Alguien Camina A Mi Lado

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Recuerdo que fue uno de mis primeros casos, exactamente el cuarto, cuando me convocó el psiquiatra más renombrado del país, con premios y reconocimientos mundiales por sus investigaciones en comportamientos límites de conducta, era el doctor José Carlos Barrenechea, profesor excepcional y titular de la cátedra de Psiquiatría y Salud Mental, donde me formé como médico y psicoanalista. El profesor, trabajaba constantemente en instituciones privadas y públicas, un día en un establecimiento de internadas con severos problemas mentales, ingresó una paciente que fue derivada desde otra institución. La señora permanecía callada largos intervalos de tiempo y otros hablaba hasta por las noches cuando dormía, fue que por un momento pensamos que simulaba una especie de trastorno para que el juez que trabajaba en su caso no la envíe a prisión y así tener un encierro menos riguroso, a pesar de haber cometido un espantoso crimen.  

Cuando la conocí, estaba en el patio, concentrada en algo que ella sola podía ver, fui acercándome y noté que hablaba con alguien, entonces de pronto su voz se quebró, entrecortada y áspera, arrastraba en su garganta una sequedad angustiosa y señalaba con su dedo a la nada. Fue cuando vio que la observaba y me dijo:  

—Lo ve, está allí, camina a mi lado siempre, nadie me cree cuando digo que alguien camina a mi lado, sabe una cosa, no lo hará jamás.  

—Parece que es despreciable, lo odias demasiado, muchas veces debemos decir quien nos molesta para que podamos recibir ayuda. Soy el doctor Alfonso y si quieres podemos hablar unos minutos cada mañana.  

—Me llamo Raquel y otras veces me dicen Ángeles de la Caridad. Es cierto, lo detesto, lo odio. 

—Bonito nombre tienes— Me observaba más de lo que yo a ella, su semblante denotaba salud, una mujer alta y de cabellos entrecanos, con rasgos delicados y mirada penetrantemente dura.  

Pasaron largas semanas, estaba acostumbrándome a conversar con ella, de no ser por esas palabras que repetía descolocando el relato, parecía no padecer de alguna enfermedad o trauma. Al preguntarle sobre que pensaba de los niños, ella decía: “Alguien camina a mi lado” y aseguraba que eso comenzó a pasarle desde aquel día que terminó encarcelada. Era llamativo que una señora así pudiera cometer un evento criminal poco común para alguien de extrema cultura y que siempre tuvo una vida con conducta ejemplar. 

No puedo dejar de contarles, que como no sabía demasiado de su vida, pedí al juez su expediente, cosa que no fue nada fácil conseguir que me entreguen una copia, quería saber sobre ella. Raquel era profesora de música desde los veinte años, tenía dos hermanos, sobrinos y los hijos de éstos que eran como sus nietos, doctorada en historia y filosofía, hablaba tres idiomas, cuando ocurrió aquel crimen, era la directora de la escuela primaria de Saint Marcus. Desde niña profesaba vocación religiosa, entonces entró al convento para realizar su noviciado.  

Ahora falta saber que llevó a la hermana Ángeles de la Caridad a transformarse en una asesina. Creo que puede ser juzgada por lo que cometió, sabe perfectamente lo que hizo, es mi tarea poder dar un diagnóstico preciso de ella. Por tal motivo me convocaron para oficiar como perito psiquiátrico, designado por recomendación de mi profesor, que me estimaba y confiaba plenamente en mi honestidad profesional, tenía que mantener una serie de encuentros para saber si ella era pasible a ser juzgada. Cuando iniciamos las conversaciones, llamó mi atención el amor que sentía por los niños de grados inferiores, ese sentimiento maternal se comenzó a notar cuando dio apertura a sus emociones, en el momento preciso que nuestras sintonías se conectaron, cuando le dije que tenía un hijo de cuatro años.  

Necesitaba saber qué clase de vínculo mantenía con la víctima, se lo dije, entonces comenzó a relatar desde el día que lo conoció, una tarde de otoño de 1962 cuando él había sido designado párroco de la iglesia que estaba dentro de la escuela. De inmediato me pareció que hablaba con cierto sentimiento llamativamente tierno, al describir la apariencia y su manera de hablar, esa duda se esfumó cuando dijo su nombre: Octavio. Observaba su mirada, como había desviado su atención mirando al parque, tal vez algo le trajo remembranzas del pasado lejano, quizá caminatas en un parque cuando eran muy jóvenes. Enseguida sus ojos se volvieron hacia mí encolerizados y la mirada transparentemente brillante se transformó en la dura realidad, algo pasaba dentro de su mente cuando volaba a tiempos de su juventud, sus facciones suaves se llenaban de ira al punto que en una oportunidad comenzó a gritar y trepada a un árbol de manzanas, quedó llorando largas horas, sin poder hacer nada, esperé que se calme. 

Entonces, en esos avances y retrocesos, el apuro del juzgado para obtener un diagnóstico, sobrepasé algunos pasos y fui directo a la pregunta que debía hacer y no me animaba porque a estas alturas mi profesionalismo a la hora de diagnosticar se había transformado en un manifiesto sentimiento empático.  

—Buenos días, Raquel ¿Cómo te sientes? 

—¿Y tú tienes lástima por mí verdad? Pregúntame eso que quieres saber y te contestaré. 

Sabía que mi trabajo no era sanar su mente y su alma, era diagnosticar, estaba fallando, desde muchos meses atrás ella se encontraba apta para declarar, estaba situada en espacio y en tiempo, recordaba toda su vida al detalle y confió en mí para sacar su dolor más profundo. Su dolor se acumulaba y daba negras advertencias hasta que ese día, mientras él dormía, clavó siete dagas en su cuerpo, corto su lengua y mintió en la primera declaración policial. Llevaba tiempo sin mencionar que “alguien camina a mi lado”, me pareció un cambio de parte de ella, no sé si estaba sanando o yo comenzaba a verla como una víctima más que como a una asesina, me estaba involucrando demasiado y temía que el profesor Barrenechea lo notara. Entonces le pregunté ese mismo día, cuál fue el motivo que ocasionó esa masacre dentro del convento, porque el cura Octavio era muy querido por la comunidad local, los niños lo adoraban, llevaban regalos a su sacristía, él obsequiaba caramelos, frutas de la huerta, era visitado por seminaristas de otras ciudades y nadie nunca había salpicado de injurias su nombre, como lo hizo Raquel. Ella amaba a los niños y tal vez, pensé que, podía saber algo de él que se mantenía como un secreto.  

Había llegado el día crucial, esperaba poder ahondar en los laberintos de su mente, escarbar en los abismos rocosos y turbulentos de su alma, aquello que había de seguro era que un motivo importante como desequilibrante existió para una escena criminal al borde de lo ritual, donde la sangre y las dagas envolvieron en un misterio pocas veces presenciado en un ámbito como ese. Pude averiguar que el padre Octavio Blanco Soler, había nacido en España, donde se recibió en el seminario de los benedictinos, luego viajó a América del Sur y tras pasar por varias parroquias, fue enviado a la edad de treinta y dos años al monasterio donde la hermana Ángeles de la Caridad recién terminaba el noviciado con veintitrés años. Hasta aquí la información confirmaba que se conocieron cuarenta años atrás y me faltaba saber si tenían una buena relación o no.  

El sol brillaba espléndido y vi a Raquel dando de comer a las palomas, estaba contenta y cuando me vio corrió como una niña hacia mí, traía un libro para regalarme, envuelto en un papel arrugado, pero tenía un bonito moño azul. Le pedí que nos sentáramos en los bancos del parque, ella aceptó, me dijo que se sentía muy bien y que ya no tenía a su lado al que caminaba junto a ella, eso me alegró, seguramente su etapa de stress traumático pasó y su tarea de ayudar en la cocina fue positivo para salir adelante. 

—Raquel, hoy no pregunto nada, te escucho— Le dije.  

Fue cuando inició su largo relato: “Estoy necesitando, desde hace unos días, contar mi secreto, cuando vivía mi hermana Carmen, ella siempre me escuchaba, sufría junto a mí. Era tan guapo, encantador y un día lo encontré en un viaje que hice con mi madre, él estaba en la librería, yo era una chiquilla, y pasó, me enamoré. Al día siguiente lo encontré en el convento, estaba junto a unos seminaristas que visitaban el convento, corrí a la capilla para rezar, no estaba bien eso que me pasaba. Comencé a espiarlo cuando daba misa, a seguirlo por los pasillos, preparaba su pastel de manzanas preferido y le llevaba una porción junto a una taza de café a su oficina o a donde estuviese. Él sonreía, sus dientes blancos brillaban al extremo sobre su piel morena, la sotana nos separaba y comencé a odiar a Dios porque me apartaba de Octavio. No quise abandonar los hábitos, para no dejar de verlo, me dediqué a enseñar música a los niños y para estar más cerca, comencé a dirigir el coro de la iglesia, lo invitaba a escuchar los ensayos y un día necesité confesarme. Le pedí que me confesara y le dije que estaba enamorada de un hombre maravilloso, entonces me dijo que si dudaba de mi fe tenía que abandonar el convento, era una ofensa a Dios y que más adelante podría regresar si recapacitaba, de repente me preguntó si había tenido intimidad y le dije que era lo que más deseaba. Fue que salió del confesionario y me tomó del brazo, arrastrándome me llevó a casa de mis padres y les contó todo. Mi madre lloraba, mi padre me azotó y me exigían que dijera quien era, justo en ese momento entró mi hermana y me llevó al convento nuevamente. 

Las cosas se tranquilizaron con el paso del tiempo, callé y preferí soportar tormentos lapidarios y fatigosos, hasta que una noche comencé a ver que la luz del patio trasero del monasterio, donde estaban los automóviles estacionados, se encendía unos minutos, siempre a la misma hora y se abría la doble hoja de roble, salía Octavio, luego regresaba casi con los primeros rayos del sol. Eso no era normal, se hizo habitual, un día decidí que debía seguirlo, me vestí con ropas casuales y como sabía manejar, conduje detrás de él varios kilómetros por la carretera sur. En la casa donde ingresaba, las luces estaban siempre apagadas, se notaba que era una residencia de gente adinerada. Regresé al convento y a la mañana siguiente lo noté desbastado, le pregunté que le pasaba y dijo que estaba cansado, entonces, como cada vez que me veía, provocaba sobre mí una tortura interminable, las preguntas que hacía intentaban hacerme caer en confusiones espirituales y parecía que disfrutaba verme padecer mientras mi alma lo deseaba, porque sentía también admiración. Ese respeto, luego se diluyó una mañana de domingo cuando llamaron a la entrada principal del convento y al abrir la puerta un hombre que había llegado en automóvil preguntaba por el señor Octavio. De inmediato le aclaré que era el cura y no sé qué me hizo negar que estaba preparando la misa de las once, sospeché que era el marido de la mujer que visitaba camino a la ciudad, luego ese hombre dijo llamarse Ernesto Wilson y dejó su tarjeta para que la entregara a Octavio. Miré la chapa del automóvil y la memoricé, luego corrí a la cocina y anoté en un papel que guardé en un bolsillo. Eso que sabía y no quería aceptarlo, me lo confirmó ese señor, temí que lo mataran y mi decepción fue infinita cuando fui a la oficina y le conté lo peligroso que era esa situación, de pronto me miró fijamente, no era tan encantador como lo imaginaba, me pidió silencio y no lo negó. Cuando se fue a dar misa, entré en su oficina para revisar su escritorio, dentro de una agenda pequeña, estaba la fotografía de ella, en otra dos pequeños niños lo abrazaban del cuello. Me derrumbé, pensar que lo amaba y él tenía una mujer casada como suya, dos niños que simulaban ser del otro y eran de él. Como no era quien pensaba, ideé un plan, dejar una nota en su escritorio que decía que dejaría la puerta de mi cuarto, abierta. No podía decirme nada, menos regañarme, su conducta era detestable, yo lo amaba. Todavía lo amo.” 

Raquel estaba confiando en mí y su dolor, pronto se encarnó en mi alma, todavía faltaba el detonante que la transformó en una mujer asesina, en su relato, más adelante, lo contará. Luego prosiguió con su historia: “A la noche, sentí abrirse la puerta, todo era oscuridad, había dejado las cortinas cerradas, no vi su cara hasta que lo tuve dentro de la cama besándome. Dejó de visitar a la mujer de Wilson, todas las noches me visitaba a mí, hasta que un día comencé a ensanchar mis caderas y fue inevitable, ocultamente embarazada debajo del hábito que lo aflojaba con el paso de los meses, crecía una vida. 

Él sabía, trataba de no hablar del bebé hasta que, faltando unas semanas, dijo que al niño lo enviaría a casa de una familia, en el campo. Lloraba todos los días desde la mañana hasta la noche, el médico que era de confianza del convento, hablaba poco, pero hacía lo que debía, hasta el día del parto. A mi hermana no la dejaron entrar y mi madre no sabía que pasaba. Tuve una niña y le coloqué una medalla que trajo mi hermana días antes, llevaba mi nombre, la cargué entre mis brazos dos horas, luego me dormí, ella estuvo unos días conmigo hasta que cuando levantó peso se la llevó. Las fotografías de la pequeña llegaban todos los años, él abría la correspondencia y no podía ver el remitente, me conformaba mirando sus imágenes, disfrutaba su crecimiento, hablaba con mi hermana de mi niña, eso me reconfortaba, no quiso decirme como se llamaba, entonces un día la bauticé, coloqué dos velas y su foto junto a ella y la llamé Olga.” 

Raquel disfrutaba cuando contaba de la niña, que tenía cuarenta años, de repente quedó callada y comenzó a hamacarse levemente hacia adelante. Era demasiada presión psicológica y emocional, le pedí que descansara unos instantes y fui a buscar un vaso de agua. Le pregunté si quería continuar otro día, dijo que no, y prosiguió. 

“Una noche, estaba en la cocina, escuché la voz de Octavio en el corredor, me levanté, dejé la comida en el plato y tomé una cuchilla, la escondí debajo de una de las mangas, iba a terminar con él, cuando de pronto divisé venir a un grupo de novicias que iban directo a la cocina. Algo cambió mi humor, dudé en entrar y tomarlo por sorpresa, tal vez Olga estaba feliz con esa familia que la acogió. Decidí en ir a buscar el revólver que mi padre guardaba en la casa, sería más rápido y pensarían que fueron intrusos. Al otro día traje el arma y la escondí en el placar. Pasaron las semanas, me sentía un poco mejor, él se había ido a una conferencia por unos días, pero la tarde que regresó decidí encararlo ni bien cruzara la puerta del patio al ala central del convento. Lo hice, le exigí que me dijera la dirección de Olga, quería verla, él me miró y me llevó a la sacristía, allí sacó una caja de madera que contenía fotografías, me mostró un niño con su traje de primera comunión, no entendía, quién era él, entonces me dijo que no existía Olga, habíamos tenido un niño varón y estaba bien lejos viviendo en España junto a su hermana Dolores. El ahogo que sentí bloqueó mi mente. Salí de allí sin una lágrima en mis mejillas, cerré la puerta de mi habitación y esperé que llegara la noche, en mi cabeza rebotaban las palabras y por un momento me dormí. Eran aproximadamente las once y treinta, tomé unos cuchillos, que estaban fuera de uso en la cocina, de hoja doble alargada, los envolví en un género y caminé por el corredor de los dormitorios, crucé el patio y entré al sector de la casa pequeña donde vivía Octavio, la puerta estaba sin cerrojo, entré con cuidado, dormía iluminado con una lámpara de luz tenue, un Cristo en madera cuidaba su descanso, comencé con sus muslos, luego cuando abrió los ojos espantado, até sus manos, sus pies y el resto ya lo sabe doctor. No quiero repetirlo.” 

—¿Te arrepentiste? —Pregunté. 

—No, nunca, le pido que no lo escriba en su diagnóstico, el arrepentimiento es una cuestión religiosa.  

—Te prometo que buscaremos a tu hijo. Tú me prometes que dirás lo de siempre cuando te pregunten en la fiscalía o frente a la presencia del juez. 

—¡Mi hijo! Quiero conocerlo. ¿Qué quieres que diga? 

Entonces ella era la misma de siempre, yo había cambiado, fue cuando le dije aquello que tenía que decir: “Alguien camina a mi lado”. 

Fin  

 

 

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