El Relámpago De Erkyon
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El firmamento de la colonia Erkyon 9 se quebró por un instante. Durante siglos, aquel mundo había orbitado en silencio alrededor de una estrella moribunda, bañada en un resplandor pálido que apenas alcanzaba para mantener vivas sus selvas y sus ciudades suspendidas en magnetosfera. Nadie recordaba la última vez que un trueno había resonado. El clima apenas se hacía notar, algo curioso en lo que comprendemos como naturaleza. Hasta que una noche, el cielo se abrió y de él cayó un fragmento de luz, una chispa que dejó un cráter humeante en el desierto. Los radares del Instituto de Climatología captaron un pulso eléctrico de magnitud desconocida. Los colonos más cercanos dijeron haber sentido el aire vibrar dentro de sus pulmones.
El comandante Ilen Korran, veterano de las Guerras Yon, fue enviado a investigar. Encontró, en el centro del cráter, un cuerpo humano cubierto de cicatrices incandescentes. No tenía identificación. Solo un símbolo en el pecho: un círculo atravesado por una línea vertical. Respiraba, aunque cada exhalación soltaba diminutas chispas azules.
“Un superviviente de la primera tormenta en siglos”, dijo Korran antes de ordenar su traslado al Instituto.
El sujeto fue internado en la cámara de contención del Instituto Erkyon, una estructura blindada para contener descargas de plasma. En los primeros análisis, el equipo médico encontró que sus órganos no estaban hechos de materia orgánica pura, sino de una red viva de energía condensada: tejido fotoeléctrico que reacciona al sonido y a las emociones.
Cuando dormía, el aire chisporroteaba. Cuando despertaba, los monitores se volvían locos. A medida que recobraba la conciencia, el hombre dijo llamarse Ardan Vale. No recordaba de dónde venía, pero sí una sensación persistente. Los científicos comenzaron a creer que la energía dentro de su cuerpo no era natural. Tal vez un experimento fallido de los antiguos terraformadores que dieron forma al planeta, eones atrás, o el vestigio de un arma climática perdida. Ardan, sin embargo, sentía otra cosa. El rayo dentro de él le hablaba.
“Eres mi conductor. Pero cada chispa que liberes será tu memoria ardiendo”.
El Instituto intentó usar a Ardan como fuente de energía. Durante las pruebas, el sujeto logró canalizar rayos que ayudaban a los sistemas de alimentación de la colonia. Pero cada descarga lo desgarraba por dentro: su piel se resquebrajaba, su esqueleto se volvía translúcido y su voz adquiría ecos que ningún humano podía emitir. Korran, conmovido, lo liberó una noche y lo llevó a los acantilados del norte, donde el mar era un espejo. Allí, Ardan sintió el viento moverse por primera vez en siglos. Las nubes se formaron sobre su cabeza. Las partículas de su cuerpo respondieron al magnetismo del cielo y, por un instante, una tormenta volvió a rugir sobre Erkyon 9.
“He devuelto la lluvia”, susurró. “Pero la lluvia me devora.”
El rayo no era un poder. Era una conciencia dormida, la mente de una antigua entidad planetaria conocida como Raelion, un dios atmosférico que había sido fragmentado durante el colapso del Sistema Solar Interior. Su esencia había buscado un nuevo portador para volver a existir. Ese portador era Ardan. Los archivos antiguos del Instituto revelaron una profecía escrita en un idioma que ya nadie hablaba: “Cuando el cielo respire de nuevo, su sangre será trueno”. La colonia, temerosa, comenzó a venerar y temer a Ardan como al primer y último relámpago. Pero el rayo exigía expansión. Las tormentas que él creaba crecían sin control, drenando la energía vital de su cuerpo. Sus recuerdos se fragmentaban: veía rostros que no eran suyos, ciudades en nubes de oro, voces que lo llamaban “hermano”.
Korran comprendió la verdad: Ardan no estaba recordando su pasado, sino el pasado del propio rayo. Cada trueno era una memoria divina devorando su mente humana.
Y sin embargo, en su mirada había una ternura que contradecía el poder que lo consumía.
“Si algún día desaparezco”, le dijo a Korran, “recuerda que el cielo no me robó. Yo lo elegí.”
Un mes después, el núcleo magnético de la colonia comenzó a colapsar. El exceso de energía atmosférica había alterado el campo gravitacional. Las estructuras flotantes comenzaron a descender lentamente hacia el océano de silicio fundido. Ardan comprendió que no había otra forma de salvarlos. El rayo dentro de él pedía liberación. Si lo contenía, Erkyon sería destruido; si lo soltaba, su cuerpo sería borrado. Korran intentó detenerlo, pero el aire ya ardía con electricidad viva. El cielo se volvió blanco. Ardan extendió sus manos hacia la tormenta y habló con voz de trueno:
“Que el cielo tenga mi carne, pero que los hombres tengan su sol”.
Liberó toda la energía que quedaba en su interior. Por un instante, todo Erkyon se iluminó como si un nuevo amanecer hubiera nacido. Las ciudades ascendieron en columnas de viento. Las nubes se abrieron. Y luego, silencio. Cuando la luz se disipó, solo quedaron cenizas flotando sobre un mar calmo. El cuerpo de Ardan no se halló jamás.
Años después, los colonos reconstruyeron la superficie de Erkyon. El cielo volvió a tener nubes. Cada vez que llovía, las gotas despedían un leve brillo azul. Los niños decían que si uno escuchaba con atención durante la tormenta, podía oír un murmullo grave, como si el propio viento susurrara palabras antiguas.
“Sigo aquí”, decía la voz. “El rayo no muere. Solo recuerda.”
Así nació la leyenda del hombre que se disolvió para devolver la vida al aire.
Y aunque nadie volvió a ver su rostro, todos sabían que cada trueno en Heron 9 era su corazón latiendo una última vez.