Runaway (Leviathans)

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RUNAWAY (LEVIATHANS)

 

 

Declaración codificada a posteriori de (nombre tachado) ante la policía. Copia guardada en el expediente de 549483774 archivado en los registros de la prisión de máxima seguridad de Isla D’Amato. Grecia.  (18 de octubre de 2019).

 

Había quedado con Amparo en su casa. Llegué acompañado por 549483774. Nada más entrar en su casa, ella nos preguntó si queríamos tomar un café. En un despiste de la andaluza, 549483774 echó en su taza unas cápsulas solubles que ella misma se había ocupado de sintetizar con los componentes e instrumental que yo le había facilitado. No tardé en ver los efectos sobre el organismo de Amparo, poco a poco su mirada se volvió más difusa y vaga. 549483774 se levantó para fregar las tazas, mientras yo obligaba a nuestra anfitriona, ya con la conciencia bastante nublada, a guiarme hasta el salón principal. Cuando 549483774 se reunió con nosotros, encontró a Amparo arrodillada ante mi transportín estimulando con sus carnosos morritos mi excitado órgano sexual, entre tanto yo sobaba uno de sus redondos y firmes pechos.

Al ver acercarse a 549483774 aparté a Amparo y me hice a un lado.

—¿Crees que podrás?—le pregunté. 

—No se preocupe, sé muy bien qué hacer.

—Creo que me estoy mojando—siseó Amparo ajena al peligro que corría.

 Yo me encontraba a poco más de metro y medio de ellas tomando nota de cada palabra y movimiento para cuando lo tuviera que revivir en mi cabeza. 549483774 se había despojado de las ropas con las que llegó y llevaba tan solo puesto un delantal de cocina que cubría su vientre y su sexo dejando sus grandes pechos y sus largas y torneadas piernas al descubierto.

—Tranquila—le dijo 549483774 con su más dulce sonrisa como si fuera una amiga intentando animar a la otra.

549483774 se llevó a Amparo al cuarto de baño donde enseguida estaría dispuesto todo. 549483774 se reunió conmigo poco después.

—Todo está listo para empezar. ¿Quiere estar presente?—me susurró 549483774 en un aparte mientras la narcotizada Amparo nos esperaba dentro de la bañera.

Asentí y entramos en el cuarto de baño. 549483774 desplegó la bolsa de herramientas con la que había llegado y escogió una serie de cuchillos entre los que se encontraba un hacha de cocina. Se inclinó sobre el balbuceante cuerpo desnudo tumbado  sobre la cortina de ducha de plástico que previamente había sido arrancada. Demostrando una total frialdad al tiempo que la habilidad de un cirujano, separó el rostro y la cabellera del cráneo y los metió en una de las bolsas de basura dispuestas a sus pies con tal fin.

A continuación, prosiguió separando de las costillas los deliciosos pechos antes de voltearla y hacer lo propio con la piel, la grasa y músculos de la espalda incluyendo las duras y jugosas nalgas. Tras guardar todo en una o dos bolsas, llenó una tercera con las manos y los pies amputados, lo que quedó lo envolvimos en la cortina de ducha y luego procedimos a bajar con disimulo y protegidos por la madrugada el fardo y las tres bolsas a una furgoneta que nos esperaba abajo.

¿Por qué la maté? Simplemente no me gusta que me roben y me estafen.

       

En cuanto a 549483774 supe agradecer sus servicios dándole una nueva identidad y una madriguera donde ocultarse hasta que el mundo se olvidara de Amparo. No es culpa mía que prefiriera ser la zorra en el gallinero antes que una pollita más y por lo tanto acabara por echarse encima a los granjeros.

Bueno, ahora espero que ustedes cumplan su parte del trato y se olviden de mi a cambio de que les entregue en bandeja de plata la linda cabecita de 549483774. Quid pro quo.

 

08 de noviembre de 2019.

 

—¿Te apetece un cigarro?

549483774 estaba desnuda de cintura para arriba. Sus dos pezones enganchados a sendas cadenas que partían del techo y la obligaban a estar de puntillas para que la tirantez no fuera tan dolorosa.

—Sí, por favor—respondió 549483774. Aquella misma mañana la habían sacado a rastras de la fosa, así llamaban a la celda de castigo, donde había acabado tras apuñalar en defensa propia a un guardia que había intentado ir demasiado lejos con ella en las cocinas de la prisión. Aún estaba acostumbrando sus ojos a la luz.

Como 549483774 tenía las manos esposadas a la espalda, el hombre se lo colocó entre los labios y se lo encendió.

—Te invito a dos—la susurró él—. Este y el otro que te está esperando, erecto y gordo entre mis piernas.

 «Los hombres son a veces tan cerdos», pensó 549483774.

—Muchas gracias, supervisor Pluto—una crepitante voz femenina indicó a 549483774 que había alguien más en la sala con ellos—. Puede marcharse, ya me encargo yo sola de esto.

Cuando la dueña de aquella voz entró en su campo visual, 549483774 reconoció a la alcaide a quien no había vuelto a ver desde el día de su ingreso en aquel pozo de depravación. Esta le regaló una sonrisa de oreja a oreja mientras se desabotonaba la gabardina para posteriormente dejarla a caer a sus pies.

—549483774, supongo que comprenderá que su comportamiento ha sido del todo inadmisible. Los presos tienen terminantemente prohibido tocar al personal de esta institución—los largos dedos de perfecta manicura acariciaron el contorno del ovalado rostro de la reclusa—. Existen diversos niveles de castigo según la gravedad o la reiteración de las faltas—los huesos de aquel cuerpo delgado de grandes y pesados pechos que se desparramaban por el torso, se fueron reconfigurando bajo la piel de una manera que a  549483774 le revolvió el estómago—. Si persiste en su mal comportamiento…—la configuración ósea de la alcaide comenzó a retorcerse y a alargarse, su piel y su carne se hincharon y estiraron para adaptarse a los grotescos cambios haciendo que poco a poco aquella mujer dejara atrás su humanidad para convertirse en algo parecido a uno de esos seres salidos de las ilustraciones mas pesadillescas de Sam Kieth—. Descubrirá por qué llaman a este sitio Leviathan’s kitchen—la voz sonó clara a pesar de que la mandíbula se había desencajado de tal modo que parecía balancearse de un lado a otro como las de las hienas de El rey león permitiendo una apertura bucal antinatural que dejaba al descubierto unos enormes dientes tan blancos como amenazadores y una extravagante lengua de anchura y longitud desproporcionadas.

Esperando su respuesta, los ojos negros como pozos de la alcaide la examinaban desde varias perspectivas gracias al escalofriante modo en que se le había alargado el cuello. La criatura se cernía sobre ella retorcida y encorvada de tal forma que la columna vertebral sobresalía formando una cresta que ponía al límite la elasticidad de la piel de su espalda.

 

—Creo que ha estado usted demasiado tiempo encerrada en la fosa, ¿qué le parece un poco de ejercicio?—aquellos dedos largos y nudosos como ramas de un árbol de pesadilla desengancharon las cadenas de los aros que perforaban los pezones de 549483774—. Si alcanza la celda de castigo estará a salvo pero no podrá salir de allí hasta que nos lo decidamos. Si nos la atrapamos, se convertirá en nuestro juguete y no la aseguramos que viva para contarlo—las desproporcionadas manos de la criatura apretaron  los generosos senos de 549483774 antes de darla un empujón—. ¡Corra!

549483774 corrió como alma que lleva el diablo, sin mirar atrás, pero sin poder evitar que su mente se trasladara a una década antes a otra ocasión en que tuvo que correr por su vida.

 

 

08 de noviembre de 2009.

 

Desde hacía algún tiempo ella solo había querido ser la lolita del cuento: medias hasta la rodilla, minifalda, corpiño, coletas y lazos. Muchos lazos. 

Alberto siempre había querido... Bueno, él se conformaba con estar cerca de aquella pantera en miniatura. 

La noche había caído con antelación, al otro lado de la ventana  había estallado una tormenta. A ese lado había estallado otra, pero de orígenes más hormonales.

—¡¿Molly?!—aquel no era su nombre real, era el nombre que a su padre biológico le hubiera gustado ponerle y por el que todo el mundo la llamaba desde que servicios sociales la pusiera en manos de este hacía ya seis meses—. ¡¿Has cerrado la ventana?!—como era costumbre en él, el padre de Molly ignoró la puerta cerrada y entró a la habitación sin llamar—.¡¿Qué demo...?!—el hombre inmediatamente comenzó a congestionarse—.¡¿Acaso te crees que esta casa es tu picadero?!—el hombre casi se arrancó el cinturón mientras, con paso rabioso, se abalanzaba sobre los sorprendidos y semidesnudos bultos que buscaban refugio bajo la ropa de cama—.¡Te voy a enseñar a respetar a tu padre, puta! 

—¡Corre!—se escuchó la voz de Molly segundos antes de que todo lo que se podía llamar cama saliera volando por cada rincón de la habitación. 

Entre el caos de sábanas, cojines, almohadas, peluches, mantas y la estructura del somier siendo empujada de un lado a otro de la estancia, se deslizaron dos cuerpos jóvenes cubiertas sus vergüenzas con la poca ropa que habían conseguido recuperar. Con el corazón acelerado consiguieron salir de la habitación antes de que aquel ogro los atrapara y alcanzaron las escaleras para, casi surfeando sobre los peldaños, llegar a la planta baja y hacer lo propio con la puerta de salida. 

En el exterior agua, viento y granizo les azotaban, pero ellos ni parecían notarlo con la adrenalina aún en su punto más álgido y el cuerpo sacudido por carcajadas nerviosas. 

—¡Las bicis! ¡Rápido!  

Al otro lado del umbral, en el interior de la casa, ya se escuchaban acercarse los iracundos pasos del padre. A toda prisa cogieron las bicis y comenzaron a pedalear como locos para alejarse de allí lo antes posible.

—¡Ya volverás! ¡Ya volverás!—se escuchaban cada vez más lejanos los aullidos del padre—.¡Y, entonces, te enseñaré a respetarme!  

—¡¿Por qué tengo que respetarte?! ¡Solo eres un nombre cogido al azar de entre los tíos que se follaron gratis a mi madre, a saber si eres mi verdadero padre!—el reto de Molly se abrió paso a duras penas entre la cacofonía de ruidos producidos por la tormenta y la distancia cada vez más grande que la separaba de aquel hombre cegado por la ira. 

Entre risas y pedaleos para calmarse, Molly y Alberto hablaban sobre sus películas y series favoritas. Pero pronto sus cuerpos dejaron de ser inmunes a la humedad y el frío, calados ya hasta los huesos debían encontrar una solución. 

—¡La urbanización El Gran Bosque!—gritó Molly en cuanto la idea le llegó a la cabeza—¡Chalets de lujo y la mayoría de ellos deshabitados casi todo el año! 

—¡Genial!—la aplaudió como de costumbre Alberto.  

Encontrar la urbanización y adentrarse en ella fue cuestión de minutos, elegir la casa llevó un poco más. 

—¿Y qué haremos cuando la encontremos?—se atrevió a preguntar Alberto. 

—¿Va a ser tu primer allanamiento?—la sonrisa de Molly retó a Alberto a negar tal afirmación.  

Está claro que para Molly allanar una casa carecía de importancia. ¿Cuántas veces lo habría hecho ya antes y después de que el Estado la dejara en manos de su padre? Alberto no iba a pararse a meditar sobre el valor ético de tal acto en cuestión. 

—¡Mira!—señaló Molly. A través de la cortina de agua y granizo algo apartada del resto se distinguía una casa—. ¡Es perfecta! ¡Fíjate en la antena situada en el porche! ¿Sabes lo que eso significa? ¡Posible cobertura gratuita de WiFi!—y al ver que Alberto dudó dijo—¡Vamos, cagón!  

La puerta apenas opuso resistencia ante las habilidades de Molly con las cerraduras. Ella, sin dudar un segundo, asomó la cabeza dentro de la casa, la temperatura era cálida y había algo que hacía tremendamente acogedor el interior de aquel lugar. 

—¡Vamos, miedica!—tiró, sin ninguna delicadeza, del brazo de Alberto. 

 Con total confianza y desvergüenza, Molly exploró cada rincón de la casa. 

—¡Perfecto! ¡Es perfecta!—exclamó conforme regresaba al salón donde se había quedado Alberto esperándola—. ¡Vamos a poder pasar aquí varios días sin problema alguno! ¡Ese cabrón no me va a encontrar aquí!—la chica daba vueltas sobre sí misma ondeando su larga melena castaña—. Hay comida de sobra entre la nevera y la despensa. He encendido la caldera, así que podemos darnos una ducha larga y calentita—Molly ya había comenzado a dejar a la vista centímetros de su suave piel.  

Cualquier rastro de miedo que sintiera Alberto se esfumó conforme él y Molly se adentraban cogidos de la mano, como si de un cuento de hadas se tratara, en las entrañas de la casa.

Bajo el chorro de agua caliente, desnudos y alejados de cualquier mirada indiscreta gracias al vapor que los envolvía, Molly y Alberto terminaron lo que el padre de ella interrumpió.

De regreso en la cocina, tan solo vestidos con unos albornoces que habían encontrado en el baño, comenzaron a prepararse la cena. Algo había cambiado en aquella casa, pero solo Molly parecía notarlo. La sensación era como uno de esos escalofríos que te reptan lentamente por la espalda. Tras un espejo falso, unos ojos inyectados en sangre les observaban. 

Mientras Alberto comía a dos carrillos, Molly apenas podía disfrutar del bocado. Los pelos de la nuca se la erizaban y sentía como si una presencia intangible respirara a escasos milímetros de su nuca. La inquietud pronto se apoderó de ella y, sin saber cómo, se encontró preguntándose qué hacía un espejo tan grande colocado justo ahí. 

—Voy a comprobar si la puerta está bien cerrada—se excusó Molly, aunque Alberto estaba tan centrado en la comida que no pareció escucharla ni notar su marcha.  

Definitivamente, la puerta estaba cerrada, demasiado bien cerrada. ¿Quién habría echado todos aquellos cerrojos? Además, decir que aquello olía mal era quedarse corto.

—¡Alberto, debemos...!  

Unas manos desproporcionadas de largos y nudosos dedos atraparon por sorpresa a la muchacha, impidiéndola terminar la frase y acercarse a su novio, arrastrándola a través de un hueco abierto en la pared hasta la sala desde donde les habían estado espiando. Esas grotescas extremidades palparon las carnes de Molly, mientras aquella cosa a la que pertenecían la olisqueaba sin pudor alguno. 

—¿Se puede saber dónde ibas? Y no te molestes en gritar—tras abarcar con un gesto de sus extremadamente largos y huesudos brazos la sala donde se encontraban, le susurró—. Este lugar está completamente insonorizado. 

—¡Déjame, monstruo baboso!—gritó revolviéndose.  

En el momento en que Molly intentó huir el zarpazo cruzó de arriba abajo su espalda desnuda desgarrando piel y músculos como si de delicada seda se tratara y llegando a hacer saltar chispas cuando las uñas chocaron contra la columna vertebral. Molly se quedó tendida boca abajo, inmóvil pero viva.

—Espérame aquí quietecita—aquella cosa volvió al interior de la casa—. Tengo que hablar con tu amiguito—antes de que la pared volviera a cerrarse tras ella, Molly escuchó que la decía—. Cuando acabe con él, tú y yo pasaremos un buen rato. Créeme, la palabra de un leviatán es irrompible.

Molly quiso gritar, pero la presión que aplastaba su pecho se lo impedía. Debió perder la conciencia en ese momento porque lo siguiente que vieron sus ojos fue la cara de su padre quien mientras interpretaba el papel de progenitor preocupado, la susurraba cómo iba a hacerla pagar su falta de respeto de aquella tarde al tiempo que, como por accidente, le apretaba uno de sus turgentes pechos por encima de la manta térmica.

 

 

 Al día siguiente de que la dieran el alta en el hospital, Molly se encontraba atareada en la cocina. La mantequilla dulce aderezada con diversas hierbas y especias estaba ya caliente y maleable. Ella cogió la paleta y comenzó a untarla por toda la superficie. El olor era exquisito. 

—¿Están listos ya esos bollitos?—la requirió desde el salón el cerdo de su padre. 

—Sí, papi.  

Los buenos de los cuentos nunca recurren al asesinato, les haga el villano lo que les haga. Pero Molly nunca quiso ser buena. 

«Ese monstruo, glotón hasta en los extremos más perversos, ni siquiera notará el veneno», pensó Molly mientras se colocaba la bandeja sobre los muslos y dirigía la silla de ruedas hacia el salón. 

 

 

08 de noviembre de 2019.

 

A pesar de que intentó siempre mantener los ojos fijos en lo que tenía frente a ella,  549483774 no pudo evitar distinguir por el rabillo del ojo cómo  aquellos cuerpos grotescos, retorcidos y deformes la observaban desde los rincones más oscuros, se desplazaban por las paredes o saltaban de un punto a otro por encima de su cabeza. Tampoco pudo cerrar sus oídos al horripilante sonido que producía el chasquear de sus mandíbulas o a la escalofriante cacofonía de sus risas. Cuando prácticamente dando traspiés atravesó el umbral de la celda de castigo giró sobre sus temblorosos tobillos y antes de caer al suelo pudo correr con sus manos el pesado portón de acero. Hecha un ovillo y con la espalda desnuda apoyada contra el frío metal, se echó a llorar de forma desconsolada.  

 

 

 

 

 

 

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