El Sobreviviente
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Lo que llamó la atención de la prensa fue el estado del cadáver de la niña. El cuello roto por las poderosas mandíbulas del animal, el rostro y los brazos rasguñados, las ropas rajadas a tirones. A menos de diez metros suyos yacía el cuerpo del puma. No era frecuente que un puma atacase a un ser humano en esa región, pero tampoco era imposible. El animal presentaba dos balas de fusil en la cabeza y tres en el cuerpo. Pero lo que llamó la atención del viejo Tomás fue la explicación de Diego Ignacio Larrosch, el único sobreviviente. La prensa la expuso así: “Fue una distracción imperdonable, confesó Diego Larrosch, con lágrimas en los ojos. Yo había ido a colectar setas en el bosque, porque el hambre nos arreciaba. Los hongos eran nuestra principal fuente de alimentos. Iba solo, por temor de que la chica se equivocase y trajese alguno venenoso. Ella intentaría hacer un fuego. Cuando escuché el rugido de la bestia volví de inmediato, pero ya era demasiado tarde. Me ensañé disparándole”. A los pocos días, cuando alguien recalcó que los pumas no rugen, cambió “rugido” por “resoplido”. Más adelante relataban que el señor Larrosch se había presentado en casa de la tía y guardiana de la niña con dos grandes ramos de flores, una docena de rosas amarillas en uno y una variedad de claveles importados en el otro.
Amparo vivía con una tía en un departamento de Viña del Mar. Su madre, viuda desde su embarazo, había sido pareja de Tomás durante poco más de cuatro años, lo que no era conocido fuera de la familia y de la comunidad en los faldeos de la cordillera donde el viejo residía. Al morir la madre, el abuelo de Amparo, que vivía en Caleu, Tomás y la tía se habían disputado la tutela de la chica, a la que le faltaba un mes para cumplir once, imponiéndose la tía, que gozaba de riquezas e influencias que los hombres no tenían. En la corte la mujer había tratado al abuelo de “viejo salvaje” y a Tomás de “anarquista polvoriento”. “Mi sobrina necesita una educación de calidad, centrada en la moral y los modales de la gente decente”, había declarado. La chica, que en ese entonces audacia no le faltaba, había repetido una y otra vez que quería vivir con Tomás y visitar seguido a su abuelo, pero sus declaraciones fueron desechadas dado su edad.
La avioneta que llevaba a los cuatro había caído en un bosque al oeste de la Región de la Araucanía, cerca de la cordillera de los Andes. Los motores prendieron fuego por una falla técnica, y el piloto con gran habilidad consiguió hacer planear la avioneta hasta poca altura, pero en el aterrizaje golpeó contra obstáculos rocosos y su estructura se quebró en varias partes. El piloto falleció en esa maniobra. El chaperón de la niña, amigo de la tía, quedó malherido y murió horas después dentro del avión, porque no lo pudieron sacar. Diego Ignacio y Amparo tuvieron suerte, solo algunas magulladuras.
Larrosch había relatado a la prensa que Amparo era una adolescente tímida y retraída, que hablaba poco, pero que dio muestra de una gran resiliencia y algunos conocimientos del bosque y de la naturaleza, y que sobrevivir había sido una tarea de mutuo apoyo. La bestia que le dio muerte los había acechado antes, pero había desaparecido asustado por unos disparos al aire de su fusil. El hombre viajaba al sur siempre con un fusil, una pistola y un grueso cuchillo de campo. Fue él quien sugirió que la niña y su chaperón volaran al sur en su avioneta, donde una amiga de la tía los esperaba.
Tomás llamó a Larrosch mas no lo encontró. Le dejó un mensaje pidiendo hablar con él. Quería contarle su relación con la niña y hacerle algunas preguntas. Pero su intención cambió de rumbo cuando un detective de la PDI, que había sido vecino suyo en la comunidad y con quien guardaba una cordial relación a pesar de su natural desconfianza hacia las autoridades, lo citó en privado para contarle que durante la autopsia el doctor Segura, cuya exhaustiva minuciosidad producía tanto halagos como críticas, había descubierto trazos de semen en el cuerpo de la niña. Se había comprobado también que la chica ya no era virgen.
– No se ha difundido este hallazgo fuera de un pequeño círculo dentro de la institución. Queremos hacer pruebas de DNA antes de llegar a conclusiones definitivas y potencialmente un arresto. Pero quería hacértelo saber a ti primero.
Cuando Larrosch llamó de vuelta a Tomás, el viejo le dijo que una editorial lo había contactado. Como él escribía y tenía ya algunos libros publicados, esa historia era factible.
– Quieren que escriba un libro sobre un caso de sobrevivencia, y qué mejor que su caso, que ocurrió en nuestro país y está fresco en las cabezas del público.
– Mire señor – ¿cómo dijo que se llamaba? – Sí, bueno, don Tomás, la verdad es que esta fue una experiencia traumática para mí y prefiero dar vuelta la página y centrarme en mi presente. Además, necesito ir al sur nuevamente, por asuntos de negocios; iré en auto esta vez, parto el sábado a primera hora.
– Justamente de negocios quiero hablarle. Me gustaría hacerle una propuesta, que creo encontrará beneficiosa, y que le costará solo un mínimo de trabajo.
– No le entiendo, podría ser más explícito.
– Mire, estas cosas son preferibles hablarlas en persona. Lo invito a tomar desayuno conmigo el sábado. Yo a las cinco de la mañana ya estoy en pie, así es que usted me dice la hora y yo tendré todo listo. Mi comuna le queda en camino. En no más de media hora le explico mi plan y así usted puede ir pensándolo durante su viaje. Hay potencialmente bastante dinero de por medio.
Tras otro breve intercambio, Diego Ignacio Larrosch finalmente accedió y Tomás le dio su dirección e instrucciones de cómo llegar. El dinero es siempre un buen aliciente, pensó. Ahora lo importante era hablar con doña Florinda. La vieja estaba bordeando los cien, pero tenía lúcida su cabeza, y era una verdadera biblioteca ambulante en cuanto al uso de plantas. Tomás se arrepentía de no haber documentado los conocimientos de Florinda en un libro, como tantas veces pensó hacerlo. Ahora él ya era octogenario y Florinda casi centenaria. Quizá aún estaba a tiempo de hacerlo.
El sábado tempranito Tomás tenía una mesa preparada con frutas, yogurt y muesli. También café fresco, una selección de tés – por si el visitante prefería el té – y un queque que otrora fuese la delicia de hijos y nietos, receta de su abuela. Larrosch había quedado de llegar a las siete, pero llegó cerca de las ocho. Venía acelerado y con ánimo de partir cuanto antes, pero el despliegue de frutas y el olor a café lo sedujeron.
– Señor Larrosch, es un gusto recibirlo, intentaré hacer su breve estadía agradable y provechosa.
– Por favor don Tomás, llámeme Diego Ignacio. Ya veo que me está regaloneando.
Tras las simplicidades de costumbre en encuentros como este, pasaron al grano. Tomás, tras un falso rodeo, le ofreció a Larrosch el cincuenta por ciento de las regalías del libro que el mismo viejo escribiría, a cambio de algunas entrevistas que dieran a luz ciertos detalles, que eran claves para darle veracidad y sabor al relato.
– Lo he consultado con la editorial, y están dispuestos a promocionarlo con todo. Estamos hablando de potencialmente 400 mil libros, recibiendo un dólar y cuarto por ejemplar. Vale decir, medio millón de dólares, de los que la mitad serían suyos. Y no hay que descartar la posibilidad de una película, lo que ya son palabras mayores.
Mientras hablaba Tomás veía como las pupilas del hombre se ensanchaban y una sonrisa se le dibujaba en los labios, que intentaba disimular. Estaba claro que de los pagos al escritor no sabía nada, de las demoras y los trucos y los derechos en caso de ir a la pantalla y todas esas penurias que el viejo conocía de sobra.
– No está mal, considerando que la mayoría del trabajo lo hago yo. Usted es el que le da la nota de veracidad al relato, la legitimidad, por así decirlo.
– Bueno, hay un trabajo psicológico y emocional de mi parte, que no es menor.
– Evidente, no lo estoy minimizando.
– ¿Y podría aparecer como coautor?
– No es una buena idea. Las editoriales prefieren un solo autor, y yo ya he publicado con ellos. Pero podría incluirlo como contribución clave en los agradecimientos, incluso indicar que está basado en su caso. El título podría ser algo así como ‘El sobreviviente’, ¿no le parce?.
Tras el segundo café el trato estaba acordado, al menos de palabra. El contrato quedaría para el regreso de Larrosch a Santiago. Entonces Tomás explicó que quería empezar cuanto antes, pero para eso necesitaba hacerle algunas preguntas. El hombre prefirió no ser grabado, pero el anfitrión no se hizo problema por eso y trajo un cuaderno.
– La terrible muerte de Amparo fue motivo de mucha prensa, disculpe si nos centramos un poco en ella. Dígame, ¿el ataque ocurrió después de que el helicóptero que los encontró y dio la voz de alarma para iniciar el rescate los vio, cierto? Creo que el piloto aseguró verlos a ambos vivos.
– Sí, la chica estuvo viva casi hasta el final. Dio la mala fortuna que el puma la atacó poco antes de ser rescatados.
– Usted reconoció que fue un error suyo dejar a la chica sola sabiendo que un puma andaba merodeando. Pero usted tenía dos armas, un revólver de alto calibre y un fusil. ¿No se le ocurrió dejarle un arma a la chica?
– No hombre, qué barbaridad. Una chica de catorce no tiene idea como manejar un arma, podría haberse matado ella en el intento. Además un revólver no le hace mella a un felino de ese tamaño.
– Pero es mejor que nada. Acuérdese de que anteriormente usted hizo huir al felino con el ruido de un disparo al aire. O podría ella haberlo acompañado. Se lo digo porque los lectores se harán preguntas, y la trama tiene que fluir con claridad.
– Todos cometemos errores, no se salva nadie. Eso se puede entender, usted sabrá comunicarlo, me imagino, usted es el experto en palabras.
Tomás recordó la primera vez que viajó con la chica a casa del abuelo. No conocía Caleu, ese desparramo de casas en las montañas que después se convirtió en su segunda morada. La madre estaba ya en tratamiento por el cáncer, haciéndose la primera quimo, y les tenía prohibido a ambos ir a visitarla al hospital. No quería ser vista así. Una tarde que fue a comprar empanadas a una señora como a dos kilómetros de distancia, al volver vio con horror que la chica apuntaba hacia las ramas con un fusil, con el viejo susurrándole al lado. “Usted está loco, como se le ocurre pasarle un fusil a una niña de ocho años” le había gritado. Su grito fue seguido por el aleteo de un ave. “Papucho, hiciste volar la perdiz” dijo Amparo enojada. “Aquí en los cerros se aprende a manejar un arma al mismo tiempo que se aprende a usar un lápiz”, le espetó el viejo fastidiado, “la niña ya está en edad”. Don Armando era un viejo duro, capaz de subirse a un árbol, e inflexible en sus ideas. Tomás siguió oponiéndose, pero fue en vano. Porque en cualquier descuido el viejo ya le estaba enseñando alguna de sus cosas a la niña. En los múltiples viajes al lugar, Amparo aprendió a hacer licor de guinda, a torcerle el pescuezo a las gallinas, a encender la cocina a leña, y a cazar conejos. A los diez años tenía mejor puntería que el viejo. Cuentan que una tarde había matado un conejo con un revólver, hazaña que no todos le creían en el pueblo, pero había testigos. A esa edad ya sabía cargar y descargar un arma, limpiarla, desarmar un fusil con cámara de viento, y preparar los cartuchos para la escopeta, que el viejo usaba para cazar perdices y codornices.”
– La niña no tuvo un arma en sus manos en ningún momento, ¿cierto?
– Así es. La situación requería un mínimo de responsabilidad de mi parte.
– Y usted dice que ella era más bien tímida y callada, ¿no es así?
– Era. Aunque en el libro la podemos describir de otra forma si eso atrae más a los lectores.
– Ahí veremos, no es necesario entrar en cada detalle por el momento. Otra pregunta, usted dice que los hongos fueron parte importante del alimento de subsistencia. Cuénteme un poco.
– Efectivamente, en parte le debemos la vida a las setas salvajes.
– ¿Generalmente las recolectaban juntos?
– Juntos, ella me ayudaba.
– ¿Y eso es lo que usted fue a buscar cuando el puma atacó a la chica?
– Eh, bueno, sí, de pronto se me confunden las cosas, pero así es. Yo andaba nervioso, tenía un mal presentimiento, no andaba de ánimo para andarla vigilando para que no cometiera un error.
A Tomás se le vino a la memoria ese viaje al sur con Andrea – la madre de la niña – y Amparo. La chica había cumplido los nueve años hacía dos semanas y su regalo era este viaje. Fue quizá la última vez que Andrea estuvo bien, después el cáncer y la quimo la tuvieron siempre por los suelos. Dos noches en una carpa y tres en una cabaña, era lo acordado. Después de la primera noche entre los árboles, en un bosque hermoso lleno de especies nativas, llegó Amparo con una canasta llena de hongos recolectados en el bosque. “Hija mía, ten cuidado, hay hongos venenosos” – le había advertido la madre. “Ay mamá, que crees que soy tonta. El abuelo me enseñó a separarlos. Mira, este con forma de sombrero es tóxico, se llama Paxilus Involutos. La gente antes creía que se podía comer, algunos aún lo creen, el abuelo los llama los pajarones imbecilutos. Produce diarrea, vómitos y frío en brazos y piernas”. “Ay, qué espanto hija, bótalos todos mejor”. Pero mamá, mira, este otro es comestible y es sabroso” y antes de que la pudiésemos atajar, se echó el hongo a la boca y se lo comió. Andrea gritaba como loca, qué no ves que estamos lejos de un hospital, qué va a ocurrir si te envenenas, mientras Amparo se reía a carcajadas.
Tomás se metió la mano al bolsillo y sacó tres setas, parecidas pero distintas, las tres comunes en los bosques del sur de Chile, y las puso arriba de la mesa.
– Yo nunca aprendí de hongos, y celebro a la gente que sabe. Estos tres, por ejemplo, se parecen pero no son iguales. ¿Qué tal si usted se come uno y yo me como otro?
Larrosch se puso tieso. ¿Qué tenía que ver eso con el libro? No había necesidad de ponerse tan obsesivo con este tema, la gente lee y ya está, mientras el relato tenga suspenso y sea ameno, esto de darle veracidad estaba yendo muy lejos.
– Mire, la verdad es que a estos no los conozco, no los he visto nunca.
Tomás le clavó la vista por un segundo. Después esbozó una sonrisa.
– Sí, por supuesto, estoy bromeando. No me atrevería a comerme uno de estos al azar ni muerto. Dejemos estos seres dudosos a un lado y vamos mejor con algo más sabroso. ¡El queque!
– Ahora sí que está hablando – contestó el visitante relajándose.
– Es una receta de mi abuelita – explicó el anfitrión, y ambos convinieron en que no había como la comida de las abuelas. Larrosch estiró la mano para tomar su pedazo, pero Tomás lo frenó tomándole la muñeca.
– Antes de llenarse la boca, una última pregunta, por favor. Creo que ya estamos aproximándonos a un primer capítulo de su odisea, los detalles del viaje en el avión los conozco, han aparecido en todos los medios, lo que usted me cuenta es lo importante, lo que le dará sabor al relato.
– Bueno, pregunte.
– Esta pregunta puede ser un poco, digamos, incómoda. Pero es algo que se debe abordar de una forma u otra, con la delicadeza del caso. ¿Usted en algún momento sintió atracción por la chica?
Larrosch casi se cae de la silla al escuchar la pregunta. Tosió un poco y se aclaró la garganta antes de contestar. “No” – dijo, secamente.
– ¿No? ¿Ni siquiera una atracción animal, por así decirlo? ¿Una adolescente bastante desarrollada, de buen físico, bonita cara, según las fotos, con la que comparte meses perdido en un bosque y usted no se siente atraído ni una vez físicamente por ella? Eso ningún lector se lo va a creer.
– Bueno, pero podría derivar en los lectores imaginándose otras cosas.
– Más se van a imaginar si el tema se ignora. En estos casos lo mejor es ser sincero y abordar el tema cándidamente. Si no tiene nada que esconder para qué lo va a guardar en un armario. Piense, recuerde, honestidad y candidez. Lo que uno siente y como uno actúa no tienen por qué ser necesariamente la misma cosa. Si uno explica su lucha con los instintos más básicos y cómo logra controlarlos, el lector se sentirá identificado.
– Bueno, la verdad, claro, algo sentí. Ya no era una niña, tenía sus senos crecidos, en su cuerpo empezaban a formarse las curvas de una mujer. En las noches dormía plácidamente y era como una joven ángel allí tendida.
– ¿Y hubo en algún momento algún intento de seducción?
– ¿Por mi parte? Cómo se le ocurre.
– ¿Y por parte de la chica?
– Sí, algo. Pero no, la chica no me daba el paso. Como que jugaba, entiende. Me llamaba el barrigón, se burlaba de mí. Cosas que se desarrollan después de un tiempo. Pero no veo por qué nada de esto es importante.
– Bueno, dejémoslo hasta aquí, creo que tengo suficiente información para un primer borrador. Disfrutemos de nuestro queque ahora. Voy por un vaso de vino si quiere.
– No, es que voy a conducir varias horas. Me voy a Conce de un tirón, no soy de los que andan parando mucho por el camino. En menos de seis horas estaré allí.
– ¿En menos de seis horas, de Santiago a Concepción? Le gusta correr. Hay controles en el camino.
– Me conozco el camino como la palma de mis manos, sé en que lugar se encuentre cada control y donde se ubican los pacos en la ruta con sus radares. Me voy casi todo el camino a 130, disminuyo solo en los puntos claves – aseveró Larrosch, dándole la primera mascada al queque. Tomás lo miró ensimismado, y el recuerdo de Florinda se le hizo patente.
“Tengo tres tipos disponibles”, le había dicho la vieja, mostrándole unos tallos. “La primera es inmediata, no se siente casi nada. La segunda es lenta, y los dolores van subiendo de a poco, se demora una media hora en llegar a fondo, pero cuando llega es atroz; se sufre, es la más sufrida, creo yo. La tercera se demora un par de horas en hacer efecto, pero cuando lo hace es terrible y bastante rápida; el dolor es más fuerte que el cianuro, dicen, una punzada caliente que te retuerce por dentro, pero en eso de quince o veinte segundos produce una ceguera primero y después el fin”. “Eso de la cegazón me gusta, Florinda, creo que es importante”. “Sí, Tomy” – era la única persona en el mundo a la que aguantaba llamarlo Tomy – “fue la que usó el muchacho aquel para suicidarse, el hijo de la Rosa Amalia, ¿te acuerdas? – El joven no sabía el dolor espantoso que iba a sentir, y cuando le vino no lo toleró y se lanzó por la ventana del departamento. Tiene que haberse subido a tientas, porque la ceguera no lo dejaría ver. En la primera autopsia declararon muerte por trauma, los ocho pisos. Pero la familia creía que podía haber sido víctima de un asesinato y pagaron por una segunda autopsia; fue allí cuando se descubrió el veneno. No es fácil de distinguir”. “Florinda, tú no objetas, cierto, no te opones?” “Tomy, hijo, piensa, hace cuánto que nos conocemos. Ya me lo explicaste y yo lo entiendo. No sé si haría lo mismo en tu caso, pero lo entiendo. Hace treinta años que tengo fe en tu criterio. Yo solo soy la proveedora”.
– Don Tomás, don Tomás…
– ¿Oh? Disculpe, estaba en la luna. El Samsara me raptó por unos segundos. ¿Sabe lo que es el Samsara?
– No, yo no sé nada de esas religiones raras.
– Es este mundo lleno de dolor y tristeza, tal como lo conocemos. Pero creo que hoy alcanzamos un equilibrio. Mire, como ejercicio para la próxima vez que nos veamos, fuese donde fuese y bajo la forma que fuese. Quiero que piense en nuestro libro, y se lo imagine cómo lo contaría Amparo si estuviese viva. Imagínese que ella también sobrevivió, que no se quedó sola y desarmada a merced del puma, y que ella nos estuviese hablando ahora a nosotros, ayudándonos a reconstruir esta historia. ¿Qué nos contaría? Sin apuro, sin acelerarse. Tiene algunas horas de viaje, me gustaría que para este best-seller que usted está ayudando a crear, y que podría traerle mucho dinero, vaya contando en su cabeza la historia desde el punto de vista de Amparo. Eso le da material para rumiar en el auto y no aburrirse en el viaje.
Tomás lo vio partir, un tanto cabizbajo, y nuevamente apurado, como tratando de huir de su propia sombra. Partir en su viaje, de un tirón a Concepción, sin detenerse, corriendo a 130. Con su versión, y su queque en las entrañas. Receta de la abuela.