El Primogénito De Equidna

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The Blood is the life! The Blood is the Life!

Bram Stoker. Drácula.

 

Nota del Armando D. Fiscalía General de la República.

 38 años, delgada, 1.65 cm de estatura, ojos marrones y un largo cabello negro, lacio. Licenciada en letras hispánicas, antes de morir estaba desempleada, por lo que retomó el oficio de su mamá, que era el de costurera. Murió desangrada tras desgarrar su vientre con un cuchillo de cocina, después de escribir la nota que se encontró cerca de su cadáver y junto a esa cosa a la que llamaba “Hijo”.

 La mujer E. cometió el crimen en el departamento de la Colonia Doctores, a las 18:00 hrs del día 30 de octubre de 2023. A efecto de dar a conocer una versión más apegada a lo realmente ocurrido, y con el fin de analizar los móviles de la criminal, he decidido publicamente exponer el contenido de la carta que fue encontrada en la mesa de la cocina, donde se perpetró el espantoso delito.

Ruego al auditorio que juzgue con objetividad en esta psique perturbada, producto de tristes circunstancias, aún cuando en ella hay mucho de delirio y fantasía. Tal vez ello pueda arrojar algo de luz acerca de las circunstancias que originaron esta atroz escena del crimen, lejos de los juicios subjetivos de la prensa que documentó los detalles del asesinato.

La vida es un hilo. Hilo que tres hermanas, las moiras, tejen en la rueca del destino. Hilo que mi madre trabajaba en su máquina de coser. Hilo que se cortaba, se torcía, se ensartada y se enterraba entre telares de diversos colores: blanco para los vestidos de novia y primeras comuniones, negro para los elegantes trajes de su padrastro, rosas y azules para los mamelucos de mis hermanos, café para parchar los agujereados pantalones del abuelo, rojo para aquellos vestidos que mi madre remendaba suspirando, los que pertenecían a la señora güera del departamento de arriba. Ah!, el rojo... mi madre le enseñó que es el color que más se añora. Lo prefiero a los otros colores, porque el rojo resalta cuando otros se apagan, porque se puede escuchar su grito puntiagudo perforando las pupilas de los que lo contemplan.

Por algo el rojo es el color de la sangre.

Mi madre quedó viuda cuando ella tenía 10 años. Un año después se casó con un pastor evangélico. El pastor llevó a madre e hija a vivir a su pequeño apartamento en la colonia Doctores. Mi mamá lo admiraba, pero a mi muchas cosas no me gustaban de él. No me gustaba como le reclamaba a mi madre por no cumplir sus deberes de esposa, por no callar ante su esposo como escribía San Pablo, por dejar sucios los cuellos de las camisas y por darle de comer sopa insípida. No me gustaba que cada noche le repitiera a mi mamá que el padre de la niña era un alcohólico y que la hija era producto del pecado de una unión no bendecida por nuestro señor Jesucristo. No me gustaba tampoco cuando, mientras mi mamá estaba afuera entregando los pedidos de sus vestidos y yo regresaba a mi cuarto después de la escuela, lo encontrara abriendo los cajones de mi ropero, ni que tomara con sus sucias manos mi ropa interior.

A los 12 años pude ver mi sangre, tal cual era, por primera vez. Cierto, antes de ese momento ví mi sangre muchas veces, como cuando me cortaba con una hoja de papel o cuando me caía mientras jugaba en el patio de la escuela. Pero nunca había visto mi sangre con ese color auténtico. Era un rojo sucio, rojo cortante, incisivo, que perfora los ojos. Salía de mi útero, de lo más profundo de mí. Hilo rojo que se desmontaba de su carrete súbitamente, mientras regresaba de la escuela. Hilo que descubrió mi nuevo papá, cuando me siguió a mi cuarto, cuando me vio cambiarme la ropa interior manchada, asustada por aquél incidente.

Mi nuevo papá me dijo que ese hilo no era vida, sino muerte, la muerte del pecado de Eva, la muerte de la expulsión del paraíso. Maldición que toda mujer lleva, pues ellas son las que inducen al pecado, las que comieron la manzana y después, mediante sus artes astutas, perdieron a los varones. Hilo que simboliza la atadura a la vida terrenal, la eterna aflicción del trabajo y sufrimiento de los hombres en la tierra, hilo que mancha, que pierde, que conduce, como el hilo de Ariadna, fuera del laberinto de lo divino, hacia el infierno. Hilo que sólo se puede lavar si se purifica con la sagrada unión del hombre con la mujer, aquella que Dios bendijo desde el principio de los tiempos. Y todo esto me lo decía mientras me sentaba en sus piernas. Mientras me tapaba la boca con sus manos. Mientras dejaba de escuchar y todo se oscurecía, mientras sentía sus manos tocando mi cuerpo y su miembro acercarse a mi pequeño cuerpo y yo pensaba en su piel monstruosa apoyándose sobre mi cadera, sobre mi cuerpo que decía manchado de pecado, con sus manos agarrándome de la cintura y su asquerosa lengua maldita recorriendo mi cuerpo ¡Cómo quisiera olvidarlo, Dios mío!

Desde entonces LA VOZ me acompañó. Era la de un niño. Al principio se podía oír como un susurro tenue, apenas una pincelada de ruido. “Quiero nacer” decía, “Quiero nacer, madre”. Por las noches, LA VOZ se elevaba como danzando entre mis sueños, subía hasta lo más alto de mi cráneo y gritaba como si tuviera una bocina hasta dejarme sorda: Entonces me despertaba, con el corazón palpitante y la respiración entrecortada, y sentía la cama húmeda, como si dentro del cuarto hubiese llovido. Y lo escuchaba, una y otra vez. “Quiero nacer, quiero nacer, madre”. Tuve que acostumbrarme a dormir con pastillas somníferas, pues de otra forma los gritos retumbaban hasta la mañana, cuando se hacían otra vez suspiros apenas perceptibles.

En aquellos momentos no comprendía lo que significaban esas palabras. A veces, en las noches, alzaba la voz y preguntaba ¿Qué es lo que quieres? pero sólo me respondía lo mismo: “Quiero nacer, quiero nacer, madre”. Sin embargo, LA VOZ, a pesar de su estridencia, me parecía hermosa. Empecé a sentir que era un tesoro único, algo que sólo yo poseía. Me convencí de que era frágil, de que podría desaparecer y dejarme sola con mi vida sin sentido siguiendo los pasos de mi madre. Me llené de miedo. Tenía que hacer algo. No quiero no quiero no quiero no quiero que me dejes.  

Al crecer me volví cada vez más desconfiada, pues temía que los demás escucharan LA VOZ, que me la arrebataran. Esa vocecilla sólo era mía, sólo yo podía cuidarla, sólo yo la merecía. ¿Por qué los demás habrían de escucharla? Ellos no habían sido purificados por papá. Ellos no habían recibido la bendición de la unión del hombre y la mujer. No habían tenido que pasar por eso. Así que me alejaba de todos, para que no fueran a interrumpir con sus voces torpes el sonido de LA VOZ, para que no me quitaran lo que era mío. “Quiero nacer, quiero nacer, madre”. Y yo quería parir a ese niño ¿Cómo lograr ese milagro?

Un día la respuesta vino de un libro viejo de la biblioteca de la escuela. Era una colección de pinturas del Museo del Prado. En ella pude ver una cuyo título era “Hércules y el Cancerbero”. de Rubens. Se trataba de un hombre corpulento que sostenía con una cadena a un perro de tres cabezas. El can se resistía violentamente, mientras el hombre lo arrastraba hacia la luz.

La pintura me inquietaba. Algo en su interior, cuando la ví, empezó a sacudirse violentamente.

Entonces ocurrió aquel sueño. Siempre era igual. Yo era una diosa, que habitaba en una montaña muy alta, rodeada de dioses. Mi amado Tifón partía a la guerra, pues quería rebelarse contra la tiranía de Zeus. Pero nos capturaron. Nos llevaron encadenados ante el tribunal de los dioses. Tifón me traicionó. Dijo que yo era la líder de la rebelión. Que sólo por el amor que me tenía se había rebelado. Yo lloraba y les decía que no sabía nada que no tenía nada que ver y le suplicaba a Tifón que me salvara, pero él me daba la espalda. Zeus, dictó su sentencia. Llamó a su hijo, un niño de fuerza descomunal llamado Hércules. Él me empujó al suelo y jaló mis cadenas mientras aplastaba mi cabeza con su pie. Después me tocó con sus manos y me escupió en la cara, en las piernas, en la vagina. Al contacto con su saliva mi piel se llenaba de escamas, mis piernas se convertían en serpientes y él desenvainaba su espada y me abría las entrañas mientras las víboras se subían a todo mi cuerpo y lo devoraban.Yo desperté, empapada en sudor, y mis lágrimas mojaron la cama.

Empecé a buscar más sobre el perro en la biblioteca. Leí que era hijo de una terrible diosa llamada Equidna, con cuerpo de serpiente y un hermoso torso de mujer, y que, en unión con Tifón, había dado a luz a muchos otros monstruos: el León de Nemea, la Hidra de Lerna y Ladón, el dragón de las Hespérides, el perro de Gerión, la Quimera, la Esfinge de Edipo. Todos seres únicos, magníficas bestias únicas en su tipo. Todas diseñadas para forjar a los héroes a través de sus desafíos. Entendí por fin ese movimiento que sentí dentro de mí, ese sueño, esa desesperación por perder a LA VOZ que retumbaba en mi cabeza: yo era Equidna, la madre de los monstruos.   

No era diferente a otras madres. Después de todo, todas en realidad engendran monstruos. El otro que nace -pues ya no es el yo madre, sino el tú hijo- es monstruoso, un prodigio, algo anormal que desafía a la seguridad del propio yo. El otro es incógnita, muerte, abismo interminable que no puede ser sondeado, que apenas y deja vislumbrar algo de lo que oculta en sus entrañas. El otro es un monstruo. Engendrar es crear un otro.

LA VOZ era el otro, mi otro: era mi primogénito, cancerbero. Se manifestó en mi vientre en el momento en que vio aquel cuadro de Rubens, como protesta por la nefasta escena de Hércules dominándolo. El sueño era sólo el reflejo de lo que le había pasado antes, de mi vida anterior en el Olimpo, antes de ser expulada a esta tierra de mortales.

LA VOZ quería nacer, pero para nacer necesitaba un cuerpo de cancerbero. Sólo así madre, me gritaba LA VOZ, podría yo seguirlo, ser como él, mito. Nadie podría tocarnos, ni mi papá, mi nuevo papá. Yo le decía dulcemente, susurrando en mi mente, que eso es imposible, que los perros de tres cabezas no existen, ¿Dónde conseguría uno?.  Me decía que era la madre de los monstruos, que no me preocupara, que hallaría la forma y pronto yo estaría con él. Y yo recordaba las veces que me soltaba a llorar en un rincón de mi cuarto y que le pedía a Dios que me consiguiera un nuevo cuerpo, uno que no estuviera manchado para que mi nuevo papá no tuviera que “purificarme” de nuevo. Sí- me dije- yo no sería como Dios, que nunca me escuchó. Yo obtendría uno.

Fui a un refugio para perros. Adopté dos Bull Terrier. Me parecieron los más aptos para albergar a mi hijo, pues eran animales robustos, fuertes como los perros de Orión. Los llevé a mi casa y puse sedantes en su comida. Después, con un hacha, separé las cabezas de los cuerpos. Como estaban hechos para un sólo cráneo, cercené las extremidades superiores. Después cocí una de las cabezas al cuerpo, donde solía estar la pata superior izquierda.

Pero una cabeza de perro no puede hablar. La naturaleza sólo dotó a los perros para ladrar, para aullar a la luna, para gruñir cuando se sentían amenazados. Necesitaba cuerdas vocales, palabras que le explicaran cómo engendrar más monstruos, que me dijeran que me amaban, que me prometieran, como cualquier hijo, estar conmigo hasta el final de los tiempos. LA VOZ necesitaba materializarse, tal como ella era.

Un dia lo vi. Era un niño de unos 10 años. Trabajaba limpiando los parabrisas de los autos que pasaban por la avenida Cuauhtémoc. No tenía padres, o si los tenía, nunca se aparecían. En la noche se acurrucaba debajo de un puente peatonal, al lado de otros niños. De vez en cuando tenía riñas. Era bueno para pelear. También sabía insultar a aquellos que lo agredían. Pendejo, pinche puto, vete a la verga… había aprendido palabras fuertes.

Era el enemigo. Podía reconocer su cara. Era Hércules.

Su voz era como LA VOZ. Así, con ese timbre chirriante, con ese tono de niño berrinchudo, que me recordaba mucho al de mis hermanos. Él tenía que ser mi tercera cabeza. No permitiría que matara a mis hijos. Mi  niño me había marcado el camino.

El día en que lo atrapé estaba tirado en la calle, oliendo a thinner y a mugre, después de que unos adultos lo golpearan para quitarle lo que había reunido limpiando parabrisas. Lo ayude a levantarse. Me siguió tambaleante, sin responderme, apenas conciente. Le tomé de la mano. Le prometí que comería, que le daría unas monedas. Que yo le curaría sus heridas.

Lo senté en el comedor. Estaba drogado y apenas conseguía mantener los ojos abiertos. Decía que todo el cuerpo le dolía. Le dije que me esperara, que pronto le dejaría de doler. Fui entonces por el hacha y llegué detrás de él. El trabajo empezó.

La sangre es la vida, la vida es el hilo. Hilo que tomé esta noche, que usé para crear un telar que cubriera los cielos nocturnos de un dulce rojo, infinito. Hilo que saqué de ese carrete que era su cuerpo, hilo de sangre que no necesitaba ensartarse, que salía a borbotones mientras el hacha destrozaba las vértebras del cuello. Hilo que salpicaba la mesa, que llenaba de rojo brillante mis manteles, rojo alma, rojo recién nacido. Uno, dos, tres, cuatro, y más, y más, y más y más… hacha, mi mejor aguja, mi mejor hilo, mi mejor rueca, mi telar divino. Hilo, vida, hebras que separaba de su cuerpo maltrecho. Hebras de brazos, de piernas, de tiernos muslos, de manos, de huesos que se rompían, de tendones transparentes como hilos de nylon y… ¡La cabeza, lo que quería, la cabeza, la cabeza de mi hijo!

Hilo, cómo disfruté enredarte, hilo bendito. Cosía y cosía. La piel del perro era dura, más dura que la del niño. Ya estaba seca, pues hacía una semana que había utilizado la vida de su dueño. Por eso tenía que pintarla de la vida. Dos, tres, cuatro reveses. La visión, ¡Visión del paraíso, del infierno, o tal vez de todo junto!

Lo había terminado.

Un cuerpo lánguido, desnudo, lleno de costras negras, sangre coagulada que asemeja a manchas de leopardo. En vez de extremidades superiores, dos cabezas negras de perro bull terrier, cuadradas, anchas, con enormes fauces descarnadas y dientes amarillentos, pobladas de gusanos blancos que se deleitaban con la carne del paladar cadavérico. Una cabeza al centro. Pero no era de perro. Era un cráneo humano, desollado, con retazos de piel ennegrecida por los borbotones de sangre que surcaron su superficie al separarse esa cabeza del cuerpo que sí era suyo. Y las cuencas vacías de los ojos, que brillaban como carbones al rojo vivo, poseídas por las llamas de los muertos.

LA VOZ aplaudía, reía, me felicitaba. ¡Lo has hecho, madre, lo has hecho! Sin embargo, decía que no era suficiente. Para nacer hay que romper un mundo. El mundo era tu vientre madre. Yo quiero romperlo. Necesito nacer. Ya tienes mi cuerpo, el recipiente que necesito para escapar a tu mundo. Pero necesito nacer. Por favor, ayúdame mamá. Ayúdame a salir. Sólo un corte mamá. Sólo un pequeño corte. También están mis hermanos, mamá, esperando. Ayúdanos mamá, ayúdanos.

La sangre es la vida, la vida es el hilo. Yo entonces tejí una vez más. Me desgarré el vientre. Hundí el cuchillo en mi carne. Lo disfruté más que cuando el pendejo de mi padrastro se atrevió a tocarme. Lo disfruté más que cuando mi madre, creyendo que le mentía, me dio una cachetada y me llamó puta. Lo disfruté lo disfruté lo disfruté. Salía la sangre a borbotones. Y de ella salían el León de Nemea, la Esfinge, la Quimera, el Dragón Ladón y la Hidra de Lenra. De ella salía la vida, la única vida que valía la pena. La sangre de mi vientre escurría por mis rodillas, llegaba hasta debajo de mis piernas, las transfiguraba. Podía ver por fin las escamas de serpiente, la larga cola enroscada en el piso de mi cocina, envuelta en un manto negro y rojo. Ya abandonaba mi vida como E. porque esa vida es muerte, en realidad, es fugaz y es insípida y es tiempo perdido. Pero el Mito. El mito es eterno. Yo era ahora Equidna, la mujer serpiente, la madre de los monstruos. Mito ¡Yo era algo eterno!

Autor: Óscar Cuéllar Briseño

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