Asesinato En Tejada
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Comienzos del siglo VIII antes de nuestra era. El oppidum de Tejada se encuentra en franca expansión económica y social, los nuevos conocimientos adquiridos tras el contacto con los fenicios favorecen el óptimo desarrollo de la producción y productividad que queda reflejado en las mejoras técnicas y tecnológicas. El flamante oppidum en su conjunto es un ejemplo plausible de estos cambios. Sus calles y viviendas tienen un urbanismo de clara inspiración fenicia, sus potentes murallas salvaguardan reciamente a la sociedad de Tejada convirtiendo a esta construcción en una muestra sólida de vanguardismo en la época. Sin embargo, aún quedaba mucho que aprender.
De camino a Tejada, Abad, un destacado fenicio y su séquito, se acercan al oppidum. Junto al camino, en la falda de una colina, observa, no con demasiada atención, un santuario natural donde la comunidad de Tejada realiza sus ritos. Idolatrar a la naturaleza no forma parte de sus creencias, pero lo que sin duda si llama su atención aún en la distancia son las brillantes y altas torres del sistema defensivo. Logran intimidar a cualquiera que se proponga atacarlas, y son sin lugar a duda de vital importancia para proteger el almacenamiento y producción minero-metalúrgica de la ciudad.
Desde este enclave, fundamental para las explotaciones mineras del distrito de Aználcollar y Río Tinto del mundo tartésico, se abastece tanto Onuba como a Gadir a través del Lacus Ligustinus, por ello es tan importante para los fenicios y su comercio de metales.
Desde lejos la comitiva es escrutada por los guerreros que apostados en las altas torres de la muralla vigilan la entrada, dando la alerta al monarca. Abibaal, que sabía de la pronta llegada fenicia, decide salir a recibirlos con actitud de afable acogida. Sin embargo, una mirada oculta entre las calles observaba con insatisfacción los avances que los fenicios traen, está anclado en antiguas costumbres y tradiciones y se niega a aceptar aquellas que vienen desde el exterior.
Nada más acercarse Adab a la puerta ésta se abre, y franqueado por guerreros avanza hasta una plaza central en la que esperaba Abibaal que lo atiende con alegría. Sabe que viene a traer nuevas mejoras al oppidum y eso siempre es bien recibido, consigo porta hoy el torno rápido, nuevas técnicas de orfebrería, elaboración de vidrio, etc.
Esa noche cenaron juntos y conversaron durante horas. Adab permanecería varias semanas en la ciudad. Acordaron que sus artesanos enseñarían a los autóctonos todo lo necesario sobre las diferentes técnicas que ellos ya manejaban, llegándose a igualar a los propios fenicios, además de cerrar nuevos acuerdos comerciales.
Tras comer y beber un vino de excelente calidad, Adab se fue a la vivienda proporcionada por Abibaal sin sospechar del trágico destino que le esperaba. De madrugada alguien se introdujo en su vivienda y lo asesinó con un puñal. El fenicio mantuvo un forcejeo previo en el catre. No fue fácil para aquella sombra nocturna clavarle el puñal en su tórax, sin embargo, consiguió finalmente reducirlo y hundir la hoja de su arma varias veces más en un pecho del que emanaba abundante sangre y el último hilo de vida del sorprendido visitante.
Al día siguiente empezaba el aprendizaje en el interior del oppidum. Nadie salía de la vivienda de Adab para organizar la instrucción. Fue un miembro de su séquito quien extrañado por la ausencia de Adab decidió entrar a su vivienda, encontrando allí el yerto cuerpo de su señor.
Abibaal, tras recibir la noticia, prometió vengar esa muerte, pero ¿quién había podido cometer tal crimen?, era un recién llegado y no se le conocía ningún enemigo allí. No sabía por donde empezar así que ordenó al jefe de su guardia personal, Belshazzar, que se encargara de buscar al asesino, debía encontrarlo cuanto antes e imponer la ley. Además tenía que hacer ver a sus amigos fenicios que eran bienvenidos entre ellos y que ese acto sería castigado con la ejecución pública del agresor.
Rápidamente Belshazzar se puso manos a la obra, entró en la vivienda y buscó cualquier indicio que supusiera una pista. Examinó de forma concienzuda hasta el último centímetro de la vivienda, el catre y el propio cuerpo inerte con detenimiento. Los restos de sangre eran cuantiosos, incluso aparecían salpicaduras en las paredes, pero lo más interesante eran las huellas de las pisadas del asesino sobre aquella sangre derramada por el suelo de tierra batida. Cuando observó esto último sacó su puñal y comprobó la profundidad y longitud de la pisada, prácticamente toda la hoja del mismo. Pudo apreciar además el trazo de varios puntos que coincidían con costuras concretas de las sandalias. El problema estribaba en que las sandalias de los moradores de Tejada en general tenían una forma similar, aunque al ser realizadas de manera artesanal por cada familia contenían algunas características diferenciales. No obstante sería complicado identificar una sandalia en concreto.
Ante la demora en la resolución del caso la comitiva fenicia decidió marcharse. No fue posible iniciar el proceso de aprendizaje esperado por el monarca ni acometer los cambios que ya proyectaba, así mismo los acuerdos comerciales tampoco fueron ratificados. La situación era difícil, ya que podría suponer que otros oppida fueran ahora los que se beneficiaran de las relaciones con los comerciantes fenicios, favoreciendo esto su situación de preeminencia con respecto al oppidum de Tejada. Abibaal debía de dar con el asesino y ejecutarlo lo antes posible.
La realidad aún se tornó crítica más para Belshazzar que había sido designado por el monarca como el responsable de encontrar al autor del homicidio y cuyas pesquisas no obtenían los frutos esperados. Tendría que pagar por su incompetencia. Fue condenado al destierro, su vida pendía de un hilo y debía buscar un lugar donde resguardarse del peligro que ya le acechaba. Desesperado dirigió sus pasos hacia el santuario para rogar y solicitar a la diosa madre su ayuda.
Cuando llegó, el sumo sacerdote, Menetes, se encontraba en el lugar realizando una libación. Belshazzar se acercó a la entrada del abrigo para dejar un exvoto que lo representaba a él, en actitud orante, suplicando auxilio. Sus ojos, aún envueltos en lágrimas, desviaron su atención hacia la marca de una pisada en el suelo. Su similitud con la huella del asesino del aristócrata fenicio secó sus ojos y avivó su espíritu casi de forma inmediata. Sacó su puñal y rápidamente corroboró la total coincidencia, el asesino estaba cerca.
Sin embargo, cuando Menetes vió a Belshazzar sacar el puñal, exaltado instó al guerrero a abandonar aquel lugar sagrado, estaba totalmente prohibido blandir arma en un santuario y por ello sería castigado por los dioses. A empujones Menetes lo obligó a salir fuera del recinto sagrado del santuario advirtiéndole del peligro de su vuelta. Ante tal circunstancia Belshazzar se puso de rodillas solicitando el perdón del sumo sacerdote, a lo que Menetes respondió con una negativa rotunda e inmisericorde. Mientras se alejaba del afligido y suplicante soldado, su paso firme y decidido expuso ante Belshazzar la impresión clara sobre la tierra de la pisada de aquel férreo hombre espiritual. La sorpresa fue mayúscula, las marcas y la medida no daban lugar a dudas, aquella huella era igual que la del asesino.
Pero ¿qué podía hacer?, el sumo sacerdote era intocable y sólo el rey podía acusarlo y detenerlo. Además, él había sido desterrado y no podía acercarse al oppidum, o sería ejecutado. Ante un futuro incierto nada tenía que temer, así que decidió finalmente intentar hablar con Abibaal. Rogaría que lo escuchara y, aunque era una misión altamente peligrosa, inició su marcha.
Conforme se iba acercando a las formidables murallas comenzaron a centrar la vista en él los guerreros apostados en las torres, que permitieron se acercara hasta la misma puerta. Eran hombres que admiraban a aquel guerrero que los había llevado siempre a la victoria. Sin embargo, la guardia personal del rey contaba ahora con un nuevo jefe, Ortro, cuyo carácter despótico había conseguido granjearse en poco tiempo la animadversión de la mayoría de hombres a su mando. Nada más verle Ortro ordenó al desterrado se alejara inmediatamente de la ciudad so pena de mandar a los soldados que arremetieran contra él. Belshazzar, frío ante las advertencias, solicitó hablar con el rey, expresando que ya sabía quién era el asesino de Adab. Ortro no estaba dispuesto a ceder, le espetó que ya era tarde para redimirse y de nuevo le exhortó a marcharse lejos de allí.
Ante la negativa de Belshazzar, Ortro, junto con dos de sus hombres, bajó desde la muralla y caminó extra muros. Era la hora de luchar, morir o vivir, era sólo una cuestión de disciplina, adiestramiento y manejo en las armas, tendría que luchar contra tres guerreros, sin embargo, Belshazzar, era el mejor entre ellos, admirado por todos y curtido en batalla, nunca había perdido ninguna como jefe militar, pero luchar contra tres era un reto suicida hasta para el mejor.
Estaba preparado para luchar, se colocó su capacete perfectamente adaptado a su cabeza. Sobresalía la belleza de los largos cuernos ondulados que denotaban su anterior mando. Tomó su fuerte escudo de la empuñadura, adelantó su pierna izquierda y colocó la lanza a través de la escotadura del escudo sujetándola desde el último tercio y sobresaliendo de la escotadura el primer tercio de la misma. Sobre el pecho un jubón acolchado que intentaría repeler algún golpe, y como armas cuerpo a cuerpo utilizaba un puñal y su espada de lengua de carpa heredada de sus antepasados y que pareciera bendecida por los dioses. Nunca había sido vencido en combate, todo ello dejaba relucir que su derrota iba a salir muy cara a sus adversarios.
Era la hora, sus rivales se colocaron en abanico delante de él, no hay que olvidar que eran guerreros, pero no tan curtidos y expertos como Belshazzar. Mientras observaba los movimientos de sus oponentes iba anticipando los pasos a seguir. El primero de los guerreros avanzó sobre él con un movimiento certero, Belshazzar puso rodilla en tierra y con su lanza golpeó sobre el tobillo de su adversario introduciendo la punta entre la tibia y el peroné, la giró y tiró hacia sí mismo consiguiendo con ello que el adversario cayera al suelo. Aunque había eliminado a ese rival que ya no podía ponerse en pié, había perdido la lanza, encajada entre los dos huesos, y aún pudiendo dar muerte al enemigo con otro certero movimiento, decidió dejar a aquel guerrero tirado en el suelo sin darle muerte. Había estado bajo sus órdenes y no estaba dispuesto a terminar con la vida de ese padre de familia.
Ahora sólo quedaban dos. Ortro empujó al guerrero para que combatiera contra Belshazzar, pero este retrocedió. Por su mente se atropellaban los pensamientos, también él había estado bajo las órdenes de Belshazzar y tenía miedo a enfrentarse a tal potente guerrero. Ortro no dudó, sacó su espada y bramando la cobardía del guerrero atravesó su pecho dándole muerte.
Tras este lance, Ortro, que era también un guerrero audaz, demostraba que haría cualquier cosa para eliminar a su adversario, de hecho estaba intentando desequilibrar emocionalmente a Belshazzar, que era hombre de honor, para facilitar así su distracción en el combate. Belshazzar se lanzó al ataque espada en mano, pero Ortro le estaba esperando. Rechazó con su escudo el impacto y lanzando una certera estocada golpeó la mano de su adversario haciéndole perder su espada e hiriendo su mano diestra. Rápidamente lanzó contra su escudo estocada tras estocada, que a duras penas pudo contener Belshazzar, hasta que finalmente cayó al suelo, sin escudo y sin espada, estaba a merced de su rival. Ortro tiró su escudo y con una sonrisa le dijo,
- ¿Dónde está ahora ese formidable guerrero?.
Espada en mano se dispuso a dar muerte a Belshazzar. Pero Ortro, que se encontraba en pleno júbilo tras pronunciar esas palabras, dedicó también una mirada a los guerreros de las torres y a aquellos que estupefactos contemplaban a su antiguo líder militar tirado en el suelo, sin controlar en ese breve espacio de tiempo a un adversario aún vivo. Aquellos escasos segundos de distracción sirvieron a Belshazzar para asir la espada cercana que el guerrero postrado aún en tierra le lanzó con acierto. Cuando Ortro alzó su espada contra el cuerpo de Belshazzar, éste se giró pudiendo contener el envite de la espada que rozó su julón e introduciendo el filo de la suya a través de la axila de su adversario atravesando todo su cuerpo y dándole muerte.
Se hizo el silencio, Belshazzar se levantó, tomó su espada y escudo y atravesó las puertas de la muralla. Ante sí más de diez guerreros se interponían entre él y el rey, que con el alboroto de la batalla se acercaba a la zona, pero Belshazzar no se asustó. Venía a hablar con el rey y así lo iba a hacer. Los guerreros sacaron sus espadas, era sin duda un suicidio, pero estaba dispuesto a consumarlo.
Abibaal ordenó dejaran acercarse al exiliado. La valentía de Belshazzar hizo que éste le permitiera oír aquello que tenía que contarle. Ambos entraron en los aposentos del monarca y Belshazzar le expuso el relato de lo que había averiguado.
Los fenicios no sólo trajeron avances tecnológicos y urbanísticos, como lo atestiguaba en sí el propio oppidum de Tejada, sino también ideológicos y religiosos. Los dioses tradicionales estaban empezando a ser sustituidos por otros nuevos de inspiración oriental, en un sincretismo entre lo propio y ajeno al que Menetes no se adaptaba. Sintiendo peligrar su posición como sumo sacerdote, decidió eliminar el problema asesinando a aquel que lo importaba, el fenicio Adab.
Tras meditar lo sucedido Abibaal decidió apresar a Menetes, y en presencia de los fenicios, a los que hizo llamar, dio muerte al sumo sacerdote de Tejada y restituyó además en su puesto a Belshazzar. Ante la ejecución de tan alto miembro de la aristocracia, responsable de los asuntos religiosos, los fenicios se dieron por satisfechos, volviendo a restaurar el proceso de intercambio y aprendizaje: torno rápido, metalurgia del hierro, nuevos animales y plantas, nuevas técnicas de orfebrería, la escritura…se convertirán en el fruto más preciado para los habitantes de aquel oppidum.
Pero el plan del rey iba mucho más allá. Tras lo ocurrido decidió convertirse él mismo en la máxima autoridad religiosa, y será a partir de aquel momento cuando la realeza combinara el poder real con el poder espiritual en una especie de monarquía sacra que se extenderá rápidamente por el mundo tartésico a partir del siglo VIII antes de nuestra era. La mezcla hábil de la nueva ideología fenicia con la tartésica, en una suerte de sincretismo, que combina los dioses y diosas de ambas religiones bajo una estética oriental, acabaría definitivamente por orientalizar la cultura tartésica.