El Ojo De La Aguja

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El Pablito tiene el pelo chuzo, como la cerda de un cepillo; la nariz chata, como la nariz de un boxeador; los labios carnosos y la barbilla echada para atrás, unas orejas apantalladas, y la piel áspera y poceada, como picada por la viruela.
Un retazo de hierro nervado, empuña el Pablito, y escarba, la pared sin revoque, remueve la junta del ladrillo, y la cal y la arena se le pegan a las manos húmedas que frota en la remera con sangre reseca. Las manos, chorreadas de sudor, que sujetan la punta nervada avanzan sesgado; taladran la pared, las manos, y el fierro nervado. El Pablito las deja hacer.
El boquete se abre, primero como un orificio pequeño, luego como un ojo grande, y por ese ojo mira el Pablito. Privilegiada la vista que tiene, mira, sin ser mirado. Alerta, vigila. Agranda el agujero, el hierro nervado, amplía el horizonte y ve la arena de la esquina, la arena que hunde, y ve los árboles y junto con los árboles ve el poste de luz, que lleva tallado su nombre.
El Pablito tiene la mirada extraviada, y mira como desde adentro, desde un adentro turbio y tenebroso. Todavía le duelen los cintazos que le da la abuela para corregirlo cuando crío y estrangula las gallinas de los vecinos. Todavía le escuecen las descargas eléctricas que recibe en la comisaría del pueblo, todo mojado y en cueros, con más cicatrices que el Cuerudo. Y en cuclillas espera que lo vengan a buscar, y por ese agujero que hizo en la pared del bañito espía, con la mirada perdida, si se acerca la partida policial con la orden de inspección.
Es en la casa del vecino lindero donde está refugiado, es en el bañito donde se oculta, y donde aparta con el pie la foto arrancada de la revista en la que posa desnuda una mujer y el Pablito que no la quiere mirar ni un poquitito con la linterna, por miedo a ser descubierto y entonces se la imagina, repasa visualmente la imagen y la ve, como recortada sobre la pared desconchada, y el Pablito pisa los montañitas del
 
estuco caído y entonces prefiere pensar que pisa la arena fresca de una playa, con esa china, la de la revista, tomado de la mano. Pero se descuida, y no ve pasar por la esquina las piernas enfundadas en el uniforme azul y los pies cubiertos por borceguíes. Se descuida y no ve pasar la partida mientras se imagina con esa china, llevándola a cocochito por la arena. Se descuida y no ve al vecino que lo busca, secundado por los perros agregados, los cimarrones. Se descuida y no ve la escopeta colgada del hombro del vecino, que lo busca, para matarlo, o herirlo, herirlo de muerte.
Y al Pablito, así, en cuclillas, le vienen los calambres, los músculos de las piernas que se entumecen y la rigidez que se extiende de las pantorrillas a los muslos y tiene que sofocar el aullido de dolor, por temor a ser descubierto, y se muerde el labio inferior con fuerza hasta sentir el gusto de la sangre en la boca. El Pablito vuelve a mirar el exterior por el boquete, hecho ex profeso para espiar, y se le antoja que nunca lo van a cazar, no, a él no; ya pasó más de la mitad de su vida ocultándose y piensa seguir haciéndolo aunque tenga que pasarse la vida en ese bañito roñoso, hasta que se olviden de él, pero difícilmente el puntero lo olvide, difícilmente el cuatrero lo olvide, difícilmente la policía se olvide; no, nadie se olvida del Pablito, ni el vecino se olvida; y por eso el Pablito se tiene que fondear, y a instancia de la abuela y del tío, recala en el bañito roñoso.
Sobre el Pablito pesa un pedido de captura, y la abuela y el tío no tienen mejor idea que fondearlo en la casa contigua, porque después de todo es una ratonera, en la que nadie repara. El tío, voluminoso, ya muy entrada la noche, cuando nadie lo ve, se acerca, sigiloso, al bañito y le arrima el pan casero que hizo la abuela por la tarde y apenas toca la puerta, como si un insecto grueso chocara contra la hoja de chapa, y le avisa, cauteloso, que tiene comida en la puerta y así como llega vuelve a su casa para decirle a la abuela que ya le dejó el pan al Pablito, para que no pase hambre. El perro
 
que acompaña al tío y no se espanta ni por las patadas ni los gritos ahogados, corre un gato negro que enfila para el terraplén y se cansa rápido y se vuelve, para unirse con el tío, que no se deja ver por los vecinos. Y el Pablito come, vorazmente, ese pan con gusto a leña y se le mezcla con el sabor de la sangre.
El Pablito le teme a los duendes nocturnos, esos que usan sombrero de ala ancha, y que no corren, vuelan; un vuelo bajito, casi al ras del piso, y que casi no se dejan ver; a esos seres que sólo él puede ver, sólo a eso le teme el Pablito. Todavía los ve, a esos duendes, que no hablan, murmuran, musitan un lenguaje para él ininteligible. Cuando el Pablito cruza a la isla en la canoa los ve, o le parece verlos, en la bruma que levanta el río, cortando la niebla cerrada; ahí nomás está la isla, hay que llegar al terraplén, por donde baja la milicada, con la orden de cateo, pero no, descarta la idea, demasiado arriesgada, puede tropezar con los duendes, o en el peor de los casos, con los milicos, que lo están buscando, para guardarlo.
Un vecino lo tiene apuntado, se la tiene jurada porque le quitó lo poco que tiene en su casa, le sacó el televisor y el equipo musical, lo dejó en bolas, al vecino, y por eso se la quiere dar o quiere que se la den, como sea, da igual. Entregarlo a la partida, o bajarlo él, es lo mismo, aunque prefiere matarlo él mismo, con la escopeta, darle en el cuero, para dejarle otra marca más, al Pablito, y de ser posible, pasarlo para el otro lado, que no cuente más el cuento. Y el vecino tiene informantes, que le llevan y le traen la novedad, pero el Pablito no aparece, está guardado en el bañito roñoso, acalambrado, en cuclillas, esperando la partida.
Al Pablito los calambres le llegan del alma y se le meten en el cuerpo; le arde la herida al Pablito, la que tiene en el lomo y le perforó el pulmón derecho, el puntazo que le tiran en el terraplén y que con buena puntería le atraviesa el costillar y pincha el pulmón y entonces siente que se desinfla, como un muñeco inflable, que se hace
 
chiquito, que se arruga y toma aire y el mismo aire que toma del exterior se escapa por la herida.
El Pablito vigila, desde el agujero y en cuclillas, y espera, temeroso, a la partida, que tiene la orden de capturarlo, o de matarlo, si se resiste.
Al Pablito le llegan los recuerdos, como desde lejos, sin llamarlos, y van entrando y apretujando el espacio del bañito roñoso, hasta saturarlo y no dejarle aire para respirar.
La tormenta amenaza con desatarse en cualquier momento y el Pablito lamenta que no ande el abuelo cerca para cortarla a los hachazos en la tierra, como lo vio una vez, borracho, al abuelo, vociferándole a los cielos. Si comienza la lluvia tendrá que abandonar la posición de espía y recostarse contra la pared, para no mojarse.
El vecino lo busca, incansablemente, a sol y sombra, pero no lo encuentra, y los informantes tampoco pueden aportar mucho, solo habladurías de los demás vecinos, que como dato no le sirven, al vecino, que aferra el cuchillito que sacó de la cocina sin que su mujer lo viera y al hombro, lleva colgando la escopeta.
El Pablito lo ve, en la esquina, al vecino, furibundo, que lo busca y no lo encuentra. Lo distingue, erguido en la arena que empantana, rabioso, y recuerda las pocas chirolas que le entregó el reducidor y maldice, el Pablito, porque se granjeó otro enemigo. Es correntino el vecino que lo busca y se la tiene jurada. Los perros cimarrones, los agregados, acompañan al vecino, que lo busca. Julio se llama el vecino, y lo tiene atravesado, al Pablito, y desde hace tiempo lo busca, lo busca para ponerlo.
Las primeras gotas, estruendosas, repican en la chapa del techo sin cielorraso y sobresaltan al Pablito, que dormita, así, en cuclillas, y baja la guardia, porque
 
cabecea, de sueño cabecea. No quiere dormir, pero se duerme, la fiebre y el sueño le van ganando al Pablito. Acuclillado se duerme el Pablito, acalambrado y afiebrado. Adormilado y alucinado, de hombros, se va dejando caer, agarrotado. Y en el ensueño irrumpe, el vecino, ofendido y agraviado, y apretando el mango del cuchillito y la escopeta, recostada en la pared, para no hacer ruido, para no llamar la atención de la taquería, así se mete al bañito. Enfurecido, el vecino, que se llama Julio, y es correntino.
 

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