Crepuscular

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Debía construir una capilla. Del pueblo vecino —Beltrán era en su pueblo el albañil— llegaban los peones a la obra en bicicleta. Beltrán siempre llegaba más temprano; gustaba no ponerse a trabajar sin antes agotar el panorama. Un día sobre un nailon, sentado y protegido del rocío, la espalda paralela a la pared, armaba un cigarrillo. Beltrán lo disfrutaba con la noche. Fumaba y observaba la distancia, moviendo la cabeza como un faro, un faro que ascendiera con su luz, un vasto rascacielos en el campo.

La mirada de Beltrán iba ascendiendo, la Luna sobre el cenit lo esperaba. «Ahora sí» dijo Beltrán, arqueando el cuello; una Luna que brillara como pocas le podía mejorar el cigarrillo. Con las últimas pitadas comenzaron los ronquidos. Pensando quién dormía allí en la obra, fumó hasta reducir a un pucho el cigarrillo. Rompió recién entonces esa cómoda postura. Guardó el pucho en la bolsita y la bolsita en el bolsillo. Se paró para acercarse a la ventana. Raspó un fósforo y deshizo la negrura hasta que el brazo le alcanzó. No pudo iluminar gran cosa. Sí pudo adivinar cómo una forma surgía desde el fondo del recinto. Venía caminando en cuatro patas, emitiendo esos ronquidos, que ahora se tornaban en bramidos. Tenía una cabeza de león, y de un terror que lo empujó hasta la gramilla. Corrió con su mochila hasta el camino. Pensó en seguir corriendo hasta su pueblo, también pensó en los chicos. Miró alternadamente hacia la obra y la mochila, sacando con torpeza su cuchillo. Armado se mantuvo sin correr. La cabeza de león salió del hueco, buscando la presencia de Beltrán, rugió con mucha fuerza al divisarlo. Entonces el recinto comenzó a bramar. Quizás otras tres voces escondidas formaran ese estrépito terrible, corrió sensatamente hacia los chicos.

En medio del guadal encontró una bicicleta; el alba reveló que era la bici de Facundo, el más pequeño. Deseo que aquella mancha que nacía sobre el cuadro y se perdía entre las matas fuese pintura u otra cosa, las moscas no mentían. Corrió, muy asustado.

Encontró las bicicletas de los otros, y otras manchas en la línea del camino. Siguió corriendo. Los castaños a la vera del camino iban diciéndole que se acercaba al pueblo cuando el sol dilucidaba el horizonte. Los gallos no cantaban, sólo los pájaros. Pasó junto a las casas principales, a punto de clamar gritando ayuda. Fue advirtiendo vidrios rotos y las puertas arañadas. Dobló en alguna esquina, los gallos, las gallinas, los perros, los caballos, todos los animales del pueblo, a lo largo y a lo ancho de la calle principal, estaban desollados, bajo intensas nubes negras.

Exhausto, trémulo y al borde del vómito, logró llegar hasta el centro. Allí,en el centro, el pueblo, y una masa amarillenta, atroz, voraz, insaciable, que engullía de la fétida montaña que se alzaba, grotescamente, por encima de las casas y los árboles.

Blandiendo como nunca su cuchillo, estaba decidido a la locura. Pensar en su pueblo lo contuvo. Temía lo peor, debía regresar. Las bestias ya se habían advertido su presencia, mas ninguna se acercaba. Gritando, sollozando, insultaba y maldecía aquella infamia, la infamia solamente lo ignoraba. Salió, desesperado.

Pasó corriendo frente a la capilla, donde todo estaba en calma.

Pasó junto a un caballo sobre la curva que ingresaba al pueblo, contuvo un grito, se detuvo. El más horrible pánico que podía sufrir un hombre como Beltrán, caminaba, debía seguir hasta meterse, caminando duramente, en su pueblo.

Beltrán hizo unos metros, y luego se dejó caer. No. No podía soportarlo. No. No se aguantaba. No aguantaba más. No aguantaba más. No. Era inaguantable. Era insoportable ver ese holocausto por segunda vez. Beltrán, el sol dándole de lleno. Lloraba sordamente. Beltrán, el sol dándole de lleno. Lloraba estrepitosamente Beltrán, el sol dándole de lleno. Lloraba desesperadamente Beltrán, el sol dándole de lleno. Lloraba a carcajadas el hombre. La mano, transformada en un cuchillo, se levantó del suelo, y empezó a caminar.

 

 

 

 

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