La Primera Sangre

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La primera sangre [1]

José Miguel Benavides

 

Esa mañana de 15 de abril, Domingo se levantó al alba ya que tenía que estar en la lancha a las seis y treinta para recibir un barco con cargamento de la Compañía de Vapores. Elba se desperezó rápidamente para hacer fuego y prepararle la choca y la vianda a su esposo como habitualmente lo hacía.

Después de comerse un pedazo de tortilla con chicharrones y una tasa de té, se arregló, se despidió de su vieja con un beso en la frente y se dispuso a partir.

El lanchero bajó raudamente al plan para enfilar al malecón cuando a lo lejos vio a una turba de gente vociferando. Los estibadores de la Compañía Inglesa de Vapores de Valparaíso habían bajado los brazos y se habían declarado en huelga indefinida en pos de mejoras salariales. Domingo llegó a su lancha dispuesto a remolcar al Southampton Skyline al puerto, sin embargo, el capitán había decidido quedar a “la gira” hasta que pudiese desembarcar su carga. A partir de ese momento, sobre Valparaíso se cernía una atmósfera de sangre y muerte nunca antes vista en el Puerto.

De vuelta, Domingo se juntó con parte del gremio de los lancheros a discutir sobre la huelga. Uno de los concurrentes, Manuel Muñoz, alzó la mano y se dirigió al grupo

-¡Compañeros! Ha llegado el momento de actuar. Con 4 pesos y 30 centavos ¿Es justo trabajar de 6AM hasta las 6PM? Cuando el apremiante trabajo apenas nos alcanza para las más premiosas necesidades, sin considerar el pago de arriendo y el vestir. Por otra parte, la jornada de trabajo es tan apremiante que por más robustos que seamos no podemos soportarla, pues no nos dan el descanso para recuperar las fuerzas perdidas.

En ese instante, la mayoría de los trabajadores comenzaron a gritar consignas reivindicatorias.

Si bien Domingo era un tipo ponderado y cauteloso, no pudo evitar sumarse a las peticiones de sus compañeros, gritando a viva voz

-¡Sueldos dignos! ¡Zapatos para nuestros niños!

Por unanimidad Manuel se convirtió en el líder y portavoz del gremio de los lancheros. Su simpatía con el anarquismo, rápidamente, llevó a radicalizar el discurso inspirándose en Magno Espinoza, activo intérprete de esa ideología, quien profería no cejar en la lucha hasta que los trabajadores obtuviesen sus demandas.

Domingo no tardó en convertirse, rápidamente, en uno de los cabecillas del gremio de los lancheros, y actor fundamental en la votación por irse a huelga el 22 de abril. Su convicción se vio fortalecida cuando adhirieron los estibadores de la Compañía Sudamericana de Vapores, los jornaleros de la aduana y los tripulantes de los vapores. En cosa de días, los manifestantes bordeaban las cuatro mil almas.

Mientras que los trabajadores participaban en mítines en los cuales se discutían tanto los efectos de la huelga como las reivindicaciones a las cuales aspiraban, las empresas navieras estaban decididas a no transar ni un ápice lo que los huelguistas solicitaban. La situación, a fin de cuentas, era un polvorín que en cualquier momento podía prender y provocar un desastre de proporciones.

La mañana del 12 de mayo, Domingo se levantó, como siempre, al alba. Ni él ni su amigo Manuel iban a deponer la huelga sobre todo en este momento en que las empresas habían contratado rompe huelgas con quienes ya habían tenido serios enfrentamientos a punta de piedrazos en el malecón.

Domingo estaba terminando de pellizcar una galleta cuando Elba lo miró de reojo y le dijo

-Domingo, por el amor de Dios, deja de participar en la huelga. Tengo miedo de que te pase algo. Que salgas lastimado o que te tomen preso.

-¡Qué me va a pasar mujer!. Hay que generar conciencia obrera, tenemos que demostrar que los trabajadores podemos luchar contra los abusos de los patrones. Allí radica la importancia de lo que va a pasar hoy día. Ten fe. Hoy conseguiremos los derechos por los que la clase trabajadora está luchando.

Domingo cumplió con el rito del beso a su mujer y partió al puerto, mientras Elba lo encomendaba a todos sus santos para que no le pasara nada.

Los huelguistas comenzaron a caminar desde el edificio de la Intendencia hacia plaza Echaurren, sin embargo, la policía montada les detuvo el paso. El pánico y el terror se apoderó de los transeúntes que a eso de las diez de la mañana circulaban por el comercio de la plaza. La avalancha de gente provocó los primeros tiros de la policía a lo que los huelguistas respondieron a pedradas. Una de ellas le rozó el sombrero al prefecto por lo que su escolta no tardó en abrir fuego. La tronadura se hizo sentir en toda la plaza. En ese momento, Domingo se miró en una vitrina y le preguntó al reflejo

-¿Va a doler?

-No, le respondió la muerte. Te irás apaciblemente al Valle de Josafat, donde descansarás hasta la eternidad.

 Cuando el humo de las carabinas se disipó, Manuel vio tirado en el suelo a Domingo Zárate muerto por un tiro en el abdomen. Domingo era la primera víctima de la huelga. Su muerte y la de una treintena más, instó a los huelguistas a destruir todo lo que encontraron a su paso, desde las mercancías depositadas en el puerto hasta quemar el edificio de la Sudamericana de Vapores.

Cuando Elba, se asomó por las cortinas tras el barullo que se acercaba, supo de inmediato que Domingo no volvería. Félix Esparza, dirigente del gremio de lancheros, presidía la comitiva. Antes que tocaran la puerta, Elba la abrió llorando.

-¿Qué le pasó a mi Domingo? Por favor, díganme que está bien.

-Señora Elba, su marido es un símbolo de la lucha contra los patrones de las navieras. Recibió un tiro mientras la policía nos reprimía. Es un mártir de la causa señora, le dijo Félix.

-¡Quiero verlo! ¡Quiero verlo!

-La mutual se está haciendo cargo señora Elba. En un par de horas más, Domingo estará aquí con usted para que podamos velarlo como Dios manda.

Manuel, tras recuperar el cuerpo inerte de Domingo, recibió ayuda inmediata por parte de la Mutual de Trabajadores Portuarios, quienes se encargaron de todos los trámites alusivos al velatorio y al entierro del malogrado lanchero.

Elba cubrió todas las ventanas con telas negras a la usanza de la época, corrió la mesa del comedor y ajustó los muebles de la sala de estar para recibir el féretro, el que llegó a la casa cerca de las nueve y media de la noche acompañado de unas cincuenta personas que dialogaban sobre la trascendencia humana y divina de la muerte de Domingo. El austero cajón entró a la humilde casa y la mujer se abalanzó sobre Domingo abrazándolo y rezando ininteligiblemente un denario.

Elba, un poco más tranquila, sirvió aguardiente, enguindado y unas tortillas con chancho para los asistentes al velorio de su marido. En ese momento se acercó a la viuda Segismundo Iturra, presidente de la Mutual de Trabajadores Portuarios, para solicitar su permiso para hablar del legado de Domingo. Se puso por detrás del ataúd y exclamó

-¡Familiares, amigos, compañeros todos! Quiero pedir su atención para hacer una pequeña reflexión sobre lo que nos convoca hoy.

-¡Hable compañero! Lo escuchamos todos, gritó de atrás un lanchero.

-Quiero pensar que esto es una pesadilla, pero no lo es. Por favor, díganme ¿dónde va a parar un obrero muerto? ¿Hay vida en el más allá para un hombre humilde? Como no me va a poder responder quien vistió a Domingo con su paletó o el carretero que se gana la vida transportando ataúdes al cementerio. ¿O es que acaso la vida de un hombre valiente se acota a este mundo y a los gusanos que se alimentarán de su carne pútrida? Quiero preguntarle al sepulturero de qué se trata morir, porque tengo que responderle a una viuda y a sus hijos. Aquí no habrá mausoleos, esculturas de la Virgen y menos gárgolas. Solo habrá flores y una modesta tumba marcada con el nombre de Domingo, quien partió al más allá dejándonos un halo de tristeza y amargura por las condiciones en que se dio su pronta partida.  

Las palabras del mutualista fueron ovacionadas y más de alguna lágrima sacó a los asistentes.

A las nueve de la mañana comenzaron a llegar a la casa de los Zárate las más de ciento cincuenta personas que iban a acompañar el féretro hasta el cementerio. Manuel coordinaba todos los detalles que ameritaba el sepelio de su amigo. Con algunos mutualistas subieron el cajón a una carreta tirada por un burro, lo amarraron firmemente para que no se fuera a caer ya que los caminos de tierra y piedras de los cerros eran altamente riesgosos de transitar. Era un cortejo humilde, sin pompas, austero como todo funeral obrero. Aún así los asistentes se habían acicalado con sus mejores trapos.

La muerte de un proletario era invisible, inadvertida, silenciosa y taciturna. Era ciega para el bullicio productivo de la urbe y, más todavía, para los patrones del difunto. Por lo mismo, la muerte de Domingo resultaba atípica por la cantidad de gente que se iba sumando en el trayecto por los cerros porteños hasta llegar al cementerio donde la mutual había comprado una explanada para el entierro de sus socios. Cerca de cuatrocientas personas llegaron al cerro Cárcel a despedir al difunto y a reconocer su valentía para con la causa obrera.

 Después de que el curita realizara las bendiciones y encomendara el alma de Domingo al padre celestial, vinieron las alocuciones quedando para el final la intervención de Manuel, quien por su filiación ideológica se manejaba en lo que era hacer una elegía.

-Señora Elba, familia, amigos, compañeros -comenzó diciendo el lanchero-, la vida mundana de un obrero es corta; la muerte lo acompaña desde su niñez si es que contrae una peste o, si tiene suerte y no es víctima del bandidaje, lo acompaña cada vez que se lanza a la mar bajo condiciones climáticas no siempre favorables. Las condiciones precarias en la que vive un obrero lo hace presa fácil del cansancio y de la enfermedad. Por eso es corta. Sin embargo, en esta oportunidad la muerte precoz de Domingo fue producto de un tiro que provocó la primera sangre de grito de dignidad que durante este mes hemos enarbolado los trabajadores portuarios. Fue una muerte temprana, como la del emperador Julio César que luchó de manera infatúa contra los patricios romanos por el reparto de tierras agrícolas a la plebe y que murió apuñalado por su propio hijo quien defendía los intereses de los senadores acaudalados de Roma. La muerte es veleidosa, el de allá arriba la toma sin distinción alguna y en el momento y forma menos pensada, aunque huir de la muerte sea la tentación de cualquier hombre. Nosotros, en cambio, no huimos de ella porque vivimos con ella; sobre todo, en estos tiempos de convulsión y lucha. La soledad y las lágrimas del duelo no pueden ser egoístas. Domingo está en el panteón de los caídos en la convicción de sus anhelos más profundos que a esta hora comparte con el Taita Dios.

Por respeto, el discurso de Manuel terminó en absoluto silencio. Las mismas sogas que amarraban el ataúd a la carreta fueron utilizadas para bajar a Domingo a la tierra yerma del cementerio mientras la muchedumbre comenzaba a abandonar el camposanto.

Mientras Elba caminaba sollozando, se le acercó Segismundo para decirle que la mutual se haría cargo de su manutención y la de sus hijos y que la muerte de su esposo sería reivindicada por el movimiento huelguista. Sin embargo, la mujer, en ese momento, solo pensaba en llegar a casa donde Domingo iba a estar recogiendo la ropa del tendedero y haciendo el fuego para la choca.

 

 

 

 

 


[1] El relato presentado está ambientado en la huelga portuaria de Valparaíso en 1903. Los protagonistas y los sucesos narrados están ficcionados en función de la construcción de esta historia.

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