Un hombre fuma un pucho tras otro en la ventana de la casa que da a la calle Ayacucho, el humo lo escupe hacia afuera, pero un viento leve del sur se lo devuelve a la cara.
Por la calle unos niños corretean y gritan.
Alguien pasa con una botella de cerveza vacía rumbo al kiosko que está frente al galpón del chapista.
Empieza a ser de noche en esa calurosa tarde del dos mil diecinueve.
En la esquina que da al norte unos jóvenes queman flores en una pipa de palo santo, planta santa.
El que fuma en la ventana sin parar busca a tientas en las penumbras de su alma una luz, por pequeña que fuera, que le marque el camino de su destino, sin terminar de entender que lo está viviendo plenamente, y no es otra cosa que transmitir lo que observa para que otros puedan verlo, entonces su lapicera comienza a desangrarse en tinta negra y escribe:
..."La tarde se hizo noche más temprano de lo habitual. El asfalto aún está caliente. Quisiera estar bebiendo en alguno oscuro bar de mala muerte o lo que es peor, de mala vida. O quisiera escapar de la ansiedad que corroe mis tripas.
La luna empieza a asomar enorme y le juga sonrisas a los que la miran con ansias.
Y sin dejar de ser nada más que un animal doméstico, maldigo las religiones, las instituciones, todo el entramado social que solo sirve a los intereses burgueses, e intento versos y prosas y sueño que el pueblo entero, trascendiendo el barrio mismo que es todo mi mundo, ve la vida desde mis retinas y transforma todas las cosas, y establece prioritariamente causas justas"...
Mientras pasaba circunstancialmente por el lugar, me detuve a verlo. Como siempre fui mudo, no supe hablarle. Quise decir y no dije, sobre mí también sobrevuelan cuervos, y algunas noches me refugio en brazos que que me refugian y fortalecen, y que el único nadie en esta historia soy yo, y que me convide un cigarro por favor que llevo tres días sin fumar.
En el Medio Oriente, Aiko, una ingeniera aérea, descubre un espejo de jade con grandes poderes celestiales. Junto a Hiroshi, enfrenta una lucha de poderes. Despertando a los dioses mecánicos para restaurar la armonía, forjando un equilibrio en el cielo metal y la tierra seda.
Y se hizo uno con su entorno.
El bisturí atravesó mis tejidos hasta desgarrarme el abdomen. Palparon mi intestino grueso. En las manos de mis torturadores parecía un gusano. Indefenso, oprimieron mi órgano con múltiples tenazas, y utilizaron los alicates para estrujar cada milímetro de intestino...
Escúchame Silvia, te he traído hasta aquí por una razón. Aunque estés atada y amordazada, debes confiar en mí, por eso somos amigas. No te preocupes corazón, estoy aquí, contigo —beso tus mofletes—. Mira mis ojos, respira; acuérdate de cómo jugábamos juntas ...
