Muerto Y Contento

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No hace ninguna falta que me pidas cautela, vecino: conmigo no han podido ni podrán, estate bien seguro. Y ya puede volver cuando le plazca la falsa policía, que mientras yo esté aquí para impedirlo nadie te va a arrancar de tu cama querida. Llegarán a tu casa confiados, convencidos de haberme robado la memoria, pero yo sé muy bien que estás ahí, muerto y contento, pudriéndote detrás de este tabique.

El sábado, tu casa, no lo niego, estaba sola y muda todavía, pero yo ya venía presintiendo que un asomo de vida seguía vibrando en ella. No, claro que no eras tú, eso también lo sé. Mira, viejo, por suerte o por desgracia, tengo un alma demasiado sensible que me informa al detalle de cuanto está vedado a las almas corrientes, y el sábado sentí que aquellas vibraciones tenían su epicentro en una cama, la tuya, ese lecho al que has vuelto, muerto y todo.

¿Sabes lo que comentan los otros vecinos? Que eras un antipático y un triste. Hablan de ti y aún dicen «pobre hombre», los muy falsos, cuando ellos mismos provocaron que cayeras redondo, aquella tarde, en el duro empedrado de la calle. Tuvo que ser muy fácil planearlo, sin parientes ni amigos por tu parte, sin nadie que albergara la mínima sospecha de aquel asesinato. Y es que la soledad nos hace frágiles, vecino, y por culpa de ella, ya te habrás dado cuenta, cerebros singulares como el tuyo o el mío son presa codiciada por la nueva jauría de ambiciones humanas. Tu cerebro, sin duda, va a ser utilizado si no logro impedirlo. Porque tú eras un genio y lo sabían, no sé de qué manera lograron descubrirlo, pero ellos lo sabían y, por eso, con la lógica excusa de velarte, fueron ante el diván del tanatorio a vigilar su presa conseguida. Ya has visto que carecen del más mínimo escrúpulo; siquiera han respetado tu deseo de morir en la cama, ese mullido punto justo desde el cual escapabas, cada noche, del insufrible tedio que gobernó tu vida entera.

Tu cama, sí, tu cama; ella fue la impulsora de tu inmenso talento. Y yo mientras aquí, tras del fino tabique que separa mi cuarto de tu cuarto, venga y venga a mirar con los ojos cerrados tus increíbles sueños trepidantes. Fui un maldito fisgón, lo reconozco, pero no me arrepiento de mi culpa. ¡Cuánto me deleitaba siendo el espectador de tanta intriga, tanta persecución y tanta brega! ¡Qué causas más dispares defendías, y qué justas! ¡Qué escenarios magníficos, qué exóticos, qué vivos! ¡Qué vestuario y qué fotografía! Yo a ti no te admiraba. No. Yo no admiraba al viejo insociable y huraño que tú eras, pero sí al personaje atractivo y heroico en que mutabas. Y eras joven de nuevo en esos mundos. Y Morfeo solía recompensarte, en la fase final de cada sueño, con la onírica guinda de una bella heroína rendida a los placeres de la carne.

Bajo el testigo fiel que eran las sábanas, todas tus fantasías se cumplían, y es por eso que el sábado, la cama, añoraba tu cuerpo en su penumbra. Sin embozo y deshecha por la ausencia, ya no hacía otra cosa que añorarte. ¿Celos? Sí, tal vez sintiera celos de saber que su hombre soñara en otro lecho, se abrazara a otra almohada. Claro que los sentía. Ignorante la cama de la muerte del cuerpo, cómo no iba a bullir su cabecero imaginando las infidelidades. Pero aquello era el sábado, vecino, porque lo que fue ayer, muy bien lo sabes, tu ferviente camastro no se rindió precisamente a la evidencia, qué se iba a rendir, se amaneció aprendiendo el visceral lenguaje de sus muelles, aquella letanía chirriante con la que suplicaba vuelve, vuelve, vuelve, y así el día y la tarde, vuelve, vuelve, vuelve, y así toda la santa madrugada. Que ya se cansaría de llamarte, pensé yo. ¡Y cómo iba a saber que su amor por tu cuerpo era tan grande! El caso es que, no sé si contagiada de tamaña vehemencia, esta misma mañana te ha empezado a invocar la casa entera, muy pronto esa llamada se ha extendido a mi casa y con ella ha venido a verme el miedo, mucho miedo, vecino; primero, porque yo no pensaba que fueras a venir a consolarla, y segundo, porque dos casas juntas y enfermas de tristeza se antojaban letales. Vaya espectáculo siniestro: las bombillas y los interruptores terminaron jugando a las intermitencias con un click click sediento de luces y de sombras; las puertas se abrían solas y después se cerraban retumbando en el barrio sin que soplara un ápice de viento; los timbres del teléfono y la puerta parecían llamarse frenéticos de urgencia el uno al otro… Claro que quise huir, claro que lo intenté, pero entonces la puerta de la calle se cerró a cal y canto como si al otro lado varias manos hicieran mucha fuerza; las sillas se movían en remolino como haciéndome el corro y los libros salían de sus estantes, levitaban, se abrían y volaban buscando el cielo raso del salón. Jamás sentí una angustia semejante. Salí al balcón, grité; grité mientras los muebles saltaban a la calle uno tras otro, les grité a los vecinos que había que hacer algo, por el amor de dios, y es que aún no conocía la trama de tu muerte ni podía sospechar que ellos fueran a estar confabulados. Sólo ahora me explico que no hicieran más nada que bajar sus persianas e ignorarme.

Por fortuna, vecino, tú supiste venir para obrar el milagro. Qué inmenso fue el alivio que sentí cuando escuché tu voz, al otro lado, diciéndole a la cama que habías vuelto, diciéndole ya he vuelto, lecho mío, por ti he vuelto. Pero, luego, silencio. Cuando llegó la falsa policía, nuestras casas ya estaban en silencio. Yo sentí cómo entraban en la tuya, violentaron tu puerta y entraron apuntándole a todo con sus armas. Registraron tu baño, tu salón, tu cocina; llegaron a tu cuarto y allí estabas, plácidamente inerte, regalando a tu cama una buena ración de sueño eterno. Me asomé al descansillo, vi que esos impostores salían de tu casa, fingían serenidad, claro que sí, pero se habían quedado lívidos tras verte. Recuerdo que eran cinco. Que iban perfectamente uniformados. Que entreabrieron sus puertas los otros vecinos y asomaron sus tímidas cabezas. ¿Adivinas, entonces, qué es lo que hicieron éstos? Pues eso mismo, viejo, señalarme con sus cínicos dedos de compinche y decir: ése es.

Justo cuando me estaban esposando supe que obedecían, todos ellos, una orden precisa y poderosa, por eso no me supe reprimir y les grité asesinos, les grité que sabía que habías vuelto, que ellos te habían matado pero que tú habías vuelto, y aunque me sujetaran por el cuello, por mucho que me esposaran, me dio tiempo a escupirles en la cara de pura repugnancia que me daban.

Aquellos impostores me llevaron en su furgón azul, bien idéntico al que usa la verdadera policía. Pusieron rumbo a la guarida que ahora te contaré, y me inyectaron algo en el trayecto, una sofisticada droga que duerme y que secciona el tramo justo, el más reciente de memoria. Pero mi mente es fuerte, viejo, mucho más que mi sangre, así que decidí practicar la estrategia de la calma y hasta supe fingir que la droga inyectada me hacía efecto. Cerré los ojos. Dejé caer la cabeza y así pude escuchar sus comentarios sobre ti, que si aún parecías incorrupto, que si estabas caliente todavía, que si había en tus labios un rictus de sonrisa inexplicable... Recuerdo que uno de ellos formuló la pregunta: ¿cómo pudo escaparse el jodido fiambre?, y otro le respondió: no lo sé, no preguntes, eso no es cosa nuestra, eso fue lo que dijo, como si esa cuestión incumbiera tan sólo al escalón más alto de alguna peligrosa jerarquía.

¿Sabes adónde me llevaron? A una especie de clínica psiquiátrica. ¡Menuda tapadera, llena de batas blancas, jeringas y venenos! Allí me acribillaron a preguntas, vecino, pero me resultó sencillo, muy sencillo jugar a las mentiras que deseaban escuchar, y les dije que no, que no sabía nada de muertos que regresan, que por quién me tomaban, y les dije que sí, que había lanzado muebles de mi casa a la calle porque la soledad no es buena compañía, saben ustedes, y a veces uno mismo se enfada con el mundo y ocurre que le estallan estos nervios que han visto, pero no deben preocuparse, les dije muy sereno y muy seguro mientras intercambiaban soslayos satisfechos, que eso no volvería a ocurrir jamás.

Se lo tragaron todo. Me dieron esos tubos de pastillas que han ido, por supuesto, a la basura y después me soltaron, seguros de mi amnesia. Pero yo he vuelto a casa con mi memoria intacta, viejo, y además puedo ver que tú sigues ahí, gozoso del reencuentro con tu lecho pero a la vez pidiéndome venganza. Ya verás que no voy a defraudarte. ¿Puedes ver esta arma? Más tarde o más temprano tendrán que regresar a por tu cuerpo, no creo que se demoren mucho más, y, cuando estén aquí, dejemos que se asomen otra vez los vecinos secuaces por sus malditas puertas, que nadie saldrá vivo de este sucio edificio, te lo juro por estas.

 

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