Ven Y Arde Conmigo

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18:14:24… Qué inocencia, qué ingenuidad, qué falta de escarmiento demostró Juan Alberto acudiendo a la cita con otro casto ramo de azucenas azules sin esperar que ella, Margarita, le fuera a abrir la puerta de su pequeño estudio ya desnuda, ya pantera lasciva que despreció las flores y le comió la lengua, que le arrancó la ropa y lo empujó, harta de sus pretextos y evasivas, a la hoguera del catre; se encaramó a horcajadas sobre él, lo quiso cabalgar pero ocurrió enseguida lo mismo que con Sara o con Casandra, que del pozo del sexo le comenzó a brotar como una lumbre, un tufo de ceniza que al pobre Juan Alberto le provocó una arcada e hizo que se zafara de ser cabalgadura.

—¿Qué te sucede, amor? —preguntó ella, perpleja y ofendida tras ver que Juan Alberto, sentado sobre el borde de la cama, pinzaba con dos dedos su nariz—. ¿Acaso te doy asco?

Él atinaba apenas a improvisar estúpidas excusas, que si estoy incubando un constipado, que por nada del mundo quisiera contagiarte… de manera que ella, crédula enamorada, cruzó la cama a gatas y se enroscó en su cuello para ronronearle:

—Si no me importa, bobo, que me contagies un poquito.

Ronroneaba, sí, ronroneaba, mas traía adensado en el aliento el hedor nauseabundo de la carne quemada.

—¡Déjame, no me toques! —le gritó Juan Alberto dando un brinco del tálamo, vistiéndose y buscando con urgencia la puerta de la calle mientras la voz temida había regresado a su cerebro:

¡Corre, vete, olvídate de ella!

 

18:19:59… Subió por la avenida despeinado, con la camisa abierta y el cinturón colgando de la prisa como un rabo grotesco. La ansiedad era eso: huir a ningún sitio. Llegó al paso de cebra, lo cruzó, y, sin saber por qué ni por qué no, se introdujo en la boca del metropolitano; se sentó en los inmundos escalones de abajo, entre colillas, flemas, escorias de paloma y una maraña blanca de pequeños folletos que algún repartidor, harto de la basura de su sueldo, había abandonado justo allí. «Mi vida es una broma de mal gusto», masculló para sí con los ojos clavados en esa propaganda, y sintió que la gente, aquel trasiego anónimo de rostros que la boca de metro tragaba o escupía, le lanzaba soslayos de conmiseración,

cálmate, Juan Alberto, cálmate, no quiero tu locura, sólo te quiero a ti… ,

rogó esa voz adentro, pero apenas lograba comprender lo que la voz decía, pues ésta no pasaba de murmullo, lejana interferencia que se hundía en el pozo de su inconmensurable soledad: nadie lo iba a entender, no existía persona en este mundo que fuera a conjurar su maldición. Si no dieron con ella médicos de familia, otorrinos, psicólogos, psiquiatras; si después fracasaron las naturoterapias, las reflexologías y las acupunturas

es porque necesitas, Juan Alberto, un sabio verdadero que te traiga hasta mí, uno que esté al alcance de tu mano. Haz un esfuerzo y mira, mira esa propaganda, léela…

Casi con la indolencia del suicida, recogió Juan Alberto uno de los folletos y terminó leyendo estás palabras:

 

Amarres, sortilegios, presencias y delirios,

mal de ojo,

problemas de alcoholismo,

éxito en la pareja y los negocios.

El profesor Karanga, sanador y vidente milenario,

le soluciona todos sus problemas.

Rapidez, eficacia,

 

y un teléfono abajo y un horario de citas que enseguida vinieron a encender en su rostro las esperanza

claro que sí, mi amor, claro que sí, el profesor Karanga te mostrará el camino, llámale, que yo sabré ayudaros con mis invocaciones….

Echó mano del móvil dormido en el bolsillo, marcó el número, y concertó una cita para esa misma tarde.

 

20:07:22…No había nadie más en la sala de espera, se percibía en ella un aroma de sándalo dulzón y, entreverado a éste, se distinguía apenas un hilillo de música oriental fusionada con cantos gregorianos.

—Aguarde aquí un momento, que voy a dar aviso al profesor —le rogó Custo, discípulo fornido de Karanga que aseguró encargarse de lo administrativo. Un extraño individuo, ese tal Custo: su atuendo era una especie de chilaba color cardenalicio y en su cráneo rapado lucía tatuadas un par de letras rúnicas. Se fue. Se fue por un pasillo a avisar a Karanga y él se sentó en el borde de un ajado sofá, venga a mordisquearse los padrastros y a menear la pierna con el ritmo de un tic mientras la voz interna comenzaba a invocar aSanta Marta

no la digna, no la santa, sino la que a los hombres eleva y encanta

Tan abstraído estaba en descifrarla, que no se percataba de la mezcla grotesca de símbolos sagrados que ornaban la paredes de la estancia: tótemes, crucifijos, medias lunas, estrellas, máscaras ancestrales y un enorme tapiz, enmarcado con signos del zodiaco, cuyo motivo era Jesucristo, Yahvé, Buda y Mahoma jugándose a los dados el alma de los hombres, mientras la voz decía

Santa Marta que entraste en nuestro huerto, y tres cabras negras hallaste, y tres quesos negros hiciste con la leche que ordeñaste: así, así le pongáis el corazón a Juan Alberto, tan negro, tan triste, que venga, que no pueda estar, ni dormir, ni reposar, que me llegue a escuchar, que venga como perro rabiando dándome cuanto tuviere y diciéndome cuánto me quiere…

 

20:21:35…Se encontraban sentados frente a frente, Juan Alberto en un simple taburete y el profesor Karanga en un trono de mimbre.

—Dime una cosa, hijo; aparte de las llamas y del olor que dices, ¿tienes otras visiones? ¿Oyes alguna voz en tu interior?

Cerca de ellos había un estrecho diván y, allá en otro apartado del despacho, un círculo arco iris pintado en las baldosas y una mesa repleta de cubetas y frascos. Karanga era una mezcla de médico y gurú: médico por la bata y por los zuecos; gurú por esa barba tupida y cenicienta, sin bigote en el belfo, cuyo extremo acababa en un moñito que parecía una brocha de afeitar. Y, sin embargo, no; no era el chusco moñito su centro de atención. Dos palmos más arriba, sus cejas eran bosques escarchados, su mirada un poder de color violeta penetrante…

—Otras visiones no —respondió Juan Alberto—, pero voces sí creo oír a veces.

—Háblame de esas voces. ¿Cómo son?

Una buena pregunta: ¿cómo eran esas voces? Sumido en la mirada de Karanga, rebuscó en el silencio una respuesta.

—Son algo así como un runrún lejano de murmullos adentro —dijo al fin—, no sé cómo explicarle…

—Ya. Cómo emisora mal sintonizada —matizó el profesor, muy seguro de sí.

—¡Exacto! —confirmó Juan Alberto, admirado de su clarividencia—. La cosa es que no logro entender qué me dicen… Verá, señor Karanga, hará como tres años, un psiquiatra, una vez le expliqué lo del hedor, las llamas y las voces, me dijo que tenía no sé qué variante de psicosis. Figúreselo usted, me recetó pastillas de todos los colores y…

—Y no sirvió de nada tragar tanto veneno, ¿verdad, hijo?

—Sólo para dormirme el sentimiento. Por entonces salía con mi segunda novia. Casandra, se llamaba. Ya había olido el tufo en su cuerpo desnudo y había percibido esa cháchara adentro, y con esas pastillas que aquél me recetó, pues, la verdad sea dicha, no tenía apetitos de volver a intentar sexo con ella. El caso es que Casandra, fogosa como era, se cansó de aguantar mi castidad, me dijo adiós muy buenas, pero yo, que tenía sedado el sentimiento, tampoco lo acusé. Era el ni fu ni fa del existir: ni tristeza, ni ira, ni desamor... nada. Y fue por eso mismo, doctor, para sentirme vivo que, una vez que Casandra me dejó, decidí abandonar el tratamiento, ¿y sabe qué, Karanga?, que no reaparecieron esas voces que digo hasta el día de hoy, después de oler el tufo en Margarita…

—La ciencia es limitada, Juan Alberto —sentenció el profesor, y agarrando un pellizco de su propio antebrazo, se esforzó en explicarle—: no mira más allá de esta simple carcasa de huesos y de carne, se niega a analizar el cuerpo astral, que es en donde acontecen los trastornos que tienes.

—¿Cómo está tan seguro?

—Lo percibo en tu aura. Una energía antigua, de siglos, diría yo, no te deja vivir, te está contaminando.

—¿El aura, dice usted?

Nunca había pensado Juan Alberto en tal cosa. El tenía entendido que el aura era ese arito que fulge en las cabezas de los santos. Pero no, el profesor Karanga se explayó en explicarle que todos poseemos nuestra aura, que es eterna y que siempre nos circunda, que es la luz del espíritu que somos…

—…y a juzgar por el rojo tan turbio de la tuya, la barrunto muy sucia y alterada —concluyó.

El pobre Juan Alberto se agarró al clavo ardiendo de tan rocambolesco diagnóstico:

—¿Cómo puedo limpiarla? —le preguntó excitado al profesor.

—La impaciencia es la madre del fracaso —dijo éste con tono paternal—. Para saber qué estrato del aura hay que limpiar, lo primero es hallar lo que la ensucia, y para ello creo imprescindible someterte, si me das tu permiso, a lo que se conoce como una “regresión mediante hipnosis”.

—Por mí cuando usted quiera —concedió Juan Alberto, y Karanga le dijo que se tendiera en el diván, que no pensara en nada, que mirase unos círculos granates allá en el cielo raso dibujados

Juan Alberto, amor mío, por fin te siento cerca…

y le acabó ciñendo sus eficientes dedos de médico gurú justo en las sienes, hasta lograr sumirlo, lenta y profundamente, en el útero astral del universo.

 

21:13:42…Media hora más tarde, un chascar de los dedos de Karanga lo vino a liberar del hipnótico trance. No recordaba nada y, sin embargo, tumbado como estaba en el diván, le invadió la impresión exacerbada como de haber soltado un prodigioso lastre.

—Ahora ya conocemos el origen exacto de tu padecimiento —le reveló Karanga, satisfecho.

—¿Se lo he contado yo? —preguntó Juan Alberto, todavía aturdido.

—No, hijo, tú no. Fue una voz de mujer la que habló por tu boca.

—¿Una voz de mujer? ¿Y qué fue lo que dijo?

—Dijo que en otra vida, allá por el medievo, siendo tú el alguacil de una pequeña aldea y ella doncella bruja, le llegaste a jurar amor eterno, y que, te guste o no, la perteneces; que, al poco de empezar aquel noviazgo, al parecer furtivo por ser ella menor, se vio metida en pleitos por no sé qué aquelarres que le vino a imputar el Santo Oficio, y que tú, más ducho en cobardías que en amores, te alejaste de ella por salvar el pellejo e incluso la negaste, juraste ante la Biblia que no la conocías. Una tragedia, aquello, Juan Alberto: ella fue condenada al fuego eterno, de manera que tú, obediente alguacil, no pudiste negarte a inaugurar su lumbre ante la plebe, a mirar cómo ardía maniatada en el palo de la hoguera, cómo aullaba tu nombre, se reducía a cenizas ante ti… Y sin embargo, hijo, no te guarda rencor, dice que aún te ama…

—¿Y qué quiere de mí? —preguntó Juan Alberto con el horror anclado en la mirada.

—Pues muy sencillo, hijo: la eternidad de amor que le juraste. Ven y arde conmigo, suplicaba, ven y arde conmigo…

—¡Ayúdeme, Karanga! —suplicó Juan Alberto— ¡Ayúdeme a librarme de este maldito infierno, dígame qué he de hacer!

El profesor Karanga lo agarró por el hombro y lo llevó de nuevo al taburete; se volvió a acomodar en su trono de mimbre y, esbozando un hierático mohín, muy despaciosamente, le dijo que existían dos remedios para alcanzar la paz que pedía su alma:

—El primero de ellos consiste en que complazcas a esa doncella bruja que te habita, es decir, que acates el antiguo juramento dando tu carne al fuego, reuniéndote con ella para siempre…

Juan Alberto miraba al profesor con los ojos inmensos, un sudor congelado le perlaba las sienes…

—…pero no temas, hijo; con el otro remedio aún estamos a tiempo de romper la palabra que le diste, zafarte de su influjo, romper el hilo kármico con ella…

—¿Cuál es ese remedio? ¡Por el amor de dios, señor Karanga, no se haga de rogar!

—El mismo que dijimos al principio: la limpieza del aura.

—¡Pues hagámosla ya!

—¿Ahora? No sé, hijo, no sé… se me antoja arriesgado hacerla ahora. Debes tener en cuenta que, con la regresión, los estratos del aura…

—¡Me dan igual los riesgos! -insistió Juan Alberto, y extrajo de un bolsillo tres billetes morados.

—¡Es todo lo que tengo —dijo—, cójalos, por favor, y hágame esa limpieza cuanto antes!

El profesor Karanga, conmovido, no se pudo negar. Se guardó los billetes, se levantó del trono y se llegó a un arcón. Lo abrió y estaba lleno de coloridas velas aromáticas. Escogió siete de ellas.

—Acompáñame —dijo, y lo llevó hasta el círculo arco iris dibujado en el suelo de la zona contigua. Lo situó en el centro del cromático vórtice, bien erguido, bien cruzados los brazos a la altura del vientre. Luego apagó las luces halógenas del techo, lo tuvo así en penumbra unos instantes mientras iba ligando, dentro de una cubeta, la consabida mezcla milenaria: lavanda, agua bendita, doce gotas de sangre de asno negro, mandrágora, canela, miel y sauce llorón. Prendió las siete velas en los bordes del círculo y, entonces, girando en torno suyo y recitando graves letanías, se afanó en salpicarle con los dedos la pócima en cuestión, y, conforme lo hacía, una brisa de alivio comenzó a retreparlo por las piernas, lo fue purificando poco a poco, le inflamó de optimismo, vigorizó su sexo… y, una vez que Karanga culminó su bautismo con la última gota de la pócima, las velas de repente se apagaron, las halógenas luces se encendieron y él se sintió tan libre, tan ligero, tan ufana y sin ruidos la voz del pensamiento, que rompió a sollozar de gratitud, se postró de rodillas y le besó las manos al sabio profesor.

 

23:07:39…Se hallaba Margarita debajo de la lluvia de la ducha cuando alguien tocó el timbre de la puerta, cuatro, cinco, seis veces… No le quedó otra opción que liarse un turbante de toalla, ceñirse el albornoz y acudir a la puerta dejando tras de sí huellas de agua. Se acercó a la mirilla y vio el rostro impaciente de su novio. Qué raro. Qué raro que viniera a visitarla después del humillante numerito que le había montado aquella tarde, y qué extraño que ahora, tras abrirle la puerta, se le arrojara encima como animal en celo, le abriera ferozmente el albornoz para morder sus senos lubricados de gel, esgrimiera la punta de su ansia y, allí mismo, contra la misma puerta de la calle, quisiera penetrarla; mas fue justo al hacerlo que se oyó entre los cuerpos como un fragor de hoguera sofocada de pronto

no has entendido nada, Juan Alberto: es a mí a quien te debes…

del que empezó a brotar una peste a ceniza definitivamente repulsiva, tan azufrosa y densa y asfixiante que hizo que Juan Alberto casi desfalleciera y cayera redondo sobre el entarimado.

no te rindas ahora y acude a buscarme…

Jadeando de angustia atinó a abrir la puerta y, en un flashback siniestro, bajó las escaleras para ganar el aire de la noche, subió por la avenida ya vacía de gente, cruzó pasos de cebra pero esta vez no quiso conducirle su instinto a la boca del metro, sino allende las calles terminaban y empezaba una oscura carretera por cuyo arcén anduvo, con la cabeza plena de murmullos, hasta llegar al área de una gasolinera

tú sabes que Karanga no ha querido engañarte, que, de los dos remedios que te dio, aún te queda el primero por probar. Vamos, cariño mío, sé valiente, hazte con un bidón de gasolina, llévame al descampado y tómame...

Compró la gasolina y entró en el descampado. Bajo la luna llena se bañó a borbotones del alzado bidón, encendió una cerilla e inauguró por fin su propia lumbre. Y cuando ya las llamas mordían su carcasa de huesos y de carne, consiguió distinguir que los murmullos

así, mi amor, así

no eran más que un eterno jadeo de cenizas.

 

00:00:00…

 

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