce años. Pasa los días en silencio observando el paredón sur de la institución donde reina un dibujo inmenso de flores y un arcoíris atravesando un prado verde. En su imaginación está con su madre tirado mirando las nubes esa tarde tibia de domingo en primavera.

En Valle Angosto la eucaristía termina a las 11. Mateo se para a la salida y estrecha la mano de todos los asistentes. Conversa animado con las ancianas y juguetea con los niños. Cierra las gigantes puertas de madera y camina hacia el fondo donde tiene su habitación. Se santigua de rodillas ante el altar, antes de seguir por un pasillo al costado de la nave central. Limpia con un pañuelo gotas de un líquido rojo que mancha el piso.

La habitación del párroco es pequeña y fresca. Se quita la sotana y se mira al espejo. Se desnuda por completo y se contempla. Ajusta el cilicio atado a su pierna que se clava a su carne amoratada. Higieniza la herida palpitante de sangre. Del fondo del armario extrae una barra de acero envuelta en paños y una caja de madera. Saca una imagen pequeña. Es la fotografía de un chico con el torso desnudo, en pantalones cortos y el mar de fondo. Ajusta el artilugio de castigo hasta soltar un gemido. Se masturba arrodillado frente a su reflejo.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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