Esos Ojos
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Esos ojos son el horror. Siempre lo fueron y sé que siempre lo serán. Desde que tengo memoria ya se encontraban ahí. Posiblemente sean mi primer recuerdo. El odio, la perversión, la locura, el anhelo de destruir todo lo bueno, estaba en ellos. No son los ojos de una persona. Que quede claro: no hablo de mi padre, ni de mi madre, ni de mi hermana mayor. Se me aparecían en sueños, o en la oscuridad de la noche, o, cuando iba a la terraza y los veía formarse en el cielo entre las nubes.
Me acostumbré a vivir con ellos. Alguna vez lo hablé con mis padres. Me enviaron a terapia. Sin embargo, no fue la respuesta. Aprendí a mentir y a decir que no los veía más. Y de adulto, también traté de decírselo a Lucia, unas semanas antes de mudarnos juntos. La expresión de su rostro me hizo arrepentirme. Inmediatamente le dije que era una broma.
Podía vivir así. Llevé una vida normal. Estudié abogacía, me recibí, tenía un trabajo estable y bien pago, amigos y una mujer que me amaba. Esos ojos continuaban apareciendo y nunca me dejaron de causar un terror abismal. Pero podía controlarlo. Mis treinta y cinco años de existencia fueron en compañía de ellos. Me sentía entrenado.
Sin embargo, a pocas semanas de cumplir los treinta y seis años, algo cambió. Un cambio que sería el principio del fin. Volvía del trabajo en el subte y una pareja de jóvenes comenzó a discutir. La discusión fue in crescendo, los gritos se volvían cada vez más fuertes. Nadie en el vagón decía nada. Hasta que el hombre comenzó a golpear a su pareja. La arrojó al piso y continúo golpeándola. Yo me levanté de mi asiento para detenerlo. Sin embargo, ni bien lo hice, él me miró. Y, por primera vez, vi a esos ojos encarnados en una persona. Me sonrío y luego continúo golpeando a la mujer.
La gente finalmente lo rodeó y detuvo. No sirvió de nada, ya estaba muerta. Cuando el subte llegó a la estación, entró la policía y se llevaron al asesino. Él no se resistió, ni siquiera protestó. Sólo sonreía.
Llegué a mi casa devastado. Se lo conté a Lucía, salvo lo de los ojos. Ella había visto la noticia en la televisión. Lloré sobre sus faldas. Esa noche hicimos el amor. Me complació en todo, como siempre lo hacía cuando yo tenía un mal día.
Pasaron unos pocos días y ocurrió nuevamente. Había ido al banco a hacer unos trámites y volví a ver esos ojos cuando un empleado, en la parte de préstamos, le hacía un gesto negativo con la cabeza a una mujer mayor. Nuevamente, una sonrisa atravesaba su rostro. Lo que pensé que había sido un hecho singular se volvió, entonces, lo cotidiano. Esos ojos dejaron de aparecérseme de manera abstracta. Por el contrario, los veía, por instantes, en choferes de Uber, en los comerciantes del barrio, en mis compañeros de trabajo, incluso, más de una vez los vi en Lucía. Eran momentos, destellos de una maldad antigua que parecía apoderarse de las personas.
Entonces comenzó el caos. Una ola de violencia y de actos vandálicos se desplegó, no sólo en Argentina sino en el mundo. Prendían fuego a las personas sin hogar, destruían hospitales públicos, geriátricos, universidades, incluso cementerios. Había asesinatos y violaciones en masa. Un grupo, formado tanto por hombres como por mujeres, había entrado a un hogar de niños y ,antes de asesinar a todos los que vivían y trabajaban allí, cometieron las peores atrocidades. Por la televisión, vi como la policía los detenía, pero de manera cordial y con una mirada cómplice. Al día siguiente, por medio de la presión social, fueron liberados. “La gente está cansada de huérfanos”, “Alguien tenía que hacer justicia”, repetían los medios de comunicación.
Llegó el día de mi cumpleaños. Nos reunimos en la casa de mis padres. Fueron mi hermana, su marido y mi sobrino. Mi madre hizo lasaña, una de mis comidas preferidas. Fue una noche agradable. Sin embargo, a eso de las once , luego de terminar de comer la torta. Mi padre comenzó a hablar de lo vieja y gorda que estaba mi madre. Ella le respondió a los gritos, lo trató de impotente y le confesó riendo que sería vieja y gorda pero que se estaba acostando con el kiosquero de la esquina que tenía veinte años menos que ella. Mi hermana y su marido también comenzaron a discutir. Mi padre se levantó de la mesa, con la cara roja, quiso balbucear unas palabras pero cayó al piso. Había tenido un infarto y, según los médicos, murió al instante.
Así iba mi vida y el mundo en general. Pero ya todo terminaría. Hoy a la mañana comenzó la Guerra. No una guerra, sino la Guerra, con mayúsculas. El Presidente de Estados Unidos declaró que haría uso de armamento nuclear. Los líderes del otro bando dijeron que responderían de la misma forma. Y todos estaban de acuerdo. Incluso, Lucía, en quien desde hacía días ya no había vuelto a encontrar los ojos que me enamoraron, sino que fueron finalmente reemplazados por esos ojos. Como le ocurrió absolutamente a toda la humanidad.
#Este cuento se encuentra publicado en el blog Aletheia Buenos Aires (http://aletheia2019.blogspot.com/2023/09/esos-ojos.html)