La Casa De Los Músicos
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Jam sesión…
Apenas se estaba prendiendo la noche de jam sesión que había empezado con un brasilero tocando el piano de manera increíble, acompañado por su banda. La tanda de canciones estaba buenísima y el bar, como de costumbre, estaba ya bastante concurrido de turistas de todos los colores y nacionalidades; yo esperaba mi oportunidad para improvisar un poco en el escenario, mirando fascinado a un par de rubias de apariencia europea que sentadas en la barra tomaban caipiriñas e inspeccionaban visualmente el bar comentándose los detalles al oído y sonriendo con picardía.
Había pasado casi una hora de música brasilera cuando la banda paró y alargó la pausa. Maneco el pianista, era un hombre mayor, multi-instrumentista de humor luminoso y formas totalmente pulcras de tratar a las personas. Con un cigarro en la boca parecía querer darse un descanso y ahí aproveché para acercármele a preguntar si me permitía tocar un par de acordes, a lo que respondió que sí con una luz de alivio en los ojos pues tenía remplazo para su merecida fumada. Sentado frente al piano, cada segundo se me hacía eterno pensando en qué tocar que no desentonara, pues después de esa exhibición debía tocar algo que me divirtiera y a la vez mantuviese el nivel. El barullo de la gente se confundía con la charla de los músicos que se refrescaban con cervezas entre carcajadas y brindis delirantes. Yo sentía la presión de los ojos alrededor mío que empezaban a preguntarse si de verdad sabía qué hacer con esas siete octavas de teclas blancas y negras cuando me habían visto por ahí siempre con una guitarra al hombro. De repente, como si una verdad se me hubiese revelado pensé, que, si el brasilero tocaba samba, pues el caleño tocaba salsa, y sin ser ese el género en que mejor me moviera fui mandando sin aviso un arpegio de guajira cubana que hizo girar la cabeza a los presentes. Los músicos uno a uno fueron encontrando la forma de prenderse al ritmo y de repente se había formado la pachanga; otros músicos se fueron sumando, una clave, una chica con un saxofón, varios coristas. Ese fue solo el comienzo pues el brasilero me sugirió que siguiera tocando, así que arranqué otro montuno para armar otra descarga de lo más sabroso que nos puso a bailar.
Cedí mi lugar a otros músicos y cuando me iba bajando de la tarima la chica del saxofón me detuvo y dijo conocerme de los días en que vivía en Buenos Aires pues habíamos compartido tarima allá, ella con su banda de cumbia y yo con el conjunto al que había sido invitado. Maya era su nombre y estaba viajando con su compañero argentino Nahuel, también músico. Me alegró recordarla pues se vinieron a mi mente esos días en el cono sur, andando por el barrio Palermo o por avenida Corrientes en busca del sustento tocando canciones colombianas y caribeñas en medio del viento frío con su olor a tango y vino tinto, pero de momento mi prioridad estaba en las chicas de la barra, así que quedamos en encontrarnos al día siguiente en un lugar para preparar juntos algunas canciones, nos despedimos y me fui a encarar a las chicas de la barra. Las saludé, nos presentamos y me felicitaron por las canciones. Venían de Francia por vacaciones y acababan de llegar al pueblo. Estábamos en el ABC del cortejo cuando anunciaron que el bar cerraba y era necesario salir, las chicas se mostraron decepcionadas, ante lo cual les indiqué que era normal eso y que lo siguiente, era que los clientes de ese y otros bares nos íbamos a la playa a seguirla hasta el amanecer con música de guitarra, tambores, fogata y licor. Ellas medio incrédulas dijeron que estaría bien pero su cara sería otra cuando en efecto fuimos frente al mar y empezó la locura de verano.
Al día siguiente, Maya y Nahuel llegaron tarde al centro Cultural donde quedamos de encontrarnos, probamos unas armonías y de ahí fuimos hasta su casa para cocinar algo juntos pues ya pasaba la hora de almuerzo. Compramos algunas cosas en el camino para hacer una sopa: Yuca, ñame, pollo y el infaltable arroz. La casa era bastante modesta, pero con gracia, aunque tristemente descuidada y sucia. Tenía un cuarto principal a la entrada que no estaba en uso, una pequeña sala se conectaba con la cocina a través de una ventana que también era mesón tipo “cocina americana”, un baño y dos habitaciones más.
La tarea no resultó sencilla debido al desorden y a la ausencia de algún objeto limpio o en buen estado, pero nos la arreglamos para hacer un buen almuerzo que compartimos con sus compañeras de casa. Terminé pronto y me despedí pues estaba con tareas por hacer.
Conflicto colombo-francés…
Volví a la maloca donde estaba hospedado. La propiedad pertenecía a una mujer adulta que la había adquirido y organizado como “refugio” de artistas viajeros que quisieran compartir sus saberes con otros artistas y con la comunidad, sin embargo, en ese momento había hecho acuerdos con un viejo francés para que estuviese a cargo de mantener la casa a punto con un grupo de voluntarios.
Las idas y venidas al pueblo para tocar en las noches me reportaban ganancias y aventuras, mientras que mi trabajo como compositor seguía fluyendo, dándome la oportunidad de componer y grabar desde cualquier lugar para enviar a los clientes en Cali, de modo que todo brillaba de lo lindo, o en apariencia, pues en frente mío se enrollaba una ola de conflictos que me sacarían de la zona de confort que había creado como viajero en esa playa del caribe.
El francés tenía costumbres nudistas que me incomodaban por más libre pensador u hombre de mente abierta que me propusiera ser. Una tarde en que estaba yo recostado en la hamaca leyendo un libro para pasar el calor del verano, se me acercó desde atrás de la hamaca, desnudo de la cintura hacia abajo, preguntándome hasta cuándo tenía planeado o convenido estar ahí hospedado; intenté mantener la compostura y le respondí a secas que mi plan era estar hasta el final de la temporada, tratando de restar importancia a su frontal falta de respeto. Mis cosas empezaron a cambiar de lugar misteriosamente y, evidentemente, era el viejo francés que estaba intentando provocarme o aburrirme para que me fuera. La tasa se me colmó una tarde que dejé mi trillador con otras cosas en una silla y desaparecieron. Ahí se me voló la cabeza y ya no quise saber más de esa gente, así que empecé a buscar opciones de hospedaje inmediato. Uno de los músicos me dijo que podía ir a donde él vivía, un hostal con zona de camping justo en el sector más agitado de la calle principal.
Hablé con la dueña de la maloca y le expuse la situación, empaqué mis cosas y me fui. Ese cambio era interesante pero riesgoso pues instalándome en ese punto neurálgico del pueblo estaría expuesto a fuerzas importantes no convencionales. Era un salto al hervidero y solo esperaba divertirme a lo grande y estar lejos del viejo pervertido, mientras hacía el dinero necesario para, al final de la temporada, emprender la huida de ese lugar de fascinación y bajas pasiones.
Días de hostal…
Alquilé una cama en un cuarto compartido donde solo estaba un chico de Maracaibo a quien ya distinguía del pueblo pues tocaba los bongós medianamente y se sabía algunas canciones caribeñas. El resto de residentes eran artistas de diferentes disciplinas, meseros, personal de la máquina turística, y algunos gringos o europeos fascinados en la “Porno-miseria” que les presenta la sencillez y la precariedad de la subsistencia tercermundista. Por fortuna no fueron muchos días en ese hostal, o eso creí, pues era un alto voltaje estar rodeado de negocios aportando una inmensa cuota de decibeles al aire, lo que me hacía casi imposible concentrarme en mi trabajo de compositor o descansar a pleno.
Una de esas tardes vino Maya con Nahuel a decirme que se había roto la convivencia con las otras chicas de la casa, quienes se habían ido, de modo que tenían espacio si yo quería ir a vivir con ellos y aprovechar el tiempo para practicar juntos y grabar cosas. Me encantó la idea, así que, de nuevo a guardar mis cosas, empaqué mis instrumentos y me fui para la casa de los tortolitos. El nuevo movimiento incluía también al chico de Maracaibo quien sería el percusionista de la casa.
La casa de los músicos…
Maya era una saxofonista espectacular. Desde que la escuché con su banda en Buenos Aires me sorprendió la calidad de sus interpretaciones, y era indiscutible el respeto que le prodigaban a ella como motor melódico en un repertorio de alta complejidad y su capacidad de improvisación. Nahuel de su parte tocaba muy bien la guitarra y cantaba folclor gaucho una manera hermosa que me hacía pedirle sambas argentinas o chacareras continuamente. Había sido futbolista en un club de tercera división en el cono urbano de la misma capital, donde se conocerían y empezarían su vida como colegas, compañeros de viajes y después como pareja.
Los días que siguieron mi estatus de concertista fue subiendo, lo que me llevó a estar tocando algunas noches con los chicos de la casa y otras haciendo remplazos en otras bandas.Una de esas noches bajé al pueblo a vagabundear pues estaba libre de trabajo (como muchas noches), e hice la ruta típica: Llegar a la cabecera de la calle principal que lleva directo a la playa y caminar lento chequeando con sigilo cada local en busca de algo que reportara beneficios o placeres.
Después de ir y venir completamente aburrido y solo, me encontré algunos conocidos afuera de una discoteca donde más de una centena de muchachos y muchachas de la región se entregaban a la fiesta de sábado bailando reguetón, salsa, merengues y parrandas. Compartimos unos tragos hablando un par de horas hasta que la disco cerró. Unos cumbiamberos empezaron a tocar sus tambores y a entonar canciones tradicionales, lo que provocó un redondel de personas bailando y cantando. Saqué del bolsillo de la guitarra una guacharaca de san Jacinto con la que viajaba y empecé a acompañar la música frotándola enérgicamente con su peine de metal. No llevaba mucho rascando el instrumento cuando de entre la multitud salió una rubia, alta de ojos azules, preguntándome por ese objeto en mis manos que sonaba de manera tan particular. Le expliqué que la guacharaca es un instrumento ancestral, tradicional de esa región, construida a partir de un corte de caña que se tala en luna menguante y se deja secar para después hacerle muescas trasversales que al ser frotadas con algún guijarro produce su alegre sonido. Se la presté, jugó un poco con ella y empezamos a hablar de nosotros. Jeni era su nombre, nacida en Seattle, Estados Unidos, venía de México en donde trabajaba hacía un tiempo. La noche se nos alargó en medio de cervezas y cumbias, me pidió la acompañara hasta su hotel a unas cuantas calles; en la puerta nos besamos acaloradamente, más me dijo que no podía dejarme pasar por las condiciones del lugar, así que quedamos de vernos al día siguiente. Así empezamos un semi-romance de dos días en los que fuimos a la playa, al río, cocinamos juntos y nos dimos cariño.
Cuarentena…
El lunes siguiente se nos partiría la vida como a todos en esos días. Teníamos convenido tocar en un bar en la noche, nos preparamos y fuimos en el viejo automóvil del guitarrista, más al llegar, encontramos al dueño con sus empleados empacando todo el abasto del bar en camionetas y al vernos nos extendió el comunicado de toque de queda y restricciones debido a la cuarentena por covit-19 que ya regía en casi todo el planeta. Lo que siguió fue más o menos lo que todos vivieron: confinamiento y distanciamiento social, con la diferencia que al estar en zona rural nos dábamos la licencia de ir furtivamente al río o a la playa. Nos enfocamos en grabar una canción de Nahuel que estaba hermosa y esos fueron los momentos más especiales de la temporada. Ensayamos y grabamos las partes uno a uno con devoción monástica. Después nos enfocamos en editar las tomas y mezclarlas con todo el tiempo y la paciencia que nos permitía esa distópía por fuera de la pantalla en que nos vimos inmersos, y en medio de ello los tortolitos dieron una noticia: Maya estaba embarazada, lo cual nos llenó de luz y esperanza. Pero la neurosis pandémica nos fue llegando uno a uno.
El primero en pelar el cobre fue el percusionista, quien justificó su altanería en una triste historia y en su injusto pasado penitenciario. Ello pareció rebotar en el guitarrista que en en pocos días se marchó a una casa en otro pueblo. El siguiente fui yo, encerrándome cada vez más en la computadora y en las composiciones. Nahuel se enfocó en los cuidados de Maya perdiendo conexión con realidades inmediatas que no debían dejarse de lado. En medio de eso el percusionista exhibió su cara real y empezó a socavar mi reputación con los chicos.
¡Conspiración!!
Una noche llegué de callejear, aún era temprano, y el maracucho anunció que se iba a dormir de una vez porque estaba muy cansado, en un tono de solicitar silencio pues compartíamos habitación. Me quedé hablando un rato con el argentino antes de irme a dormir. Rápidamente concilié el sueño pues venía bastante cansado; al rato me despertó un rayo de luz que se colaba por la puerta entre abierta, así que me di vuelta hacia el rincón dando la espalda la luz, pero minutos después me despertó el personaje gritándome y desafiándome airadamente diciendo que yo lo había despertado al prender las luces y hacer ruido. Yo no entendía nada en medio de la somnolencia. Solo sabía que los argumentos de este tipo eran falsos y que no me podía involucrar en una discusión con alguien que te calumnia sin terminar en un desastre. De nuevo me di vuelta hacia la pared, ignorándolo, lo que le sacó de casillas y pateó varias veces el borde de la cama sin lograr que yo reaccionara. Seguido eso salió por la casa golpeando todo a su paso mientras se victimizaba y me acusaba de cosas sin sentido, sacó su colchón al patio mientras anunciaba a todo pulmón ser víctima de mi desconsideración. Al día siguiente se empeñó en dar una versión falsa de lo ocurrido y yo me equivoqué al reírme de la situación pues realmente logró torcer la voluntad de Nahuel con mentiras contra mí y la propuesta de sacarme de la casa para hacerle mejoras y alquilar mi espacio a turistas gringos. La propuesta además le servía para la tranquilidad de Maya en su embarazo. Finalmente nos reunimos, más que para resolver la situación, para notificarme de mi expulsión de la casa, lo cual no era un problema pues yo ya estaba hasta el techo de inconformidades y solo estaba esperando la oportunidad para moverme, en unos días donde era casi imposible hacer algún negocio o transacción a causa de la cuarentena. De todos modos, le agradecí a Maya y a Nahuel por haberme dado un lugar con ellos por esas semanas y me comprometí a encontrar otro espacio lo antes posible.
La llanta de un bus…
En un pueblo cerca de Bogotá, Maya solía trabajar como profesora de banda y, como a todos, le propusieron desarrollar sus funciones de manera virtual. Para la contratación le tocaba hacer trámites importantes en Santa Marta, así que se fueron una mañana temprano para tener el día completo y regresar con el último bus de la tarde. No desayunaron nada para ganar tiempo y nos despedimos amablemente, yo ya estaba preparando mis huevos y los vi alejarse a través de la ventana americana, ella con un hermoso vestido rojo, él con una pantaloneta azul y su camisa de rayas verticales. Yo usé el día para empezar averiguaciones sobre un nuevo hospedaje y al final de la tarde, cuando los chicos no llegaron, asumí que se quedarían en la ciudad donde algún conocido. Me fui a hablar con el señor de la tienda cuando escuché por segunda vez sobre un accidente grave que había ocurrido en la vía; esta vez presté más atención al enterarme que se trataba del último bus de la tarde. Se le había explotado una llanta en pleno movimiento llevándolos a chocar de frente contra una volqueta que venía en dirección contraria. Me preocupé sobre manera y empecé a buscar fotos o videos del accidente. Mis entrañas se engarrotaron cuando reconocí sus cuerpos en el piso cubiertos con las ropas ensangrentadas que vi limpias y llenas de sueños en la mañana. Al día siguiente nos informaron desde la embajada argentina que Maya había fallecido, y tuve la triste misión de ubicar a las familias con amigos comunes pues ellos no tenían redes sociales, para por teléfono dar la trágica noticia a su hermana. En la noche vinieron algunos colegas y amigos a darnos el pésame por la tragedia y acompañarnos con algunas canciones.
La madre vino en transporte privado hasta la costa y esta vez me tocó llevarle las pertenencias de Maya, el saxofón principalmente. Nos entrevistamos en un hotel donde di noticias de los últimos días de los tortolitos enamorados y la vida que esperaban. Nahuel aún luchaba por su vida en el hospital, pero unos días después nos llamarían a decirnos su cuerpo no resistiría más y su energía se uniría a la de sus amados en la eternidad. Me fui de esa casa en paz de saber que nunca actué mal contra ellos y sabiendo que del maracucho que tuvo la osadía de calumniarme y con me costó controlarme para no agredirlo con todo, se encargarían sus propias acciones, como en efecto terminó ocurriendo.