El Murmullo Del Mankunawabu

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La selva era un abismo de sombras y susurros aquella noche, cuando Mateo, un joven antropólogo, decidió adentrarse más allá de los límites establecidos por la comunidad Huni Kuin. Los ancianos le habían advertido que no cruzara el río Nishipan, pero su sed de conocimiento lo empujó a ignorar las advertencias.

"Allí vive el Mankunawabu," le dijeron. "Un espíritu que no perdona."

Mateo pensaba que se trataba de un simple mito. Su cámara y su cuaderno eran sus únicas armas, y estaba decidido a capturar la esencia de esas leyendas para su investigación. Pero cuando cruzó el río, una sensación pesada le invadió el pecho. Era como si la selva misma lo vigilara, reteniendo su aliento.

Avanzó por un sendero angosto hasta llegar a un claro donde se levantaba una formación rocosa con grabados antiguos. Entre las grietas del suelo, miles de hormigas negras se movían en patrones imposibles, formando figuras que parecían danzar bajo la tenue luz de la luna.

Un sonido bajo, profundo, comenzó a emanar desde las entrañas de la tierra. Era un murmullo que no entendía, pero que vibraba en sus huesos. De pronto, el suelo se abrió bajo sus pies y Mateo cayó en la oscuridad. Su linterna, rota, iluminaba apenas las paredes cubiertas de grabados que contaban una historia de seres subterráneos.

De las sombras emergió una criatura imposible: una hormiga gigantesca con ojos que parecían pozos infinitos. Era el Mankunawabu. Su cuerpo relucía como si estuviera hecho de ónix y oro líquido. Mateo quiso gritar, pero el aire se había congelado en su garganta.

La criatura no se movió hacia él. En cambio, de su cuerpo emanó una luz cegadora, el Nishipan. En esa luz, Mateo vio fragmentos de su propia vida: momentos que creía olvidados, errores, traiciones. El Mankunawabu le mostró sus culpas, sus miedos más profundos. La criatura no lo atacó físicamente; lo devoró desde dentro, arrancando cada fibra de su voluntad.

Cuando Mateo despertó, estaba de nuevo en el claro. Pero algo era diferente. Su cámara estaba destruida, y su cuaderno vacío. La selva estaba en silencio, como si el mundo hubiera contenido el aliento.

Regresó al campamento tambaleándose. Los ancianos lo miraron con lástima y temor. Uno de ellos murmuró:

—El Mankunawabu no te mató, pero te quitó algo peor: tu espíritu. Eres solo una cáscara ahora.

Mateo trató de hablar, pero no pudo. Nunca más lo haría. Desde aquella noche, vagó por la selva, incapaz de sentir, de hablar, de ser. Había cruzado un límite que jamás debió cruzar, y el Mankunawabu había reclamado su precio.

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