La Bailarina
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La bailarina
"Tal vez sentía como todo mortal, el triste designio de la muerte"
Pasó bordeando el canto de la mesa. Pasó con ese porte glamoroso, espeso maquillaje, como si le sobrara en su pequeño rostro, la pose erguida. Se sabía la mejor del cabaré, la más deseada. No daba mucha bola, dos días y ni me miró, entonces le pregunté a una de las chicas.
-¿Es así o se hace?.
-Con vos no hay chances. No le gustan los viejos verdes.
Casi le pego un sopapo, así que opté por tomarme el whisky, levantar los cigarrillos e irme a la mierda. En el cabaré es como en el fútbol, la figurita del plantel es inalcanzable, y esta era maradona, salvando las distancias , andando en portaligas. Pensaba en su mirada, una mirada como de mina luchona y me pregunto:
¿Qué mierda hace acá?.
Camino al estacionamiento, me sentía un viejo verde, alguien que no quiere que a esta edad le rompan las pelotas. Para eso demasiado tuve con mi trabajo. Mejor me subo al auto y me tomo el palo. Pero, ¿y las llaves? ¿y esos pasos? En la oscuridad de la madrugada, sólo sentía el latido de mi corazón y el paso apurado de unos tacos.
-¿Se te olvidó esto?, dirigiéndose a mí claro, mientras acomodaba mis ojos en la oscuridad, adivinando el tintineo de las llaves.
-Soy un viejo verde y encima olvidadizo, ja.
Sonrió y pude ver en el reflejo de la luna, la sonrisa más maravillosa que vi en mucho tiempo.
-Me llamo Victoria. Y ya me iba. ¿Me llevarías?
A pesar que era la estrella del cabaré, era una puta al fin y al cabo pensé, no iba a tener ningún drama en llevarla y pagar lo que sea por una noche de placer.
-Subí. Y gracias por las llaves. Decime Cacho.
Luego bajaron por las calles bajas de la ciudad. Pocos vehículos. Chicos mendigando en los semáforos. El brillo de la luna reflejándose en el parabrisas del auto.
-¿Te gusta lo que hacés?, pregunté tontamente.
-Depende. En mi trabajo no trato con boludos.
-Explicame eso porque vos sólo tenés que garchar.
Miraba sus piernas torneadas, las tetas por el escote y decidí ofrecerle una campera. Aceptó porque la brisa de madrugada había comenzado a hacerse sentir.
-Odio los tipos nabos, dijo, aquellos que sienten superioridad por tener dos mangos. No es que ellos lo sientan, te lo quieren hacer sentir...
-Ponele, interrumpí. El punto es que no hace falta que tengás química con el tipo. Si es un boludo, dejalo ser.
-Es más fuerte que yo. Odio esa clase de tipos.
Callamos los dos. No tenía sentido seguir por el mismo lugar, así que decidí hacer una pregunta aún más boluda.
-¿Te enamoraste alguna vez?
-No.
-¿Y cómo tiene que ser el tipo que te enamore?
-Como Michael Hutchence.
Callé. No sabía quien cornos era ese tipo y menos iba a averiguarlo ahora.
Se hizo un silencio incómodo y el camino a casa estaba en cinco minutos. Me sorprendía la forma en la que se manejaba. Se apareció de la mismísima nada, subió conmigo casi sin chistar y así nomás se acomodó en el auto. Mostraba gran frialdad en sus movimientos y su mirada, dije que su mirada, su mirada… aunque a decir verdad, tenía algo de sufrimiento también. Eso sí me confundía.
Igual, sólo quería pasarla bien y la noche estaba cerca de terminarse.
Llegamos. Entramos. Me desplomé en el sofá. Ella parada frente a mí era un símbolo de mis viejas épocas.
-Un whisky en las rocas y un baile sensual por favor. Pago en oro.
Victoria accedió y mientras bailaba casi como si estuviera poseída, el viejo cerró los ojos. Al despertarlos, se dio cuenta que era su cama. Su cuerpo estaba vedado y su voz también, no así su entendimiento. Miró a aquella prostituta de sentimientos vacíos y mirada profunda. Se sabía atrapado, y tal vez sentía como todo mortal, el triste designio de la muerte. Nunca sabremos si estamos preparados para recibirla. Entonces comprendió.
-Sí, así te quería tener. ¿Todavía me pensás coger? Hubo un silencio. Suspiró. Su voz sonó trastornada.
-No sólo te conformaste con humillar a mi madre, también la mataste. Porque no querías hacerte cargo de un hijo extramatrimonial. Te cagaste en un pueblo para borrar pruebas y quedar limpio. Te rastreé, sé dónde andabas, con quien te juntabas, sé de tu pasado, por ejemplo: que tu mujer se fue con tu hijo porque no soportaba seguir con un borracho y adicto a las putas. Y aquí estás...¿te gustaría tirarte a tu hija bastarda? Con la dosis que te puse eso te mataría, pero como dicen yerba mala nunca muere. ¡Mirá hijo de puta!
Sacó sus pechos acercándolos a la boca del viejo. En esa lujuria desmedida, él sintió que prefería una muerte ágil y certera a una muerte lenta.
De su cartera sacó un cuchillo carnicero, de esos filosos, punzantes. En su expresión sólo cabía el resentimiento sumado a una euforia incipiente. Había planeado todo. Una muerte a lo harakiri. Comenzaría introduciendo el cuchillo en la parte izquierda del abdomen con el filo hacia la derecha, luego un corte firme hacia ese lado, volvería al centro y finalmente como golpe de gracia un corte vertical con dirección al esternón. La muchacha sonreía ya no sólo con lujuria sino también con la satisfacción del deber cumplido. Su padre, un viejo agrio, no tenía lugar para el arrepentimiento porque no lo precisaba, no era necesario ya.
¿¿Quién diablos era Michael Hutchence??.
Luego cerró sus ojos sintiendo que la vida es sólo eso. Un soplo. Y que hay dos momentos trascendentales: cuando se nace, cuando se muere. Nada es más importante que eso. Y si vivís mal, tarde o temprano terminás mal.
Se lo merecía. Bien hecho. Te veré en el infierno.
En la espesa densidad de la habitación se atascó la muerte. El sol estallaba a lo lejos, filtrándose tibio por las rendijas de puertas y ventanas. Todo cesó y las moscas invadieron. Pronto, dejaron de respirar.
*Relato publicado en mi página personal en Facebook. Pistolas y Rosas. Gracias.