Se Lo Tragó La Tierra
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“El hispano” era un bar regentado por Patricio Ibáñez y su mujer Alicia, al que no solían acudir en sus mejores épocas más de treinta personas a la vez, los domingos de enero y febrero eran su temporada alta. El resto del año puede que concurrieran los mismos cinco paisanos de siempre: Oscar Villanueva, su cliente más fiel, que nunca faltaba los fines de semana, ni los días entre semana después de su trabajo como sereno de la cabaña del lago Arroceras; Mateo Vélez, quien a pesar de ser vecino de Oscar nunca mediaban palabras allí dentro; Alejandro Vergés, carpintero, y en sus días libres, comisario del pueblo; Oscar Antúnez, el ‘otro’ Oscar según el primero (“yo llegué acá primero”, siempre le reprochaba cada vez que sacaba el tema a flote); y Aldo González, retirado herrero.
Pero aquel ordinario domingo de abril a Alicia le extrañó no ver ni a Mateo ni a Aldo. No eran tan cercanos aunque sabía que estarían posiblemente trabajando ambos en la estancia de Mateo. Para ser un pueblo chico, Yunka Suma era algo peculiar; sus habitantes sólo se limitaban a convivir y a hacer negocios cuando era necesario. Un lugar algo necesitado de chismes quizás.
Cerca de las 12:30, el horario en que la cocinera del bar tendría listas unas 5 órdenes de milanesas de ternera con los gustos únicos de cada comensal (‘Especialidad de la casa’, rezaba el desdibujado cartel afuera del establecimiento), Mateo interrumpe la procesión gastronómica dando un portazo, mientras entra gritando: “¡A Aldo se lo tragó la tierra!”
La primera reacción de los espectadores fue soltar una carcajada, tal como las que Álvaro ‘el duende’ Ávila suele provocarles con sus monólogos sobre la vida en San Fernando del Valle, 200 kilómetros al sur (‘los de la ciudad son todos unos ignorantes’, repetía a cada rato).
La primera en dejar de reír fue la propia Alicia; tal vez reconoció en el rostro de Mateo una expresión de pánico o susto. Era un viejo algo mentiroso (todos los habitués de “El Hispano” lo eran), pero algo le decía que podría estar hablando en serio.
La cocinera le ofreció sentarse pero Mateo la interrumpió bruscamente: “¡No me escuchaste! ¡Te estoy diciendo que al viejo se lo tragó la tierra!”
“¡Bueno, bueno, no le hablés así a mi mujer!”, respondió Patricio desde atrás del mostrador, gesto que trajo a Alicia viejos recuerdos.
Mateo se negaba a sentarse, estaba completamente alterado; y sin hacer caso de la respuesta del dueño del bar, corrió hacia afuera gritando: “¡Necesita ayuda! ¡Vengan! ¡Les estoy diciendo que desapareció!”
Los presentes comenzaron a tomarse en serio a su vecino y quisieron dar una mano, pero entonces llegó la primera incógnita, y con ella, el primer indicio de locura.
“¿Dónde estaba Aldo?” Mateo dudaba, no sabía qué contestar. Patricio insistió: “¿Lo viste en su casa o estaba en tu estancia?” “Eh sí, bueno…yo” “¡Qué! ¡¿Qué pasó?!”, aportó Alejandro. “No, no sé dónde está” “Sí, ya lo sabemos, pero ¿dónde lo viste por última vez?”
Entonces dijo algo que desconcertó a todos: “No sé dónde está su casa”
Algo también curioso sobre Yunka Suma es que de sus 515 habitantes, sólo dos sabían dónde vivía exactamente Aldo (el propio Mateo y el ‘duende’, quien se encontraba visitando a su hijo en su amada San Fernando). La verdad es que su rancho estaba en medio de un monte bien tupido, a la ladera de un cerro, sin senderos claros para llegar, y a unos cuatro kilómetros de la plaza del pueblo.
Alicia entonces propuso ir entre todos hasta el monte y buscarlo, mientras Oscar (el ‘otro’), que era más apacible, intentaría hacer que Mateo les diera la mayor cantidad de información posible. No todos los días hay desapariciones en aquel ya perdido lugar.
El siguiente indicio de desequilibrio llegó cuando le preguntó con cautela que estaban haciendo allí. El señor Vélez sólo se limitó a decir que buscando oro. Aquel comentario sonaba descabellado; todos sabían que la mina de oro más cercana estaba a unos 600 kilómetros al oeste, cerca de Chile.
Eso y que su aliento oliera a alcohol no hacían que fuera fácil creerle.
Luego, Mateo brindó otros detalles más (dijo haber sentido un terremoto, ver un derrumbe enorme y a Aldo y su rancho desaparecer bajo sus pies) que comenzaban a confirmar la primera teoría que lanzó el ‘primer’ Oscar: Mateo se había vuelto loco.
Desde que su mujer había muerto, Mateo venía más a menudo al bar, pero ya casi no hablaba, sólo para pedir otra copa y la cuenta. Incluso había estallado contra su vecino Oscar por haber estacionado su rastrojero enfrente de su casa por cinco minutos.
Pero una cosa era cierta, Aldo no aparecía, ni tampoco su casa. Alejandro estaba casi convencido que su rancho debía estar cerca del cerro Asturias, a pocos cientos de metros de dónde el arroyo Arroceras desemboca en el lago del mismo nombre, así que lo siguieron en su búsqueda.
Lamentablemente, la tormenta que comenzó a las 17 de ese fatídico domingo hizo que la pospusieran hasta el día siguiente. Alejandro dejaría sus herramientas en casa y oficiaría de comisario toda aquella semana mientras coordinaba esfuerzos con la policía de San Fernando, la más cercana en cuanto a recursos.
Pero Aldo no apareció. Ni él, ni su rancho.
Alicia no dejaba de recordar por las noches: “¡Se lo tragó la tierra!” “¿Y si fuera cierto?”, se preguntaba.
Entonces, un equipo de búsqueda encontró entre varios troncos y árboles caídos, producto de la tormenta, unas ropas gastadas, las cuales Alicia supo identificar como pertenecientes al señor González. La búsqueda se intensificaría en esa zona por la siguiente semana, pero sin frutos.
Luego de 25 días de rastrillajes e investigación, se determinó que cesara la búsqueda de Aldo González, y que el señor Mateo Vélez fuera procesado por presunto asesinato, algo inaudito para un lugar tan tranquilo y con pocas noticias.
Pero al no haber pruebas, ni cuerpo, trasladaron al señor Vélez de la comisaría 4° de San Fernando al hospital psiquiátrico “Dr. Flavio Fermi”, pues no dejaba de vociferar que a Aldo se lo había tragado la tierra y, dado su reciente historial, era lo más oportuno.
Nadie podía atinar a lo que realmente le había ocurrido, pero peor aún, se recriminaban por no haber sido mejores vecinos. A partir de allí se cuidarían los unos a los otros, sí, se preguntarían “¿Llegaste bien?”, y cosas así.
Once años después, el progreso se haría presente en Yunka Suma cuando una empresa minera compró los derechos para excavar en cercanías del pueblo, según ellos, buscando zinc.
Pero lo que encontraron al explorar una antigua cueva derrumbada a no muchos metros del lado sureste del cerro Asturias no fue zinc.
Grandísima fue su sorpresa al descubrir vetas de oro en las paredes del subsuelo, pero la mayor y más espeluznante sorpresa fue toparse allí en el fondo de la cueva con los restos de una vivienda de barro, y a su dueño bajo ella.