Los Tsikyat Koyaan - La Última Ciudad De Argoth
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El viento gélido cortaba la vasta llanura, levantando polvo y escombros de lo que alguna vez fueron imponentes ciudades de piedra. Argoth, un reino que antaño floreció bajo la luz del sol, estaba sumido en una eternidad de sombras. En las alturas, las nubes oscuras formaban una capa interminable, ocultando el cielo en un manto de pesadumbre. A lo lejos, el resplandor de un incendio teñía de rojo las colinas rotas, y las figuras de los Tsikyat Koyaan, los últimos guerreros de su raza, humanoides con rasgos felinos, se recortaban en la penumbra. Kael’thar, llamado “el príncipe de las sombras”, observaba el horizonte. Su mirada era firme, aunque en su corazón se agitaban las tormentas de la incertidumbre. La maldición que lo había marcado desde su nacimiento no era solo un precio físico, sino un fardo emocional que lo arrastraba. Con el poder de las sombras fluyendo a través de sus venas, él había jurado unificar a su pueblo y devolverles la luz. Sin embargo, cada día parecía que esa promesa se alejaba más.
“¿Lo logramos, príncipe?” preguntó Rhyssa, la hechicera de la Niebla Eterna. Su voz, suave pero tensa, rompió el silencio que envolvía la escena.
Kael’thar la miró. “No lo sé, Rhyssa. Todo lo que tenemos es un rumor... Si es cierta la leyenda de la Cámara de la Luna Roja, tal vez podamos detener a Zaroth y su ejército. Pero...”.
“Pero... siempre hay un, pero en cada esperanza.” Rhyssa terminó la frase con una sonrisa melancólica. Sabía que el viaje era arriesgado, pero si algo los había mantenido vivos hasta ahora, era la esperanza de que pudieran derrotar al líder de los Suma Nazi, seres vivos corrompidos por las sombras, estos habían traído la oscuridad a su mundo. Vek’kor, el guerrero cubierto de cicatrices y hierro, se acercó. El peso de su armadura resonó con cada paso que daba. “No perdamos más tiempo. Cada minuto que pasamos aquí nos acerca más a la destrucción total. Zaroth tiene el control de Argothar. Si la Cámara tiene alguna oportunidad de salvarnos, debemos ir ya.”
Kael’thar asintió, y juntos, el pequeño grupo partió hacia la inexplorada región del norte, donde se decía que la Cámara de la Luna Roja se encontraba oculta en las entrañas de la Montaña Rota. La travesía fue ardua. A medida que avanzaban, el terreno se volvía más inhóspito. Los árboles de la antigua selva de Argoth habían sido consumidos por la maleza oscura, y el aire se cargaba de una pesada humedad que parecía envolverles los sentidos. Vek’kor lideraba la marcha, manteniendo los ojos alerta, siempre pendiente de cualquier amenaza. De pronto, en medio de una llanura desierta, fueron interceptados por un anciano de aspecto místico, que apareció de las sombras como si siempre hubiera estado allí. Sus ojos brillaban con una luz brillante que desbordaba sabiduría y temores. “Kael’thar, príncipe de las sombras, dijo el hombre con voz grave, “la profecía del Despertar ya está en marcha. No hay vuelta atrás”.
Kael’thar frunció el ceño. “¿Qué quieres decir con eso?”
“Nyxar,” dijo el anciano, “la entidad que sellaron vuestros antepasados, está despierta. La oscuridad que consume todo es el primer suspiro de su regreso. Si no detenéis a Zaroth y destruyes los portales, la oscuridad cubrirá todo el mundo. Y los Tsikyat Koyaan ya no existirán”.
El anciano les entrega un mapa antiguo, tan delicado como un papiro, casi deshecho por el tiempo. “Este es el camino hacia la Cámara de la Luna Roja. Solo aquellos con sangre de sombra pueden usarla. Debéis apresuraros”.
Sin decir más, el anciano desapareció entre las sombras, dejándolos con más preguntas que respuestas. Pero la verdad era clara: la hora final se acercaba, y el destino de Argoth estaba sellado por las manos de aquellos que habían olvidado el poder de la luz. Durante días, el grupo de guerreros cruzó desiertos y montañas rocosas, enfrentándose a criaturas mutantes nacidas de la oscuridad, pero también a sus propios miedos. La idea de que Nyxar pudiera haber despertado los perseguía constantemente, un recordatorio de que el tiempo apremiaba. Finalmente, llegaron a la Montaña Rota. La entrada de la cámara estaba sellada con antiguos símbolos arcanos que Kael’thar, con su poder sombrío, fue capaz de descifrar. Con un susurro de palabras olvidadas, la puerta se abrió, revelando un interior frío y oscuro. Dentro, una extraña energía flotaba, como si el espacio mismo estuviera deformado por una fuerza desconocida.
Rhyssa avanzó, tocando las paredes con sus dedos. “La magia aquí es poderosa… y peligrosa”, murmuró. “Debemos tener cuidado”.
Pero Kael’thar no pudo esperar más. Se dirigió al altar en el centro de la sala, donde descansaba una piedra negra, tallada con símbolos que no pertenecían a este mundo. La piedra resonaba con un poder tan fuerte que parecía hacer latir su corazón más rápido. Era el corazón de la Cámara, el artefacto que, según la leyenda, podía sellar la oscuridad por siempre. Fue en ese momento que escucharon un ruido proveniente de las sombras. Zaroth, con su presencia imponente, emergió. “Pensaron que podían escapar del destino”, dijo su voz, un susurro penetrante. “No hay esperanza, Kael’thar. La oscuridad es inevitable”.
La batalla en ese lugar se tornó feroz. Zaroth, empoderado por las sombras, lucha con una destreza aterradora, su cuerpo cubierto por una capa oscura que parecía absorber la misma luz. Kael’thar, decidido a acabar con la lucha, desató todo su poder sombrío. Al hacerlo, siente cómo su humanidad se desvanece con cada golpe, su alma perdiéndose en la oscuridad. Vek’kor y Rhyssa luchaban a su lado, pero sabían que solo Kael’thar podría derrotar a Zaroth. La cámara temblaba a medida que el combate alcanzaba su punto culminante. Rhyssa gritó a Kael’thar, “¡Deténlo!, ¡Usa la piedra!”.
Kael’thar, en medio de la lucha, entendió. La piedra era la clave, pero para usarla. Se acercó al altar, con Zaroth atacándolo con su espada en cada golpe, en cada embate. Finalmente, Kael’thar se arrodilla ante la piedra y, con un rugido desgarrador, canaliza todo su poder dentro de él hacia el artefacto. De pronto, un estallido de luz cegadora llenó la cámara. Cuando el resplandor se desvaneció, Zaroth y la oscuridad habían desaparecido, y la luz de la luna regresó a las tierras de Argoth. Pero Kael’thar no estaba allí. Solo quedaba la piedra, ahora brillante como nunca antes.
Rhyssa y Vek’kor regresaron a Argoth, la luz había regresado. La tierra había sido salvada, a cambio de la vida del joven guerrero; Kael’thar era irremplazable. La ciudad de Argothar, aunque en ruinas, comenzaba a reconstruirse. Los Tsikyat Koyaan, los últimos descendientes de una raza perdida, empezaban una nueva era, con la esperanza de que la oscuridad nunca volviera. Aunque la luz había ganado, Kael’thar sería recordado como la última luminaria de una era antigua, donde las sombras no podían consumir la luz.