El Guardián Del Granero
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Invierno de 1866. Las nevadas azotaban la pequeña granja de los Peterson, situada en las afueras de un pueblo sueco olvidado por el tiempo. Jean Peters Peterson, un agricultor conocido por su escepticismo hacia las viejas supersticiones, decidió reforzar las paredes del granero que apenas soportaban el peso de los años. Mientras removía los ladrillos del muro norte, encontró algo que cambiaría su vida para siempre.
Envuelto en un polvo blanco y seco, como si el frío lo hubiese preservado, yacía el cuerpo momificado de una pequeña figura humanoide. Apenas alcanzaba los 30 centímetros de altura, con una barba larga y desgastada, y unos ojos vacíos que parecían juzgarlo incluso en la muerte. Su ropa era diminuta, hecha de lana burda, y en su pecho había una medalla de cobre grabada con runas que Jean no pudo entender.
Aunque el hallazgo era espeluznante, Jean no creyó que tuviera mayor significado. Pensó que sería algún tipo de animal extraño que los ratones habían desenterrado. Lo colocó en un rincón y continuó con su trabajo. Sin embargo, esa noche, el aire de la casa se tornó pesado, como si algo invisible se hubiese instalado entre las paredes.
Las primeras señales
A la mañana siguiente, la vaca más vieja de la granja apareció muerta, su cuerpo congelado pese a estar dentro del establo. "El invierno está siendo cruel", murmuró Jean, aunque algo en su interior le incomodaba. No le dio más vueltas y continuó con sus labores, ignorando los susurros de su esposa, quien afirmaba que habían ofendido al "espíritu del hogar".
Esa misma noche, cuando la familia se sentó a cenar, los golpes comenzaron. Primero, débiles y distantes, como si vinieran desde lo más profundo del granero. Luego, se hicieron más fuertes, como si un puño diminuto pero furioso reclamara atención. Jean agarró su linterna y, a pesar de las súplicas de su esposa, salió a enfrentarse al ruido.
Dentro del granero, todo estaba en calma. Sin embargo, al iluminar el rincón donde había dejado el pequeño cuerpo momificado, lo encontró de pie, apoyado contra la pared, como si alguien lo hubiese colocado allí deliberadamente. Jean retrocedió con el corazón palpitándole en las sienes, convencido de que debía haberse confundido. Sin embargo, el miedo era un eco persistente en su mente.
El regreso del protector
Esa noche, Jean soñó con el tomte. En su visión, la pequeña criatura le hablaba con una voz grave y áspera, como el crujir de los troncos en el fuego. "Fui tu guardián, tu protector, y así me pagaste: con el olvido. Mi descanso fue interrumpido, y ahora tú y los tuyos pagaréis el precio". Jean despertó sobresaltado, empapado en sudor, y encontró a su esposa de pie junto a la ventana, señalando el granero.
Una luz tenue, como un fuego fatuo, bailaba dentro del edificio. Al entrar, Jean vio con horror cómo las herramientas, los sacos de grano y los muebles viejos se movían por sí mismos, como si una fuerza invisible los estuviera manipulando. En el centro de la habitación, el cuerpo del tomte brillaba con un resplandor sobrenatural.
Intentó destruirlo, pero cada vez que lo tocaba, un dolor helado le recorría el brazo. Finalmente, corrió de vuelta a la casa, buscando un libro de oraciones que su esposa había heredado. "Ruega por perdón", le dijo ella, temblando. "Ruega por tu vida y la de tus hijos".
El precio del abandono
Esa noche, Jean y su familia no durmieron. El viento trajo voces, risas crueles y llantos que parecían provenir de las paredes. Los animales restantes en la granja desaparecieron sin dejar rastro, y la comida en la despensa se pudrió de un día para otro. Jean, desesperado, decidió devolver al tomte al muro donde lo había encontrado, esperando que esto apaciguara su ira.
Cavó durante horas bajo la luz de una lámpara de aceite. Cuando finalmente colocó el cuerpo momificado de vuelta en el hueco, una ráfaga de viento apagó la lámpara, sumiéndolo en la oscuridad. En ese momento, sintió unas pequeñas manos frías cerrarse alrededor de su cuello. Jean nunca regresó a la casa.
A la mañana siguiente, su esposa lo encontró en el granero, con los ojos abiertos de par en par, congelados en un grito mudo. El cuerpo del tomte ya no estaba en el muro. Sin embargo, en la nieve frente al granero, había diminutas huellas que se dirigían hacia el bosque y desaparecían en la espesura.
Desde entonces, los habitantes del pueblo evitaron pasar cerca de la granja de los Peterson. Decían que, en las noches más frías, aún podían oír los golpes en el granero y la risa áspera de un tomte que había sido olvidado, pero nunca perdonado.