Ilusion Fatal: Querer Amor Y Tener Dinero

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ILUSION FATAL: QUERER AMOR Y TENER DINERO

Don Rodrigo de la Buenaventura estaba internado de mucho tiempo  atrás en una gran Colonia Nacional de Enfermos Mentales Crónicos, de esas que se crearon en la Argentina a comienzos del Siglo XX y se mantuvieron hasta la actualidad. En el momento de desarrollarse esta historia imaginaria, mediados de la década de los 80, había unos 2000 enfermos de ambos sexos, que habían sido dejados por sus familias al amparo de la institución, siendo muy pocos los que mantenían vínculo estrecho con estos seres desprotegidos, a causa de su enfermedad e indiferencia. Era un hombre de 73 años que, a su ingreso al “hospital”, le diagnosticaron “alcoholismo Crónico” y al cabo de unos cuantos años había logrado controlar su hábito tóxico y los síntomas principales de su afección. Cuando yo lo conocí, en mi carácter de médico residente del hospicio en la especialidad de Psiquiatría, este hombre llevaba una veintena de años en el “manicomio” (como él  le llamaba), sin haber querido nunca salir de alta. Esta actitud, en principio, no la pude comprender ya que estaba lúcido y tranquilo, aunque tenía una limitación física importante, pues le faltaba una pierna. Pero, la misma había sido suplantada por una prótesis que, munido de un bastón, le permitía desplazarse y caminar bastante bien.

Siempre utilizaba como argumento para justificar su permanencia en el lugar el hecho de tener más de 70 años, cobrar una mísera jubilación por incapacidad, sentirse un lisiado y sin ánimo para reintegrarse a una sociedad competitiva y devoradora. Algo de razón tenía, pero no era esa la verdadera causa de su querencia en este hogar. Y me costó poco trabajo conocer o enterarme del motivo real. Este buen señor tuvo un gran poder de captación en el ambiente que lo  rodeaba. Descubrió con rapidez que la mayoría de los empleados de enfermería, mantenimiento y otras categorías básicas del escalafón, vivían permanentemente endeudados y pidiéndole dinero a cuanto mortal se les cruzara por el camino. ¿Saben lo que hizo? Se convirtió en prestamista, pagando coimas en los niveles de arriba, para que lo dejaran “trabajar tranquilo”. El en su vida civil se había casado y tenía una hija, pero ni esta ni su mujer se ocuparon jamás de don Buenaventura, a partir del día que puso los pies en la institución. El alienado, que de esto le quedaba bastante poco, se trajo a su pieza sus pocos ahorros y empezó con el asunto de los préstamos de pequeñas cantidades de dinero a intereses realmente de explotación. Por supuesto que, para su singular tarea, necesitaba de un cómplice que gozara de toda su confianza. Lo encontró en una inescrupulosa mujer, mucho menor que él, quien sin el auxilio de una computadora pero manejando muy bien las operaciones básicas y las reglas de tres simples, se convirtió en su brazo ejecutor. La “mujercita” recibía los depósitos, los ponía en el Banco Nación en una cuenta que tenía a su nombre y se encargaba de aligerar las cobranzas.

En un primer momento pensé que, dados los enormes intereses que pedía, casi nadie se los pagaría. Pero no era así. El día de fin de mes, apenas se cobraban los sueldos, lo primero que muchos empleados hacían era poner al día las cuentas con don Buenaventura, ya que lo necesitaban imprescindiblemente. Su “socia” se encargaba de los aspectos “legales”, o sea el crecimiento de la cuenta bancaria y los préstamos a plazo fijo que eran una renta extra. Don Buenaventura llegó a manejar tanto dinero que algunos temían que pudieran intentar matarlos, no para sacarle la plata que iba derecho al banco, sino alguno de sus deudores. Pero era obvio que se necesitaban mutuamente, el usurero y sus víctimas. Yo conocía esta historia por referencias de terceros, pero la pude comprobar personalmente ni bien me tocó, por la rotación interna de los profesionales en formación, ir como médico a su pabellón. Resulta que donde él estaba alojado había caído un médico, mezcla de excéntrico e idealista, quien se propuso firmemente echarlo al prestamista de patitas a la calle, haciendo resaltar su condición de enfermo estabilizado. Para lo cual elevó a la dirección un informe en el que detallaba pormenorizadamente la evolución clínica de este individuo, considerando que estaba curado de su afección original y que no debía ocupar una cama en el hospital que podría ser utilizada por otro ser realmente enfermo. El director tomó debida cuenta del informe pero no decidió en función del mismo. Quizás para ponerme a prueba, o tal vez pensando enemistarme con el otro médico, me solicitó por memorándum un estudio profundo de la personalidad del sujeto en cuestión y si yo consideraba que debía permanecer internado o nó.

Cuando fui notificado por escrito de la orden superior no me preocupó que era realmente lo que el director quería ni tampoco tuve en cuenta lo que pensaría el  otro colega, con el cual sinceramente no simpatizaba para nada, pese a haber  estado juntos en algún momento de nuestras carreras en la universidad cuando éramos estudiantes. Me propuse en firme hacer un buen trabajo de investigación psiquiátrica en un caso que, aparentemente, rompía los moldes de lo convencional en materia de insania. Esto significaba todo un desafío para mí. El plan de trabajo que me impuse y que hice conocer al paciente consistía en dialogar de lunes a viernes una hora por día durante el plazo que fuese necesario. Don Rodrigo de la Buenaventura aceptó las normas y fue muy claro en su primera exposición. -Mire doctor, yo estoy dispuesto a quedarme aquí por el resto de mi vida porque no  tengo a donde ir ni quiero irme a otra parte. Si alguien me echa, yo lo mato, porque soy un  insano internado en un manicomio y, para la Ley soy inimputable, así que ni siquiera a la cárcel me mandarían. No tengo familia porque tanto mi mujer como mi hija me abandonaron cuando era un  borracho consuetudinario y ellas creyeron que incurable. Usted sabe bien que hace tiempo yo no tomo una gota de alcohol. Quiero que se sepa que estoy curado, porque tampoco pienso volver a tomar nunca más. Sin embargo, hice de este manicomio mi  hogar y de aquí me van a sacar solamente en el cajón. –

__ ¿Alguna otra razón muy poderosa, don Buenaventura, para radicarse definitivamente acá? __ Sí, doctor, inicié una nueva vida que usted en parte debe conocer porque en este lugar no se pierde nada y seguramente ya le habrán hablado de mí, como a mí ya me hablaron de usted.__  Sentí un deseo tremendo de preguntarle qué opinaba la gente acerca de mi persona, si era un lírico, un estúpido, un buen psiquiatra, un tipo raro, cómo me veían y me sentían los demás. Esas y mil otras preguntas me asaltaban a diario en el extenso y lúcido diálogo con Buenaventura. __¿Y qué hay de cierto en todo lo que se dice de usted y el dinero que presta?__  Es verdad, doctor. Yo tengo una relación muy especial con Nélida, una chica que trabaja en enfermería de mujeres. A mí el sexo no me funciona, creo que es una secuela del alcohol, pero yo la quiero mucho. Con ella nos encontramos acá adentro, en una piecita, donde yo puedo mirarla y tocarla. Es una chica buenísima que a mí me quiere como un padre y me cuida mucho. Para ella es todo lo que yo gano con los préstamos. Sí, tienen razón doctor, soy un usurero pero nunca “ahorqué” a ninguno. Yo cumplo con todos y ellos conmigo. Por eso, doctor, usted no puede destruir todo esto, ni en nombre de la Psiquiatría, ni en nombre de la Salud  Mental, ni en nombre de nadie. Yo sé que usted me va a dejar acá, no tengo ninguna duda.__ Está bien, don Buenaventura, yo lo voy a dejar aquí dentro, le doy mi palabra, pero para eso voy a tener que hacer un informe de los buenos. ¿Eh? __ Usted puede doctor, yo sé que usted puede y es muy capaz, además de buena persona, tiene “labia”, sabe escribir bien y no me cabe ninguna duda de que lo va a convencer al director y, al mismo tiempo, lo va a aplastar a ese que me quiso echar. Le juro que, si se salía con la suya lo mataba, lo mataba doctor, se lo juro.__

__ No es para tanto, amigo. Ahora confíe en mi palabra y deme un poco de tiempo para redactar el informe. ¡Y quédese tranquilo que de acá no lo mueve nadie! Preparar el borrador y pasar en limpio el informe me llevó unos días, ya que no era cuestión de usar cualquier argumento. Evidentemente, el paciente estaba lúcido y tranquilo, dos criterios que en ese momento bastaban y sobraban para ganarse el alta médica y el pasaporte del manicomio a la calle. Creo que más del noventa por ciento de los internados, aún muchos de los más “perdidos” mentalmente, se pasaban los días esperando el alta y el momento de retornar a la sociedad que, la mayoría de las veces, los devolvía pocos meses después con una locura mucho mayor. Pero este caso era totalmente diferente ya que quería estar ahí, en el antro de la perdición mental. Entonces un ser que pensaba de esa manera no podía ser normal aunque sus palabras parecieran coherentes y sus acciones no molestaran a nadie. Además, esa relación con la mujer, la usura y la avaricia, estaban indicando una patología diferente a lo que se veía habitualmente ahí. Todos esos argumentos los fui detallando con minuciosa precisión, hasta llegar a calificar a este singular individuo como un psicópata disocial, que rompió relaciones con el mundo exterior y se instaló en otra sociedad, marginal y patológica por donde se la mirara, sintiéndose plenamente bien en ella. Hice hincapié en el hecho de que estos personajes que logran adaptarse a una sociedad marginal, si son devueltos abruptamente a la sociedad “normal”, se convierten potencialmente en muy peligrosos, sea para ellos mismos o para terceros. En esto fundamentaba yo que el hecho de hacerlo salir del hospital era poner en las calles a un peligro potencial, ciertamente inimputable desde el punto de vista judicial, pero no así para quien debiera responsabilizarse de haber puesto en peligro la vida cotidiana.

Por supuesto que todas las altas médicas llevaban la responsabilidad del profesional que las firmaba pero implícitamente también podía verse comprometido el director de la institución, quien no era un hombre de caer en una situación semejante. De manera que, apenas terminó de leer mi escrito, decretó la internación definitiva de Rodrigo de la Buenaventura. Este, apenas tomó conocimiento de la buena nueva, me esperó con un regalo, envuelto y todo. Vaya, pensé, no era ni tan avaro ni tan miserable. El contenido del envoltorio era una botella de whisky importado que me duró muy poco pero la saboreé muy mucho. A partir de entonces se entabló una cierta relación amistosa entre el paciente y yo. Por otra parte en todo el hospital se comentó que yo había logrado dejarlo internado cuando nadie pagaba un centavo por su permanencia en la Colonia. Una vez más, mi “prestigio” y mi vanidad quedaron bien a salvo. ¿A salvo de qué? No sé. Pero yo siempre sentía que cada acto, cada hecho, eran para mí una durísima batalla en la que debía batirme solo, siempre solo, a capa y espada. En esa lucha interminable cada acontecimiento era como un capítulo nuevo donde el triunfo y la derrota se entremezclaban permanentemente y yo ahí solo, sin enfundar la espada, sin dejar de batirme contra algo o contra alguien, seguramente destruyéndome a mí mismo de a poco. No había filosofía ni literatura que me apartara de ello. Seguía devorando libros creyendo que el saber era como una transfusión de las páginas a mi cabeza. ¿Hasta cuándo vas a seguir así?, me preguntaba. Pero no cambiaba ni hacía nada por cambiar. No había devenir que me deparara algo nuevo y realmente interesante. Eso sí, permanentemente soñaba, mucho más despierto que dormido. Soñaba la sabiduría, el placer, hacer el amor, las cosas más fantásticas pasaban por mi mente, pero ni se detenían ni salían de ella. Quizás yo fuera un poco como don Rodrigo de la Buenaventura con la diferencia que él eligió la vida en un manicomio y yo la vida en la  imaginación. Sin embargo y no obstante lo cual, para el mundo exterior yo no era ni un simple objeto ni un aparato apagado.

Estaba solo pero tenía relaciones; poco a poco iba odiando el lugar pero en él me creaba lentamente la reputación de un buen y respetado psiquiatra. Obraba como  un tipo derecho, hacía favores sin pedir retribuciones, tomaba mate con los enfermeros, les permitía romper el trato protocolar y, fuera del hospital me reunía con ellos en interminables asados y parrilladas donde el vino se tomaba directamente de la damajuana y luego despertaba súbitamente tirado en algún camastro o en un colchón sobre el suelo, con la cabeza que parecía partírseme de dolor en mil pedazos. ¡Dios mío! Llegué a decirme más de una vez. Por un lado parecía que me iba degradando paulatinamente y por otro me sentía, cada día que pasaba, dueño de un conocimiento científico que se incrementaba y me enriquecía intelectualmente. Mi amistad con Buenaventura se fue consolidando, aunque nunca pude realmente profundizar en el mundo de este hombre tan particular. Un día me dio una sorpresa que no estaba en mis cálculos: vino con otro regalo que parecía muy diferente a los anteriores (botellas de whisky o cajas de cigarrillos finos). Era un libro usado, forrado en negro, con señas inequívocas de haber sido abierto muchas veces. __¿Usted ha leído la Biblia, doctor? __La verdad es que no, ni siquiera tengo una Biblia en mi casa, pese a que mis  padres fueron cristianos y yo también lo soy._ _Bueno, entonces le voy a dar el tesoro más importante que recolecté en mi vida. Este libro es una Biblia, no sé si de las mejores o de las peores. Hace muchos años era una de las más completas. La he leído y releído tantas veces que la conozco prácticamente de memoria, de adelante para atrás y de atrás para adelante. Yo sé que en sus manos va a estar en buenas manos y en un destino seguro. Usted no se imagina cuánto quiero yo a este librito. Es suyo, doctor.__

Realmente me sorprendió ya que para mí este hombre, en el esplendor de la ancianidad, difícilmente poseyera algún tipo de espiritualidad. Me sentí muy halagado no tanto por el valor de la obra en sí, una Biblia más  bien pequeña y de circulación popular, sino por el gesto. Por otra parte, chiquita y todo, era mi primera Biblia y yo asumía tácitamente en ese instante el compromiso de leerla y reflexionarla, cosa que no estaba en mis  planes inmediatos. La relación con este hombre seguía así; nos veíamos por lo general todos  los días cerca de la hora del almuerzo, hablábamos por lo general de asuntos triviales y a otra cosa. Así pasó el tiempo hasta que cayó la noticia que fue una bomba. Nélida, la chica amiga de don Buenaventura, se iba a casar muy pronto. Para ello, lo primero que hizo fue cambiar su modesto Fiat Spazio usado por un Renault 12 cero kilómetro. Al mismo tiempo, amplió y puso su casa en condiciones más que óptimas para ella que teóricamente vivía de su humilde sueldo de enfermera en un hospital público. En dos  palabras, se produjo lo que era de esperar. La joven, con un nuevo amor acorde a su edad, que le hizo sentir las vibraciones de su onda femenina, empezó a utilizar los fondos de la cuenta que con tanto cariño, devoción y entrega, fue juntando don Buenaventura para esta niña de sus ojos y sus dedos, porque más que mirarla y tocarla no podía hacer.

Cosa curiosa, toda la “Colonia” no hizo más que hablar del tema durante los pocos días previos y los primeros posteriores a la boda, pero nadie, absolutamente nadie, se atrevió a gastarle una broma o un chiste al “viejo”. Yo mismo traté de seguir con él igual que antes. Pero de inmediato me di cuenta que la acción de la “turra” lo había destrozado. No quise juzgar ni abrir juicios condenatorios ni absolutorios porque todo era enfermo. Se respiraba en el lugar un aire viciado, estaban podridos los pulmones, los cerebros, los testículos y las vaginas. El ambiente era una inmundicia pura. ¿Qué iba a salir yo a pontificar? No tenía ningún sentido hacerlo por lo que me quedé en el “molde”. __Buen día don Buenaventura, ¿hace frío, no? __Sí doctor, está fresco.__ Y nada más, “a lavar los baldes”, como decía el “Toro” Rodríguez cuando quería expresar que ya no cabía una palabra más. Esta situación no se prolongó indefinidamente ni don Buenaventura puso ojos llorosos, ni cayó en una depresión profunda, ni la insultó a la infiel, nada de eso. Una mañana no se pudo levantar de la cama  y respiraba con  dificultad. Pese a la  asistencia inmediata, antes del mediodía tenía firmado el certificado de defunción. Diagnóstico, infarto agudo de miocardio. ¡Pobre jovato! ¡Se murió de bronca!. Eligió vivir en un mundo de locos y no fue capaz de bancarse la primera locura que le hicieron. Y pensar que hubo alguno que lo quiso hacer pasar por cuerdo. No, mi cabeza ya no entendía más nada. Menos aún al día siguiente cuando aparecieron lla viuda y su hija ya que, por reglamento, el mismo día del fallecimiento de un paciente se enviaba un telegrama al familiar más cercano. Había que verlas a las dos “brujas” reclamando por los bienes del difunto, diciendo que ellas sabían que manejaba importantes sumas de dinero, que dónde estaba su reloj de oro, etcétera. Pudo haber sido un momento muy desagradable para mí, pero las ignoré y respondí a cada una de sus preguntas como  un autómata. Fueron a verlo al director, quien las mandó de nuevo al pabellón acompañadas por el asesor jurídico. Hicieron remover cielo y tierra pero no apareció nada, apenas un reloj baratija, un anillo de plata muy deteriorado y algún que otro objeto íntimo. Las que vinieron impulsadas por su codicia y viendo si podían rapiñar algo se volvieron con las manos vacías, al muerto ni lo miraron y dejaron un escrito indicando que se donara su cadáver a la Cátedra de Anatomía de la Facultad de Medicina de la Universidad más cercana. Así le hacían, al menos, un servicio a la ciencia.             

    

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