Ruina Interna

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Ruina interna

 

   

La Bondi, una de las mejoras naves de exploración de la Federación Terrestre, está a punto de realizar el último salto cuántico para reaparecer en el espaciotiempo real en las inmediaciones de Deneb, una estrella de tipo A5 en la constelación del Cisne, a 1.600 años-luz de la Tierra.

Nuestro objetivo es un disco de un blancoazulado violento. La cercana luz de la estrella golpea con trazos duros el planeta, achatado y de rotación muy rápida. El Instituto Espacial lo ha bautizado como Melghor, una de las principales apuestas de la Federación en cuanto a nuevas colonias humanas para este decenio.

Yo soy Jon Akpeba, curtido veterano de la exploración espacial, y comandante de esta expedición, y en cuanto termino de observar el planeta, ordeno:

- Encenderemos los motores de hidrógeno en cinco minutos; después, podéis descansar hasta la entrada en órbita.

Melghor es algo más grande que la Tierra. Su superficie muestra masas de nubes sobrevolando extensas zonas de tierras verdosas y océanos de un azul oscurísimo.

- ¿Señales de vida inteligente? -pregunto a Deppart, otro de los exobiólogos de la nave.

- Ni una por el momento. No hay emisiones energéticas artificiales. Ni radio, ni electricidad... Tampoco las sondas registraron nada en su momento.

- Muy bien. Haced un último chequeo y preparaos para bajar en seis horas.

 

Completamos el descenso en el módulo de exploración de la Bondi, dirigiéndonos a un paraje de suaves colinas. Luego apagamos los motores mientras comprobamos las primeras lecturas y nos preparamos para la primera exploración de superficie.

- Cargad los equipos -ordeno-. Tainsha, quédate en el módulo durante la primera guardia.

Salgo y piso por primera vez el suelo de Melghor. Inhalo su atmósfera; los olores se agolpan en mi cerebro: humedad, óxido, vegetación... Los colores parecen más nítidos que en la Tierra, los perfiles de árboles y montañas más afilados. Avanzamos en dirección a un grupo cercano de árboles. Por el auricular, la voz de Tainsha me pregunta mi primera impresión.

- Todo va bien. El aire, okay. Iremos a ese bosquecillo a echar un vistazo.

Caminamos en hilera de a dos. Poco a poco soy consciente de los sonidos del planeta: zumbidos intermitentes, algún lejano graznido,... Sabemos que hay vida abundante en Melghor. Las sondas de exploración detectaron seres parecidos a grandes reptiles, similares a algunas especies de la era Mesozoica.

Llegamos al bosquecillo. Deppart y otros dos exobiólogos, Karts y Londen, admiran la vegetación que nos rodea; jadean, exclaman y señalan como niños inocentes.

Los zumbidos del claro casi han desaparecido, sustituidos por un no sonido casi sólido. Un ruido a mi izquierda, como de madera quebrada, rompe el silencio. Todos miramos en esa dirección, pero no hay nada.

La atmósfera es cada vez más densa. Estamos a unos dos kilómetros del módulo de aterrizaje cuando Tainsha me informa de que faltan cuatro horas para el anochecer. En ese momento decido volver.

- Atención. Tenéis cinco minutos para grabar y recoger muestras. ¿Me oyes, Londen?

Pero Londen no puede oírme. Se gira hacia mí y mueve los brazos como un ave herida. Una lanza le atraviesa el cuello y un espeso río de sangre mana de él a borbotones. Oigo un gemido a mi derecha: Dayllón y la oficial Anthera caen al suelo, ensartados por armas parecidas. Extraigo el láser manual y disparo a ciegas. Nada. Miro alrededor; desde la espesura aparece otra lanza que se clava en el estómago de Deppart, que cae al suelo.

- ¡Corred! -grito. Karst y los otros dos tripulantes, Foshink y Vlaurugh, intentan seguirme, pero dos gritos de dolor me dicen que no lo han conseguido.

Karst y yo corremos, jadeando y tropezando. El miedo corre con nosotros. Distingo pasos rápidos surcando los helechos con facilidad. Jadeos y gruñidos furiosos atraviesan el bosque.

Nos acercamos al claro. Hace rato que la voz descompuesta de Tainsha grita cerca de mi oído:

- ¡¿Jon?! ¡¿Qué ocurre?! ¡¿Qué está pasando?!

Otro grito. Me giro mientras apunto con mi arma. Súbitamente, un dolor atroz crece desde mi muslo derecho. Una lanza ha chocado contra mí, rasgando mi carne y llegando hasta el hueso. Miro alrededor. Karst ha caído. Me dirijo hacia él, pero tropiezo y me derrumbo a escasos metros de su cuerpo. El dolor es insoportable. Me mareo. Cierro los ojos. Oigo pasos y gruñidos. Luego...

Durante bastantes minutos permanezco en un estado de duermevela febril. Soy incapaz de efectuar ningún movimiento consciente. Muy cerca, escucho rugidos y jadeos. Grandes sombras danzan a mi alrededor.

Lentamente, los sonidos y las sombras pierden intensidad. Cuando apenas son un rumor lejano, intento incorporarme. Karst sigue tendido cerca de mí, clavado al suelo por una de aquellas lanzas.

Intento enfocar la vista. En dirección al bosque, unas figuras grandes pero ágiles sortean los árboles con rapidez. Miden cerca de tres metros y poseen una pétrea piel parduzca y dos formidables piernas curvadas terminadas en afiladas garras. Andan balanceando su larga y carnosa cola mientras con las poderosas garras superiores blanden lanzas y escudos de madera. En ningún momento vuelven la vista atrás.

 

Cuando recobro algo mis fuerzas, me arrastro hacia Karst, arranco la lanza de su espalda, y coloco su cuerpo encima del mío, de manera que pueda avanzar con codos y rodillas llevándolo conmigo. Mi avance es increíblemente lento debido a mis pocas fuerzas y a la sangre perdida.

Cuando estoy cerca del módulo, la escotilla se abre y Tainsha sale armada hasta los dientes. Se acerca corriendo y grita:

- ¡Jon! ¡Jon! ¡¿Qué... qué ha pasado?!

No respondo. Ella se arrodilla, alza el cuerpo de Karst y lo deposita a un lado. Luego tira de mí hasta que me pongo en pie para continuar caminando. Por fin entramos en la nave y Tainsha cierra la escotilla.

Me tiende en un camastro y emite un grito sordo al ver la herida. Desaparece momentáneamente y vuelve con una jeringuilla que clava en mi pierna. Un líquido caliente narcotiza al instante la extremidad. El dolor desaparece por completo. Luego inquiere:

- ¿Y los demás, Jon? ¿Dónde están los demás?

- Muertos... todos muertos...

- ¿Muertos? ¿Pero cómo..., quién...? ¿Hay algo ahí fuera, Jon? ¿Hay alguien?

Asiento con la cabeza.

- ¡Joder, no es posible! ¡No, no, no...! - y empieza a llorar de manera desconsolada. Alargo mi mano hasta tocar su brazo tembloroso.

- No, no, no...

Un sonido de estática y una voz desde la Bondi.

- ¡Tainsha, Tainsha, ¿me recibes?! Estamos -estática...- ¿...ha pasado? -estática.

La oigo hablar con la nave, pero no entiendo lo que dice; algún sí o no aislado, sollozos y golpes de puño sobre una consola de metal.

- ¿Estás seguro de que todos han muerto? – me pregunta.

Asiento.

- Muy bien. Entonces nos vamos ahora mismo.

-¡No! - grito -. No... hemos de traer sus cuerpos.

- No podemos...

- Hemos de traer sus cuerpos... Ellos... se han ido.

- ¿Ellos? ¿Quienes, Jon? ¿Quiénes son ellos?

- Soy el comandante de esta misión. Traeremos sus cuerpos... Es una orden - toso por el esfuerzo; Tainsha me mira pero no me contradice-. Los traeremos aquí y nos los llevaremos... Ellos se han ido, créeme. Lo sé.

Ella asiente.

- Ahora descansaré un poco. Cuando me recobre, saldremos a por ellos. ¿De acuerdo?

Ella cede de nuevo.

Mientras duermo, Tainsha prepara el pequeño vehículo de exploración situado en la bodega del módulo. Tiene dos plazas, pero iré yo solo. Le digo que permanezca a bordo y tranquilice al personal en órbita. Ella obedece sin rechistar.

Ahora el dolor de mi pierna es sólo un eco lejano. Atravieso la maleza hasta el lugar del ataque. Muevo los focos del vehículo y diviso cuatro cuerpos. Los recojo y los deposito en la plataforma del vehículo. Actúo sin pensar, como un instrumento sin alma.

Tainsha y yo dejamos los cuerpos en una cámara. Vuelvo a salir a por el resto. El último es Karst, yaciente a escasos metros de la nave. Introduzco la oruga y sello la cámara con los siete cadáveres. Luego reduzco la temperatura de la cámara a -20 grados centígrados. Extenuado y con fiebre, me tumbo en el camastro.

- Ya podemos irnos, Tainsha.

- De acuerdo, Jon. Llamaré a la Bondi.

Al cabo de unos minutos, los motores del módulo eluden la gravedad del planeta e impulsan la nave hacia la Bondi.

 

 

El despacho del doctor Augo Zosca estaba ubicado en la mejor zona de la estación espacial Mentor,en órbita alrededor de Titán, el enorme satélite de Saturno. El doctor Zosca, un hombrecillo cetrino y robusto, estaba especializado en xenovirología y química alienígena, y estaba considerado como el mejor en su campo de todo el Sistema Solar.

El doctor Zosca se levantó de su silla, me estrechó la mano y con gesto serio me indicó que tomara asiento. Enseguida me tendió un pequeño disco de datos y unas láminas plásticas con complicadas gráficas e imágenes de colores devastados por la sobreexposición.

- Señor Jon Akpeba - dijo con voz ronca -. ¿Cómo se encuentra?

- Mal. Me fatigo enseguida y tengo dolores musculares cada vez más frecuentes. No veo que la medicación que tomo resulte de ninguna utilidad.

Zosca dejó de mirar la pantalla y dirigió sus inquisitivos ojos hacia mí. Me miró brevemente y volvió la vista a los datos que supuse estaría leyendo.

- Puede dejar de tomarla. No sirve de nada en su caso. Lamento tener que darle estas noticias, pero no creo que actualmente pueda hacerse nada.

- ¿Quiere decir que no tengo cura?

Se inclinó hacia atrás y parpadeó antes de responder:

- Al menos yo no la conozco... Verá, señor Akpeba, usted está sufriendo una degeneración celular progresiva. Algunos de sus tejidos, en particular los sistemas muscular y circulatorio, están deteriorándose a una velocidad diez veces superior a la normal.

- Sí, lo sé -interrumpí-. Eso me dijeron los médicos del Instituto Espacial. Por eso vine aquí, a Mentor.

- Verá, en sus análisis aparece una cantidad inusitada de citotoxinas desconocidas. En toda la Federación Terrestre no hay antecedentes de estas sustancias. Lo más parecido que he encontrado es el veneno de algunos ofidios como los crótalos, que altera los vasos capilares destruyendo los glóbulos rojos. Pero en su caso, esta destrucción afecta al núcleo celular. Esta sustancia ataca el metabolismo de los tejidos, acelerándolo y haciéndolo envejecer de manera muy rápida.

- Así que es una sustancia desconocida hasta ahora.

- Exacto. Usted es la única muestra de la que disponemos.

- ¿Y no se podría encontrar algo así como un antídoto?

- Sí, se podría -dijo lentamente-. Pero eso lleva tiempo. Podría intentar sintetizarse en laboratorio algún compuesto que atacara a las citotoxinas, si tuviéramos tiempo. O podría viajarse hasta Melghor e intentar buscar algún antídoto natural. Pero me temo que no tiene usted el tiempo necesario.

Permanecí en silencio. Por fin me recompuse, y pregunté:

- ¿Cuánto?

- Unos seis meses... al menos al ritmo de evolución actual.

Al cabo de unos segundos, asentí:

- Gracias, doctor.

Me levanté y el doctor Zosca también se irguió, me cogió del brazo y, ya cerca de la puerta de su despacho, me miró directamente a los ojos y me dijo:

- Señor Akpeba... lo siento enormemente. Créame si le digo que me he tomado su caso como algo muy personal, y que hubiera supuesto un auténtico orgullo encontrar un remedio para usted.

Parecía sincero. Esperó mi respuesta, pero yo no tenía fuerzas en ese momento. Él me dio un cálido apretón de manos y, con voz entrecortada, prosiguió:

- Yo le admiro. Lo he leído todo sobre usted y sobre su viaje a ese planeta. Y quiero que sepa que es usted para mí un verdadero héroe.

- Gracias por todo, doctor -musité.

- Mucha suerte.

   

 

La nave desciende suavemente, posándose a pocos kilómetros del lugar donde fuimos atacados. Apago el motor y dejo que los instrumentos hagan su trabajo. Mi estado de salud es una sucesión de calambres y dolores que sólo puedo controlar con medicación casi continua. Según los cálculos del doctor Zosca, apenas me quedan un par de meses para que todo termine.

Mi objetivo es doble. Por un lado, adquirir toda la información posible sobre la sustancia que me está matando. La idea es que al menos nadie más muera en el futuro por la misma causa. Tengo que recoger muestras de la sustancia y almacenarlas en la nave antes de lanzarla a un punto donde serán recogidas para llevarlas a Messier.

Yo me quedaré en Melghor. El segundo objetivo de la misión es aprender lo posible sobre la raza que puebla el planeta. Durante los tres meses que llevo viajando hasta aquí, he tenido mucho tiempo para pensar en ellos. Y he decidido no guardarles rencor.

Sin duda, son inteligentes. Fabrican armas y escudos, cazan en grupo, se comunican entre ellos... Su tecnología es como la de la raza humana en el Paleolítico. Pero pronto conquistarán todo el planeta, y después querrán conocer qué hay fuera de él, como hicimos nosotros. Hoy son cazadores salvajes que persiguen y matan a los intrusos. Mañana serán científicos e ingenieros que desearán colmar sus ansias de conocimiento viajando por la galaxia.

 

Mi vehículo pisa Melghor en dirección a la zona del primer aterrizaje. Admiro la belleza de este mundo, sus colores extremos, sus sonidos hipertrofiados, su salvaje perfección. Dentro de unos siglos ese encanto primigenio se habrá perdido. Edificios, vías de comunicación, industrialización,... Si no son sus actuales habitantes, seremos los humanos quienes incorporemos este planeta a nuestra esfera de influencia.

Llego al lugar donde fuimos atacados. Cojo el fusil láser y siembro la destrucción en un área de cuarenta metros cuadrados. Un olor a ozono, metano y madera carbonizada impregna el ambiente.

Sé que no tardarán en venir.

Giro el todoterreno en dirección a la nave, dejando caer en el suelo pequeñas balizas fluorescentes que guíen a los habitantes del planeta. Quiero que me sigan. Quiero ver sus ojos de cerca. Las balizas emiten un tenue resplandor azulado.

Espero.

De pronto, un sordo rumor surge entre la vegetación. Ya vienen. El sonido crece, acercándose, acompañado de un leve temblor del terreno que llega hasta mí mucho antes de establecer contacto visual.

Por fin, los árboles sufren un corto espasmo y abren paso a los nativos de Melghor. Cinco, diez, veinte, cincuenta gigantes de tres metros de altura y parda piel acorazada se plantan a unos sesenta metros. Balancean sus largas colas mientras mueven sus macizas cabezas de derecha a izquierda. Me buscan. Intentan localizarme por el olor; quizá su vista no sea excesivamente buena. Sus brazos cortos y recios sostienen escudos y lanzas de madera. De repente, cesan los movimientos laterales de sus cabezas y comienzan a golpear rítmicamente el suelo con las lanzas.

Me han localizado. Emiten cortos y graves sonidos que se propagan en la atmósfera. Se reagrupan, muy juntos. Y comienzan a caminar hacia mí. De las puntas de las lanzas rezuma un líquido viscoso y brillante.

Son grandes, salvajes, fieros. Pero no me asustan. Ellos sólo defienden su territorio, su mundo. No quieren intrusos. Cuando están a unos treinta metros de distancia, me levanto y cojo una lanza y un escudo de madera que están depositados en la parte trasera del todoterreno. Con ambos objetos en las manos, les miro directamente y extiendo los brazos, mostrándoselos.

Se detienen. Titubean. Se miran entre ellos, como preguntándose qué pasa aquí, quién es este ser que porta utensilios similares a los nuestros.

Tres de ellos se adelantan. Caminan pesadamente otros quince metros y vuelven a detenerse mientras se separan, formando un triángulo en cuyo vértice se sitúa el más grande y fuerte. Uno de sus brazos está adornado con un par de tiras vegetales de color verde. El jefe. El rey. Sus ojos están clavados en mí. Súbitamente, extiende sus poderosos brazos y me muestra sus útiles de guerra mientras ruge. Luego se queda parado, inmóvil, expectante.

Bajo del todoterreno, con los brazos extendidos, y me sitúo a diez metros del líder. Nada se mueve en el claro. Nada se oye en el casi líquido aire del planeta. Doy otro paso y muestro de nuevo mis armas de madera, orgulloso, seguro, tranquilo.

Su rey me imita.

Con estudiada parsimonia, doy un giro sobre mí mismo, levantando alternativamente una y otra pierna hasta volver a mi posición original y de nuevo mostrar mis herramientas de caza. Tras unos segundos de vacilación, el rey de Melghor hace lo mismo. El suelo tiembla ante su peso. Luego se para nuevamente, extiende los brazos y ruge.

Repito el movimiento y esta vez son los tres individuos que tengo cerca los que imitan el giro y los gestos rituales. Una vez más, y ahora son todos los que giran, estiran los brazos y rugen.

Súbitamente, empiezo a bailar. Con los brazos en alto, sosteniendo el escudo y la lanza, girando y gritando. “Yo soy Jon Akpeba, ¿me oís?”. Giro y bailo y grito y sudo y me dirijo a ellos una y otra vez. ”Soy Jon Akpeba, ¿me entendéis?”.

Todos me imitan y giran y bailan. Cincuenta seres enormes y terribles que golpean rítmicamente el suelo y danzan y rugen y gritan y enseñan sus armas, ofreciéndolas al cielo, al mundo, al sol, al tiempo, al destino.

Pasan los minutos y las horas. Y en el espectacular y violento crepúsculo del planeta Melghor todos seguimos bailando y gritando, agitando los brazos y mostrado al universo nuestras armas, nuestro orgullo de seres inteligentes, desafiantes. Somos poderosos y en el futuro dominaremos el firmamento, los elementos y la energía del cosmos. Ahora estamos aquí, bailando, unidos por la fuerza de la vida y el poder de la inteligencia que como un interminable cordón umbilical recorre el universo entero.

Caigo. Me levanto. Bailo. Grito.

Soy Jon Akpeba, ¿alguien me escucha?

Caigo. Me levanto. Bailo. Grito.

 

 

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