Abominable Baile.
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Abominable baile
Mimes, in the form of God on high,
Mutter and mumble low,
And hither and thither fly-
Mere puppets they, who come and go
At bidding of vast formless things
That shift the scenery to an fro…
Edgar Allan Poe, The conqueror worm.
Un agotamiento del alma lo invadió, una sensación opresiva que apareció de repente para ya nunca abandonarlo. Nada tiene sentido; el absurdo de la existencia se incrustaba en lo profundo de su alma y eso lo cambiaba todo. La pesadumbre se normalizaba en el día a día, y los años transcurrían, reemplazando la vida misma. Su existencia era una broma; un ejercicio ridículo, destinado a ser olvidado.
Intentó recordar, pero todo lo que guardaba su memoria contenía la ominosa impronta de que no le pertenecía, de que se trataba de las experiencias de alguien más. Así fue siempre, dejándole una profunda sensación de extrañeza ante su vida, ¿O era la vida de otro? ¿Él no existía? Si era así, entonces su sufrimiento no importaba, lo que fuera que le pasara, le sucedía a alguien más.
Él era solamente la sombra de una persona; un títere grotesco que gesticulaba, que repetía incansablemente las patéticas convenciones sociales y observaba como desde una butaca -en un teatro corrompido-, lo que transcurría en su vida; los primeros pasos, las agresiones, lo campos y las flores, los juegos, el primer amor, el asesinato, la violencia, la muerte, la muerte, ¡la muerte!
No quería asistir a esa odiosa ceremonia de coronación, pero al ser parte del séquito administrativo del Barón Inchaurregui, no tuvo otra opción. Al parecer, todo el mundo estaba divirtiéndose; dejando el tiempo correr, riendo, bailando, bebiendo y charlando. Lo presenciaba todo desde lo alto de uno de los balcones de la sala. El lugar era muy amplio, cientos de años atrás, fue una abadía fortificada que sufrió un terrible incendio, pero nadie parecía recordar exactamente cuándo sucedió y porqué. Ahora era propiedad del príncipe; que orgulloso, ocupaba el centro del salón principal.
Mientras observaba con un semblante de aburrición, su rostro denotaba tranquilidad. Pero esto era solo una ilusión; ya que un gesto terrible se gestaba en su interior, como un gusano espantoso que devoraría inexorablemente la manzana podrida que era su propio corazón. Pensaba poner fin al absurdo de la realidad con la confesión umbría de que la vida lo había derrotado.
Esa extrañeza de percibir el mundo como una viscosidad, algo espeso que todo lo cubría a su paso, lo hizo recordar que tal vez, su joven y bello rostro era solamente una superficie engañosa; ya que en realidad estaba deshecho, agrietado y erosionado, alguien más lo usaba por él. La verdadera cara era antigua y odiosa.
Por dentro, su alma se retorcía abalanzándose al abismo; gritos de locura y desesperación lo inundaban, pero nadie los escuchaba nunca porque él se encargaba de aplastarlos y soterrarlos en lo profundo de su ser. La náusea lo dobló violentamente. Vomitó encima de sus zapatos.
Ahora se encontraba en la estancia principal del palacio, y el abominable baile estaba a punto de comenzar. Todos estaban dispuestos con sus trajes de gala; plumas, pañuelos y sombreros multicolores se mezclaban entre el champagne y el humo de cigarrillos. Una marea de charlatanes con hipócritas y egoístas intenciones.
Era un baile de máscaras, y un sirviente le tendió una cara dorada, que rápidamente se ajustó al rostro. Ese pedazo de cartón pintado con maestría era más real que él mismo. Un waltz extraño resonaba en el salón, disonante, como si los músicos interpretaran en una persecución enloquecida. Los convidados seguían entrando al palacio, llenando cada recoveco de éste, pues la antigua abadía contaba con al menos doce salones que el príncipe había nombrado como si de mujeres se tratase; Amanda, Lucía, Estela, etcétera.
Afuera, el ocaso estaba llegando y el sol callaba. En la lejanía, un amasijo espantoso de nubes negras barruntaba una tormenta especialmente violenta. Pensó emborracharse lo más pronto posible y tirarse en algún rincón en donde nadie lo notase. Pero algo llamó su atención, de una de las cortinas de la sala contigua al salón principal, emergió un hombre muy pálido, vestido con un abrigo negro que contrastaba con su cara nívea. Estaba seguro de que minutos antes vio salir de ese lugar al mismo tipo. Miró la copa que tenía en su mano, preguntándose si no se habría ya pasado de la cuenta.
-He estado buscándole desesperadamente -le dijo una hermosa joven. No sabe cómo he sufrido al no saber de usted. ¿Qué he hecho para que me trate así? Después de todo lo que me dijo en el atrio de San Bernabé. ¡No puedo creer que sea tan cruel! ¿Es qué está enfermo? ¿Acaso le persiguen? ¡Cuénteme por dios! ¿Qué le sucede? ¿Es que es por algo que hice?
Pero él solo se quedó ahí, mirándola sin saber qué hacer. De alguna forma la reconocía, y sabía también de esas pasiones intensas que ella sentía por él. Observó con detenimiento su rostro suave; sus ojos grandes y expresivos, esos labios carnosos y sensuales, su cabello rojo fuego. Sabía que ella le amaba, que daría la vida por él, pero era incapaz de sentir lo mismo. Solamente abrigaba una profunda estupefacción, como si estuviera aturdido. Aun así, esa clara discordia de emociones y sentimientos formó una especie de vínculo entre ellos.
-Estoy cansada de buscarle -prosiguió la joven. Vine aquí porque sabía que usted sería invitado a esta ocasión tan especial, y tuve que robar el boleto de mi tía la condesa. ¿Se imagina el problema que me espera? Pero no es eso de lo que quiero hablarle. He venido a confesarle… que le quiero. Que estoy perdidamente enamorada de usted; estoy en sus manos y soy capaz de quitarme la vida, no quiero vivir si no es al lado suyo.
Pero él ya no la escuchaba, pues corrió atropelladamente hacia las escaleras. Estaba seguro de haber observado por tercera vez a ese extraño hombre salir de la cortina, y detrás de él, se había visto a sí mismo, o al menos a alguien exactamente igual a él. Cuando llegó al salón principal intentó identificar a su doble, pero una multitud le bloqueaba la vista. Recorrió desesperadamente el salón de esquina a esquina, pero sin ninguna suerte. Al mirar arriba, vio a la joven en el balcón, lloraba.
Entre la caterva pudo ver a ese ominoso doppelganger, que presuroso, escapaba por uno de los corredores del palacio. Ese maldito impostor huía de él, lo que hacía, lo que representaba, lo que fuera que era, no podía estar bien. Su pecho saltaba violentamente mientras sus piernas imprimían velocidad a sus movimientos. No lo perdería, ¡tenía que saber!
El corredor se alargaba; el espacio se enrarecía y un tenue color sepia parecía inundarlo todo. Las baldosas del piso desaparecían una tras otra, siempre iguales, una negra y después una blanca. Todo parecía ir cada vez más lento.
Con asombro, se percató de que se encontraba en el centro del salón principal, en donde el príncipe -vestido con un majestuoso traje amarillo- se retiraba la pesada capa, y ascendía a su coronación. Voces de exclamación inundaban la nave de la abadía, y un hombrecillo con una enorme mitra dorada en la cabeza le colocaba una áurea corona, elaborada con astas de ciervo.
El himno de proclamación de Handel repercutía en la nave de la antigua abadía, y el sonido se magnificaba de manera monstruosa a través de los innumerables arcos. Enormes vitrales permitían ahora la entrada de una luz purpúrea, que se filtraba por los intrincados patrones de una geometría absurda que no podía pertenecer al universo conocido.
-Cuando este sol se apague -dijo el Rey-. Seguiré en soledad rumbo al manto del universo, me convertiré en el jinete del cosmos, en una saeta fulígena, en una puerta de entrada.
Los asistentes estaban en trance; aplaudiendo como locos, gritando y danzando frenéticamente mientras el Rey los observaba, triunfante. El baile de la sangre comenzaba, guerreros acorazados -oxidados por el tiempo- bloqueaban las entradas, nadie podía ya salir. Arlequines grotescos cercaban a los asistentes; inmovilizándolos, cortándolos con unas dagas doradas y derramando su sangre.
Intentó escabullirse entre la gente, escapando por una de las escaleras que llevaban a los balcones, observando al Rey mientras corría. Ahora le parecía que el rostro del soberano cambiaba, dejaba de ser digna, altiva y se convertía en una masa de carne blanda; demasiado blanquecina para ser humana. Sin saber por qué, se imaginó un enorme gusano chupa sangre.
Cuando llegó al balcón, se asomó desesperadamente por una de las ventanas, pero lo que observó lo dejó atónito. Supo al fin, que esa larga cadena de pesadumbre y absurdidad que percibió desde niño lo había alcanzado.
En el exterior, un cielo negro, sin estrellas, lo cubría todo. El horror se presentaba a través de una oscuridad como nunca había visto, la negrura y el miedo a la negrura lo estremecieron hasta arrojarlo al suelo del balcón, que extrañamente, estaba muy limpio y pulido. Pero era claro que ya no estaban en la tierra, pues un sol binario y oscuro -si tal cosa es posible- dominaba los cielos. Era éste, un planeta desolado y muerto.