El Sacrificio De La Bestia
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La sangre manchaba el futuro; en la Federación Balcánica, debería haber sido de paz y prosperidad. En cambio, era una puta carnicería. Los Azures no eran invasores; eran depredadores, y su llegada a los Balcanes no era una invasión, sino una matanza a gran escala, un festín de vísceras y desmembramiento. Las ciudades antaño prósperas como Belgrado, Sarajevo y Zagreb ahora eran osarios al aire libre, morgues donde quienes comían eran los gusanos y las moscas, sus calles empapadas con la esencia viscosa de miles de vidas segadas. Pero en el corazón de esa podredumbre, una figura emergía del hielo, una leyenda olvidada bañada en la promesa de una resurrección grotesca. Vladimir “Vlado” Novak. Lo despertaron de su sueño criogénico, no para ser un héroe, sino una herramienta, un bisturí nanotecnológico diseñado para desatar el infierno entre los opresores. Los nanobots, esa plaga microscópica que corría por sus venas, no solo le otorgaban reflejos de depredador y una fuerza bruta que desgarraba el acero; también le susurraban secretos de guerra, de estrategias sangrientas que harían sollozar al mismísimo diablo. Era la Última Bestia de los Balcanes, sí, pero ¿qué bestia sacrifica su alma para mancharse las manos con tanta putrefacción?. Cuando abrió los ojos, la desorientación era un velo espeso, pero la verdad de la devastación le arrancó un gruñido gutural. Edificios convertidos en cráteres humeantes, el hedor dulzón de la deliciosa carne quemada y la visión de cuerpos destrozados, esparcidos como muñecos rotos, con sus rellenos botando de sus extremos. Cada rincón, un grito silencioso. La paz, esa jodida utopía, se había disuelto en un charco de sangre. Vlado aceptó su destino con la resignación de un verdugo; cada fibra de su ser se tensó para el único propósito que ahora le quedaba: proteger a su pueblo de la aniquilación total.
La lucha no era limpia, nunca lo fue. Era una danza macabra de desmembramiento, una sinfonía de gritos y huesos rotos. Novak se movía entre la masacre con una eficiencia brutal. Sus manos, revestidas por la nanotecnología, eran guadañas que cortaban la carne alienígena con una facilidad aterradora. En Belgrado, los Azures, criaturas de piel iridiscente y garras afiladas, cayeron como moscas bajo sus golpes. Un solo puñetazo suyo era suficiente para reventar un tórax, esparciendo órganos y fluidos alienígenas por el pavimento. Las calles se convirtieron en ríos de asquerosidad, los adoquines resbaladizos por la sangre viscosa que brotaba de las heridas abiertas. En Sarajevo, el aire olía a hierro y terror. Los Azures buscaban el Oriplast, un mineral brillante que latía bajo la tierra y que alimentaba sus máquinas de guerra. Novak y su célula de guerrilleros, unidos a él en el curso de batallas y batallas, un puñado de sombras desquiciadas por la venganza, se movían entre las ruinas. Las emboscadas eran trampas de muerte, cada bala una promesa de agonía infinita para el enemigo y un placer absoluto para los insurrectos. Novak, con una sierra improvisada arrancada de un muro destrozado, rebanaba extremidades, abría vientres y observaba cómo las entrañas de los Azures se derramaban como un puñado de serpientes. La escena era una masacre, un lienzo de horror pintado con una buena provisión del mejor rojo y humectado con tripas. Fue en medio de este infierno donde encontró a Jasna Korac, una mujer cuyos ojos ardían con el fuego de la pérdida. Su familia había sido sacrificada sin contemplaciones para los Azures, y su dolor se había transformado en una cuchilla afilada. Jasna no confiaba en nadie, menos aún en un hombre que parecía una máquina de matar. Pero compartían algo más profundo que la desconfianza: la sed de venganza, la necesidad de brotar la sangre de sus enemigos. Juntos, no eran héroes, eran los verdugos que el pueblo necesitaba. Ella, con su mente aguda, y él, con sus puños ensangrentados, orquestaban el caos, sembrando el terror en las filas alienígenas; había más miedo en enfrentarlos que en enfrentarse a sus superiores.
Pero el precio de ese poder era una tortura lenta y silenciosa. Los nanobotsde Novak, esa maravilla tecnológica, comenzaban a fallar. Cada vez que desataba el torrente de su furia, cada vez que la sangre empapaba sus manos, los nanobots se sobrecargaban, royendo no solo su cuerpo, sino su mente. Fragmentos de su pasado, memorias de rostros amados, de momentos de paz, se disolvían como arena entre sus dedos. La línea entre Vlado el hombre y Vlado la máquina asesina se desdibujaba, amenazando con consumirlo por completo. ¿Hasta dónde podía llegar el sacrificio antes de que solo quedara una cáscara vacía, una marioneta de sangre y acero? Las victorias de Novak eran efímeras, cada triunfo una capa de piel arrancada para revelar la podredumbre interna. La verdadera amenaza no venía de las estrellas, sino de las sombras, de la misma carne balcánica. Milos Vukovic, un político cuyo rostro era una máscara de la ambición, había pactado con los Azures. No buscaba la paz, sino el poder, la desmembración de la Federación Balcánica para forjar su propio reino. Los Azures le ofrecieron tecnología, armas, y él, a cambio, les dio a su pueblo, entregándolos a la masacre para que extrajeran su preciado Oriplast. Era la traición más vil, una puñalada en la espalda de una nación moribunda. Novak y Jasna tropezaron con esta verdad, una revelación tan nauseabunda como un cadáver putrefacto. La impotencia era un nudo en sus gargantas. El tiempo se agotaba, cada segundo un golpe de martillo en el ataúd. Los Azures, conscientes de la amenaza que representaba Novak, desataron a su campeón: Kal-Nor. No era solo un guerrero; era una abominación cibernética, su cuerpo una amalgama de metal y carne, sus habilidades un eco distorsionado de las de Novak, su tecnología diseñada para anular los nanobots que le daban vida.
La confrontación no fue una batalla, sino un sacrificio, un ritual de sangre. Las montañas de los Balcanes se convirtieron en un verdadero coliseo romano, el escenario de una carnicería a gran escala. La tierra misma tembló con el impacto de los golpes. Novak y Kal-Nor eran dos bestias furiosas, cada movimiento un intento de destripamiento, cada golpe un susurro de muerte. El aire se cargaba de la electricidad estática de la nanotecnología sobrecargada, y el hedor a sangre y metal quemado era insoportable. Novak, con cada golpe que asestaba, sentía cómo los nanobots se rebelaban, cómo su mente se borraba. Pero la visión de Jasna, luchando a su lado, la resistencia, cada hombre y mujer que se negaba a arrodillarse, le dio una fuerza renovada, una furia ciega. La sangre brotaba de sus heridas, pero él seguía adelante, un espectro de venganza. Kal-Nor era un hueso duro de roer; su cuerpo cibernético se regeneraba con una velocidad aterradora y sus golpes reventaban sus defensas. Pero Novak no se rendiría, no hasta que el último aliento de Kal-Nor se ahogara en su propia sangre. Con un grito que le desgarró la garganta, Novak se lanzó contra Kal-Nor. La nanotecnología brilló con una luz mortecina, el último aliento de un poder moribundo. El impacto fue brutal, un choque de acero y carne que resonó por las montañas. Novak, con una fuerza que no creyó tener, hundió sus manos en el pecho de Kal-Nor; sus dedos se retorcieron y desgarraron, buscando el núcleo de su ser. El metal se dobló, la carne se rasgó y, con un crujido espantoso, Novak arrancó el corazón orgánico de Kal-Nor de su pecho, un órgano palpitante, negro y brillante, que se desintegró en sus manos. La bestia alienígena cayó, su cuerpo inerte, un montón de metal retorcido y carne desollada. La victoria y el sabor de la sangre en su boca más fuerte que cualquier otra cosa.
La traición de Vukovic salió a la luz, una verdad tan repulsiva que el pueblo, empapado en el luto, se levantó en una oleada de furia. No había redención para Milos Vukovic. El pueblo, harto de la sangre derramada y las promesas rotas, no lo perdonó. No hubo juicio, solo una justicia visceral. El linchamiento fue rápido; la turba, cegada por la rabia, lo destrozó, lo desmembró, lo arrastró por las calles hasta que su cuerpo fue una pulpa irreconocible. La imagen era dantesca, un recordatorio de que la traición no tendría perdón. El pueblo no se fragmentaría, no, la sangre derramada había unido pedazos rotos. Novak, al borde del colapso, sus nanobots fallando por completo, se despidió. No había cura, no había regreso. Su cuerpo, destrozado por la batalla, no podía resistir más. Cada movimiento era una agonía, cada aliento era algo que se debía ganar con esfuerzo. Sus ojos, antes llenos de determinación, ahora reflejaban la calma de la muerte inminente. Jasna, con lágrimas en sus mejillas, lo abrazó. No había consuelo, solo la certeza de la pérdida. Él no era un héroe inmortal; era un hombre, destrozado por la guerra, consumido por la tecnología que lo mantuvo vivo. Su sacrificio era una victoria; si no, era un testimonio de la brutalidad de la guerra, de la inevitabilidad de la muerte cuando la vida se convierte en un arma. Cuando exhaló su último aliento, su cuerpo se desvaneció; los nanobots se disolvieron en el aire como cenizas de un sueño febril. No quedó nada, solo un espacio vacío y el eco de su brutalidad. Pero en ese vacío, Jasna se alzó, su corazón endurecido por el dolor, pero sus ojos ardiendo con una nueva determinación. El legado de Novak no sería el de un héroe invencible, sino el de una advertencia, una historia sangrienta sobre el costo de la guerra, sobre la necesidad de la unidad forjada en el fuego de la resistencia.
Ahora, ella lideraría, no con poderes sobrehumanos, sino con la voluntad férrea de un pueblo que había visto el infierno y había regresado, marcado por la sangre y el dolor, pero no quebrado. Los Balcanes se reconstruirían, pero no olvidaría el precio que se pagó. La paz no sería un regalo, sino una lucha constante, un recuerdo amargo de los cuerpos destrozados y las almas perdidas en el caos de la guerra. Porque la Última Bestia de los Balcanes no era un símbolo de esperanza, sino una cicatriz, un recordatorio perpetuo de la crueldad que se desata cuando los hombres se convierten en monstruos, y los monstruos, en héroes. Y la sangre. Oh, la sangre, nunca se borraría de la memoria de esta tierra.
"El verdadero diablo no está en el infierno, se encuentra en la crudeza de la guerra". RSG