Gusanos

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Estaban discutiendo acerca de algo. Mi hijo, entre sollozos, intentaba redondear una idea mientras mi mujer lo interrumpía una y otra vez con evidente angustia. Yo estaba francamente incómodo con la conversación que sostenían, y desvié la mirada poco a poco. Así, me concentré en una mancha de humedad que había en un rincón de la sala. 
Y entonces oí una voz.
Un sujeto de acento árabe, que hablaba apurado y con tono grave, parecía querer alertarme de algo. Giré para ponerme de frente a él y con un movimiento hábil de mi brazo conseguí apoyar la punta de mi sable contra su cuello. Le lancé una mirada intensa y le pregunté qué más sabía él de todo aquello que pregonaba. Respondió, sin mejores argumentos, que podía jurar por Alá que existía un paraíso. El hombre transpiraba y estaba asustado. Pero no me pareció que estuviese mintiendo. Entonces montamos nuestros camellos y por las arenas ardientes del desierto anduvimos durante casi dos horas. Al fin llegamos a una montaña donde había una gran cueva. Él la señaló con una vaga certeza. Era un agujero oscuro, y tuve la sensación, no sabría bien por qué, de que allí se escondían antiguos astrólogos zoroastristas. Le ordené que entrase primero. Y eso hizo. 
Mientras aguardaba su regreso, bajo el rayo abrasador del sol de Medio Oriente, alguien me tocó el hombro. Volteé y, antes de poder identificar al extraño, recibí un golpe sobre la ceja izquierda que me produjo un desmayo.  
Minutos después desperté maniatado en un extraño lugar. Me sentía exhausto. Había un olor putrefacto, como a desechos humanos y a hongos. Deberías creer, me dijo un hombre que estaba a unos tres metros, Porque te van a matar de todos modos. Y entonces… de qué serviría, le pregunté. Porque así podrás ir al cielo del que tanto hablan. Al cielo, pregunté. Sí, así dicen, Debes creer y arrepentirte. Arrepentirme, de qué exactamente. De todo lo que has hecho, de lo que has sido, todos somos pecadores. Si alguna vez hice algo malo creo que le pedí disculpas a quien correspondía, soy un buen hombre y no me interesa el cielo, qué carajos hay en el cielo, siempre viví en la tierra, no conozco otra cosa ni me interesa. Debería interesarte, porque Dios también podría mandarte al infierno. Quién. Dios. Qué clase de Dios haría eso. No lo sé, es lo que dicen. Quién lo dice. Ellos. Quiénes son ellos. Los elegidos por Dios. Ah, pero qué conveniente. Como sea, deberías arrepentirte, al menos por las dudas de que sea cierto. 
El hombre de pronto abrió los ojos con miedo y no supe comprender su gesto. Alguien se acercaba a mí por detrás. Con descuidada hostilidad, como si me tratase de un animal, colocó una gruesa soga alrededor de mi cuello y me arrastró por unos pasillos. A los tirones llegamos al pie de unas escaleras circulares por las que ascendimos hasta llegar a una abertura. Y desde aquel punto pude notar con claridad la altura en la estábamos. Sobre el dintel había un grueso listón. Allí anudó el otro extremo de la soga. Debajo se podía oír el murmullo indescifrable de una multitud. Me apoyó contra los labios una cruz de madera, prácticamente me obligó a besarla, y sin perder tiempo se puso detrás de mí y me pateó la espalda provocándome la caída. 
Sentí la fuerte sacudida en el cuello y oí cómo mis vertebras tronaban al romperse. Mis ojos se cerraron.  
Exhalé profundamente y me llevé las manos a la garganta y a la cara. Un Chamán de aspecto amazónico me observaba y sonreía. Estábamos sentados junto a las llamas de un fuego de brillo absurdo. El hombre, de cierta arrogancia ancestral, me ofreció un cuenco que contenía una bebida de la cual estaba sirviéndose vaya a saber desde cuándo. 
Me negué. 
El Chamán volvió a sonreír. Repitió algo acerca de mi espíritu, de la eternidad, de la existencia, y volvió a ofrecerme de la bebida.
Esta vez accedí. No tenía excusas concretas para volver a negarme, y tragué un largo sorbo. 
De pronto, noté cómo los colores se volvían uno solo. Todo era de color rojo y sus miles de matices. El Chamán seguía riendo o sonriendo, pero ya no me miraba. Ignoraba rotundamente mi presencia. Noté que su sonrisa era más bien una mueca firme, como si hubiese sido capaz de sostenerla por mil años, y que observaba el fuego chispeante con absoluta calma, con si hubiese estado sentado desde siempre ahí mismo. Corrí desnudo por la selva mientras mi cuerpo comenzaba a volverse tan liviano como una pluma. Corrí sin detenerme, corrí y corrí hasta llegar a un enorme precipicio. 
No habría podido detenerme, me sentía tan liviano. 
Así que me arrojé sin pensarlo. 
La caída duró algunos minutos. U horas, o días, o acaso siglos. No lo sé. Perdí la noción del tiempo. Y solo recobré cierta conciencia luego de hacer contacto contra el suelo. ¿Seguía vivo? Increíble. A mis oídos pronto llegó el susurro de un río cercano. El agua que corría, huidiza entre las rocas, se me ocurría fresca y cristalina en la imaginación. Y en sus riveras descubrí a un hombre delgado que se hallaba sentado sobre la hierba, bajo la sombra de una higuera, y que parecía tan sereno como el propio árbol. Tenía los ojos cerrados pero podía percibir mi presencia. De su boca no salió un solo sonido, pero me confesó que estaba allí desde hacía más de dos milenios. Comprendí que el hombre buscaba algo, que su búsqueda era permanente, y que aquella búsqueda había sobrepasado la angustia, que era una búsqueda que lo llenaba de paz; que la búsqueda constante era también el fin y no solo el medio. Un camino eterno hacia la eternidad. Con la fuerza de sus pensamientos me invitó a llevar mi propio espíritu por aquel camino de paz infinita. Cómo debo hacerlo, le pregunté con algún entusiasmo. Debes buscar dentro de ti mismo, respondió. Qué significa eso, cómo se hace, insistí. Pero el hombre solo se volvió de piedra, y para mi sorpresa ya no pude volver a conocer sus palabras.            
Una profunda soledad comenzó a invadirme y a recorrer mis ojos, llenándolos de humedad. Y todo alrededor se volvió penumbras. Cerré los ojos, apurando algunas lágrimas, y entonces sentí un cosquilleo sutil. 
Poco a poco, las cosquillas se extendieron por todo mi cuerpo, se adueñaban de mis espacios sensibles. Abrí los ojos y pude ver a miles de gusanos recorriéndome. Pero no me asusté. Con tranquilidad devoraban mi carne y mis huesos. Y ¡ah, eran tan maravillosos! Significaban una transformación inexorable, la única verdad concebible. Los admiré durante un largo rato y hasta conseguí tomarles cierto cariño. En verdad, se me ocurrieron perfectos. Tanto que, de pronto, ya no extrañaba mi cuerpo. Ellos eran mejores. No estaban enfermos, todo lo contrario. Estaban voraces, llenos de vida.    
Lo mejor es la cremación, dijo mi mujer. El doctor no soltó ni una palabra, tampoco lo hizo mi hijo. ¡No, por favor, dejen que mis gusanos vivan!, fue lo último que salió de mi boca.    
 

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