La Misiva

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Suenan las campanas. Otro día llega a su fin en la casa del señor, Jesucristo. Algunos fieles se retiran en silencio, otros se quedan rezando en voz alta pidiendo prosperidad, trabajo, alimentos o simplemente milagros que difícilmente se concreten. Kiara se mantiene en cuclillas, mirando un imponente retrato del Hijo de David: el mártir en la cruz, con su corona de espinas y dando sus últimos respiros. Un par de lágrimas empezaron a caerle del pálido rostro a la joven campesina. Su significado era algo que siempre le provocó fascinación durante su corta vida, su devoción al señor siempre fue total y algo a lo que se aferró desde que ella tenía memoria. Esa fascinación se había ido hacía cuatro años, su hermana pequeña, Sarah, había desaparecido con tan solo cuatro años de edad. Kiara adoraba compartir las enseñanzas de la biblia con la pequeña y con ello la ayudaba en el aprendizaje de palabras. Nunca se supo más nada de la infante a pesar de los fallidos intentos de la familia de Kiara por encontrarla. Ahora solo esperaban un milagro. Una señal. Un regreso. Por eso Kiara iba todos los días a la iglesia del pueblo a rezar en silencio, en su mente hablaba con el Señor y le rogaba con todo su amor incondicional que le devolviera a su hermana. No estaba dotada con la experiencia completa de la vida, pero aun así se sentía vacía.

Pese a la angustia, nunca perdió la esperanza de volver a jugar con Sarah, aunque su familia ya empezaba a asimilar que nunca volvería. Era común la desaparición de niños en el pueblo, las condiciones socioeconómicas no eran las mejores y eran más las personas que almorzaban de los restos de la basura que quienes podían darse el lujo de comer carnes y vegetales de manera equilibrada. A menudo los padres con múltiples hijos no podían cuidar de ellos y los enviaban a hogares de tránsito. O a las iglesias. O simplemente los abandonaban. En el hogar de Kiara eran cinco hermanos, dos niños y tres niñas. El señor y señora Van Druissen, padres de los cinco niños, no poseían las condiciones para mantenerse a ellos mismos, mucho menos a sus retoños. Aun así su casa tenía una pequeña granja, casi sin vida pero al menos podían sacar unas cuantas cosas de ello. Si la gallina ponía huevos habría tortillas por unos cuantos días en la casa, pero si la gallina no lo hacía el menú iba a consistir en sopa de arvejas rancias y pan duro. Kiara ayudaba en las tareas de la granja, como alimentar a las dos gallinas y cuidar de la única vaca del establo. Recordaba aquella vez en que Kiara fue con una recién nacida Sarah a observar como la vaca se alimentaba. Recordaba darle sus primeras comidas o la vez en que la niña estallo en risa al ver como la joven ordeñaba a la vaca.

Tenía frío. Su rasgado abrigo no la protegía de las temperaturas invernales de fines de diciembre. Aun así, nada la movería de su lugar. Nada interrumpiría su ruego. Pasados unos momentos se puso de pie, frotó sus flacuchentos brazos y decidió que era hora de volver a casa. La señora Druissen era demasiado estricta con los horarios de sus hijos, particularmente con el de las niñas. Luego de la desaparición de Sarah, la señora Druissen entró en una profunda depresión que llegaría hasta el punto de querer llevársela hacia el lado oscuro. Su esposo, a pesar de los escasos recursos, no se separó en ningún momento de ella y logro que hiciera unas cuantas consultas médicas, al mismo tiempo que la búsqueda de su hija continuaba por todo el pueblo. La familia Druissen parecía que no había sido premiada en absoluto por el Señor.

Al llegar a su casa, Kiara fue recibida por su madre. Estaba confundida. Ambas. La señora Druissen sostenía en sus manos lo que parecía ser una carta. Tenía el sello postal del correo del condado y aún estaba cerrado. La señora Druissen era analfabeta, nunca había podido leer y le pidió a la joven que la revisara. La misiva había llegado en el transcurso de la tarde a su casa y el Señor Druissen se había llevado a los demás niños de la casa a buscar alguna que otra provisión para el cuidado de la granja. Lo que sea que les alcanzara con un puñado de monedas. Kiara abrió el sobre y sacó una hoja de papel que estaba escrita en una de las carillas a mano. Más tarde desearía no haberlo hecho.

Estimado señor y señora Van Druissen: Probablemente no me recuerden. Soy el caballero que se presentó en vuestro hogar cuatro años atrás: Sir Donovan Dahmer. Tal vez no sea mi nombre real pero es con el cual ustedes me conocieron. Los visité en una época difícil para ustedes, la granja no los ayudaba demasiado y sus preocupaciones eran incontables. Seré honesto, sentí lastima por ustedes, fue por eso que les prometí volver al día siguiente con una canasta de alimentos y artículos que los sacaran de aprietos por unos días, a cambio yo me llevaría a la pequeña Sarah con el objetivo de que conociera a los animales de mi finca y cuando eso sucediera la traería de regreso con ustedes. Usted, Sra. Druissen tuvo dudas, muchas dudas, aún recuerdo su mirada instigadora, pero su esposo fue el claro ejemplo de la estupidez humana y me hizo feliz con su aprobación.

Sé por los periódicos del condado que aún siguen buscándola, no tanto como al principio, pero desean volver a ver a su pequeña. De vez en cuando viajo casi medio día solo para rememorar aquel día, aquellas horas, aquel momento. La pequeña Sarah llegó conmigo a la casa que en aquel entonces había elegido como mi lugar favorito en el mundo. En el medio del campo, lejos de la urbanización y de la miseria. Un pasto algo seco daba la bienvenida, por supuesto no me iba a tomar el tiempo de cuidar un lugar en el que no vivo. Ella ingresó primero, yo la seguí, me preguntó por los animales y no le respondí. Cerré la puerta con la llave y coloqué el seguro, volvió a preguntar y de nuevo no le respondí. Fue excitante. Me di vuelta y la bofetee. Cayó al suelo sollozando, cerré mi puño y la castigué. Lo disfruté. Cada golpe y cada salpicadura de sangre era éxtasis. Lloraba cada vez con menos intensidad, creo que estaba perdiendo el conocimiento cuando la estrangulé. El silencio nos abrazó a ambos. Ella estaba tendida en el suelo de madera y la abracé, quería compartir con ella su último calor. El borboteo de su sangre en mi piel era demasiado placentero. Compartimos un tierno momento juntos. La vida y la muerte abrazándose. Mientras escribo esta carta lo pienso, quizá haya sido una de esas ocasiones que suceden una vez en la vida, ustedes como padres deberían estar contentos por ello. Luego la desmembré: brazos por un lado, piernas por otro y la cabeza y el torso por separado. Me deshice de las partes, unas las arrojé a un lago, otras las tiré a la basura y las ultimas las enterré en medio de un descampado. Fue delicioso. Lo es hasta hoy, la verdad es que en el pecado encontré la salvación. Pueden ustedes estar en paz, pues no la violé, aunque podría haberlo hecho sin ningún esfuerzo: Sarah murió virgen.

Firma: Baphomet. Desde el infierno.

 

Kiara soltó la carta. No pudo controlar el vómito.

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