Una Historia De Amor

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UNA HISTORIA DE AMOR

 

                                                  La fatalidad es muy variada.

JUAN (1952)

                                    

 Juan sabía que su vida era monótona, levantarse por la mañana era más bien un acto de inercia.

Era un hombre terco, rústico, su piel morena, sus ojos negros, su incapacidad de sentir.

Había nacido en el barrio de Barracas, de pequeño aprendió a defenderse de las calles, traicioneras y sucias como la misma humanidad. Tenía diez años cuando empezó

juntando basura y como ya era grande para trabajar, también lo era para fumar. Así fue creciendo, entre botellas rotas y cigarrillos negros.

Su padre, hombre de campo, no supo enseñarle sobre las caricias. El amor en su rancho se demostraba con un trozo de pan, a veces duro. Cuando cumplió los veinte años, era como un anciano en el cuerpo de un niño, la calle era su casa. Solía juntarse con los muchachos del barrio en un café, que quedaba en la esquina de la pensión. Ahí estaba cuando la vio pasar. Su pelo color miel, sus ojos verdes, su cuerpo diminuto, pero lleno de formas, su timidez, sus libros de música. Desde ese día, iba todas las tardes a la misma hora para verla pasar; descubrió que solo lo hacía martes y jueves.

Un día, apuró el vaso de vino y se decidió a seguirla. “¿Pero de qué podría hablarle? Es una muñequita de porcelana y yo, un indio mal hablado”, pensó. Sintió miedo, le transpiraban las manos y sus piernas se quedaron inmóviles, como las piedras junto al río en él que nadaba con sus hermanos en verano, pero rápidamente recobraron el movimiento y sin saber cómo, se encontró a su lado.

Ella lo miró, luego agachó la cabeza y sonrió.

Él sintió el peso de su ignorancia y de sus manos bruscas. Y enmudeció.

No sabía bien por qué, ella lo miraba con ternura, quizás no sabía mirar de otra manera, quizás le tenía lástima. Este último pensamiento lo enfureció y disculpándose se alejó. Regresó al boliche a ahogar en ginebra su rabia campesina. Aturdido, en medio de un huracán de dudas, volvió, entre golpes y tropiezos, a su pieza de la calle California. Se quitó los zapatos, se acostó, se quedó mirando el techo y en las manchas de humedad  solo veía el rostro de un ángel que supo sonreírle. ¿Cómo volver a verla después de escapar como un ladrón asustado? Dio vueltas en la cama, dibujó una sonrisa en la pared con su dedo índice. Resignado a la monotonía de su pobre vida, se quedó dormido con el gusto amargo de la derrota.

EUGENIA (1952)

Un zaguán lleno de sonidos imprudentes del otro lado de la noche. Una melodía suave escapó por la ventana de una casa vieja y regó el barrio de música. Eugenia disfrutaba de sus dedos en las teclas. Un sonido desafinado la sobresaltó y solo por un instante, recordó a un hombre con las manos bruscas, secas, pero con ojos de niño.

Acomodó los libros, se levantó, se miró en el espejo de la sala y subió a acostarse. Sentada en la cama, mientras ataba su cabello con una cinta, sintió una urgencia de caricias, tocó su piel con la punta de los dedos, pero un escalofrío la sacudió y supo en ese momento que algo en su vida cambiaría para siempre. Ingenuamente, como quien juega con cuchillos en la oscuridad, dejó entrar en su alma la mirada de aquel extraño. Sin medir el peligro, abrió las puertas del corazón, celebró lo prohibido y ebria de terror, se abrazó a la muerte sin conocer el sabor de la agonía. Se acurrucó entre las sábanas de seda y lloró, no supo por qué, pero lloró, hasta quedarse dormida en el éxtasis de un lenguaje extranjero. Una ráfaga violenta abrió las ventanas como alentándola a buscar un refugio, pero Eugenia, demasiado viviente, no escuchó.

JUAN

El sol penetró por la ventana del cuarto, Juan abrió los ojos, se levantó de un salto, se lavó la cara, se miró en el espejo. Con una especie de horror, el espejo lo reconoció, era el mismo de ayer, solo que un poco más estropeado por una resaca que arrastraba su alma hacia el vacío. De pronto, ella en su memoria, su sonrisa en los ojos, sus manitos pequeñas. El hombre terco y rudo no entendía, un desorden elemental ocurría en su mente cada vez que ella aparecía. Prendió un cigarrillo, ya nada era igual, ni siquiera el sabor del tabaco, nada parecía complacerle, una nada gigantesca lo empujaba irremediablemente hacia el abismo. Llegó a la fábrica, se sentó frente a la máquina de chocolates y la rutina de las etiquetas le destrozaba los dedos. Los ojos verdes de la muchacha lo perseguían como una maldición.

Juan no conocía el amor, la necesidad de otro ser, siempre había pasado por la vida solo, en soledad caminaba, comía y se arrastraba frente a la oscura realidad diaria. Ahora, ahí estaba ella, con la mirada del consuelo, con esa cintura que Juan podría abarcar con una sola mano. Lo que a cualquier hombre habría convertido en el ser más feliz, a él lo llevaba a una ciudad de sombras, y apretando los dientes se aferraba al frío metal de la máquina de etiquetar.

-Che Aguirre, ¿qué te pasa? ¿estás enamorado?- preguntó su compañero en tono burlón. 

El estómago de Juan se contrajo, sin decir palabra lo agarró del cuello y de una trompada lo tiró al piso. Siguió golpeándolo hasta que la cara no fue más que una deforme masa sanguinolenta.

-¡Pará Juan, lo vas a matar! 

Juan, como en una película en la cual no era el protagonista, miró a su alrededor, miró el cuerpo de su amigo y salió corriendo. Corrió, corrió y corrió. Agotado, con las piernas temblorosas, se derrumbó en el banco de una plaza.

La noche lo encontró perdido en un laberinto de dudas, sosteniendo sus miedos.

 

Su batalla mental no le daba tregua.

 

- Esa mina es mucho para vos. ¿Quién te dijo a vos qué no tiene novio?

- Si tuviera novio me lo habría dicho.

- ¿Cuándo?, ¿cuando saliste corriendo o cuando mirabas para abajo sin saber qué preguntar?

- Callate, no quiero escucharte. Ella es diferente.

- Dale Juancito, no podés ser tan ingenuo. ¿Qué sabés vos de mujeres?, ¿qué sabés vos del amor?

- Nada… Nada… ¡Ya no quiero escucharte más!

-Solo vos podés acabar con esta tortura.

- ¿Y cómo?

- Olvidala. Al final aparece una mina y te volvés loco.

- ¡No le digas mina!

- Pará, pará, ¿vos le viste la carita que tiene?, ¿las manos, le miraste las manos? No tocó nada áspero en su vida. Esas mujeres se casan con tipos con plata que tienen las manos suaves igual que ellas. ¡No entendés que esa mina no es para vos! Entonces para qué sufrir y preocuparse. Olvidate. Andá, pégate un baño, péinate un poco y salí con la Rosaura, esa sí es una mina para vos y está bastante fuerte, no será fina como la otra, pero tiene lo suyo.

Así estuvo durante horas, sin saber qué hacer.

JUAN Y EUGENIA

La noche empezó a susurrarle al oído, era martes y ella pasaría por la puerta del boliche. Salió corriendo enloquecido por las calles a contramano. Todo se convirtió de repente en una novela negra cuyas páginas chorreaban sangre. Era ahora o nunca.

Se metió bajo la ducha caliente, los pensamientos desordenados, como en un tablero de ajedrez de novatos, le sacudían el alma.

Se vistió, decidió ponerse una corbata para impresionarla, pero cuando el espejo le devolvió su reflejo, se la arrancó de un tirón.

“Si alguien me quiere, tendrá que ser por lo que soy. Y yo no uso corbata”, pensó. Salió de la pieza, se miró los zapatos, estaban sucios de tierra, con una mueca de rebeldía, sonrió y caminó hacia el café. Los amigos estaban sentados en la mesa de siempre, prefirió no entrar y seguir hasta la esquina. Se quedó parado justo donde ella doblaba siempre con sus libros y cuadernos. Estaba por encender un cigarrillo cuando la vio acercarse. “Es un ángel”, pensó. Su corazón sangraba.

Cuando pasó a su lado, ella le sonrió, inclinando la cabeza en un gesto cordial. Él la miró fijo, no dijo nada, la dejó pasar. La siguió unas cuadras, buscando la manera de hablarle. La visión del baldío lo hundió en el infierno. Apuró el paso, la agarró de los pelos y la arrastró. Ella no gritó. Sus medias se rompieron y sus piernas sangraron. La tiró sobre la tierra y se abalanzó sobre ella con una furia ciega. Ella estaba aterrorizada, pero aun así sus ojos eran tiernos.

Ella sabía que la mano del verdugo habría querido más que eso. 

Le tapó la boca y cerró la mano sobre su cuello. Mientras ella se retorcía bajo su cuerpo, Juan se distrajo y liberó su boca por un segundo y escuchó una voz tenue a punto de extinguirse que decía: “¿Por qué?”. Con furia, apretó más y más hasta que el cuerpo quedó inmóvil. La miró, tenía los ojos abiertos, tocó su piel, era tan suave como la de los duraznos. La besó y no pudo evitar seguir y seguir, todo su cuerpo era una bendición. En ese cadáver, como en un espejo negro, conoció el fuego por primera vez y supo lo que era no estar solo. Por eso se hundió una y otra vez en el cuerpo anhelado, en los ojos benditos, hasta que un ruido a hojas secas lo sobresaltó. Se subió los pantalones, cayó de rodillas, vomitó, le cerró los ojos y lloró.

Así lo encontró la policía, arrodillado en el exceso del horror, abrazándola. Lo esposaron y mientras lo arrastraban hacia el patrullero él repetía: "El amor es una trampa. Yo soy un hombre fuerte, hay que ser muy fuerte para matar lo que se ama. ¿Quién de ustedes puede decirme cómo se acaricia con las manos ásperas?"

Cuando alzó la cabeza no había nadie. Solo una voz dulce y tenue golpeaba las paredes preguntando “¿Por qué?” Solo una mirada que era la entrada hacia el terror silencioso y eterno. Solo las rejas creciendo dentro y fuera de sus ojos.

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