Compañeros De Viaje

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Dicen que no se puede andar por el mundo sin conocer gente. Que la amistad puede o ser eterna o durar un periodo de tiempo determinado, pero suficiente para que influya en tu vida de manera definitiva. Soy un firme creyente de esta tesitura. No sé andar solo por esta vida. Me veo en inferioridad tanto física como anímica y, por lo tanto, necesito a quien me saque de ese círculo vicioso para que me crea una persona de los pies a la cabeza. Capaz de todo cuando me apetezca. Por cierto, soy Alberto. Un placer. Sin duda que la aparición de las redes sociales ha sido, para mucha gente, bendición divina para el devenir de sus actos. Y yo, en ese aspecto, soy un hijo adoptivo más de esa gratificante idea. Sólo que nunca me he sentido cómodo ni en el mundo real ni en el digital a disposición de todos los públicos. Por eso, un día decidí hacer caso de un comentario que escuché, entre sorbos continuos de café cortado, a un individuo en uno de mis desayunos habituales fuera de casa. “Dark Web. Hazme caso. Métete en la Dark Web”. Aquello me sonó raro al tiempo que factible. En mi inocencia más exagerada pensé que nada mejor para alguien que no quiere darse a conocer que un lugar oscuro. Y, sin duda, el mejor sitio para encontrarse con alguien de su corte. De su pensamiento. De su “friki style”. Acerté de pleno. En esa oscuridad conocí a Vicky. 

Vicky es una chica fuera de lo normal. Físicamente, tiene el cuerpo de una super modelo que cualquiera ambicionaría simplemente en sus sueños más profundos. Y una mujer con capacidad de conseguir al hombre que quisiera. Sin embargo, ella se aleja de todos esos convencionalismos y prefiere arrimarse a aquello que le transmita rareza, excentricidad, extravagancia. Una especie de David Lynch terrenal y disponible las veinticuatro horas del día. En una palabra, alguien como yo. No tardamos mucho en conectar. Sólo tuvimos que aparecer en el chat de la Triple P, “Psicópatas Para la Posteridad”. Rápidamente, empezamos a charlar y establecer una relación que para nosotros era de lo más normal. Para el resto del mundo, terrorífica se quedaba muy corto. Era, directamente, pavorosa.

En nuestro recorrido de cortejo inicial, le conté mi duro camino en la vida. Con una familia de origen desestructurado, formada por un padre borracho que abandonó el hogar cuando yo contaba con ocho años, y una madre que, para mitigar su soledad, metía en su cama al primer panoli que le sacaba media sonrisa, aunque fuera con un chiste de lo más soez. En ese escenario, yo aparecía como único espectador. Sin nadie que me echara un cable, que intentara darme una explicación medio razonable de porque había tenido la mala fortuna de caer en una película tan patética. Con los años, crecí sin querer rozar con nadie y sin el más mínimo interés en conocer cómo funcionaba el resto de la raza humana. Pensando en que era el ser más desgraciado del mundo. Craso error. Vicky me convenció de que aquello era más usual de lo que yo imaginaba. Si tener un padre borracho es bastante deplorable, no sabría como catalogar al que, casi todas las noches, se acopla en la cama de su hija y no, precisamente, para contarle el cuento de la cigarra y la hormiga. Y todo esto, ante los ojos de una madre golpeada física y moralmente por esa sabandija, y un hermano mayor que sólo tenía dos ocupaciones en la vida: maltratar animales y ocupar el sitio de su padre dentro de la manta de su hija cuando él no estuviera disponible. Una tétrica locura que, al final, acaba formando a las personas en una dirección, francamente, extraña. Al cabo de unas semanas, nos dimos cuenta que teníamos más en común de lo que pensábamos y decidimos poner en práctica nuestra particular visión de la vida y la gente. Así descubrimos que estábamos preparados para dar rienda suelta a nuestros apetitos más profundos. Para ello, alquilamos un pequeño apartamento con dos habitaciones. Era fundamental el hecho de las dos estancias para poder llevar a cabo, a la vez, lo que nos saliera del cuerpo en cualquier momento. Un ejemplo.

Decidimos que podíamos disfrutar de nuestras “frikadas” a la vez que impartiríamos justicia para los desamparados del mundo. Eliminando a ciertas alimañas y míseros seres que pululaban por espacios abiertos, haríamos favores a todos aquellos indefensos y pobres diablos que sólo se habían sentido seguros soñando con Robin Hood o viendo las pelis de Charles Bronson de los años setenta y ochenta sobre intrépidos vengadores, trabajadores rutinarios de aburridas oficinas. Para ello, publicamos anuncios en las páginas “raras” de contactos. Vicky, con intención de encontrar a un violento sadomasoquista, pederasta y, a ser posible, padre de familia. Por mi parte, me conformaba con alguna despendolada chica que estuviera dispuesta a engañar a su pareja, especialmente si esta era honrada y fiel. Perfiles normales que se pueden encontrar en cualquier esquina. A estas experiencias, Vicky las denominaba “viajes”. Una noche, conseguimos “cazar” a un papi de tres niños, uno de ellos recién nacido, y a una mujer de treinta y tantos años que, tras diez de casada con su marido, presumía (así me lo hizo saber en un innecesario y aburrido intercambio de mensajes) de acostarse todas las semanas con amigos de su compañero. Hasta se jactaba de hacerlo en su dormitorio de matrimonio, mientras el infeliz veía un partido de fútbol con el susodicho calentando a su mujer en el descanso del mismo. Eran la pareja ideal para un viaje de lo más entretenido. Al ser desconocidos, siempre nos organizábamos para que uno entrara después del otro y así no levantar sospechas. Unos diez minutos, más o menos, separaban la aparición de ambos en el lugar. 

Tras una media hora, en la que dejábamos a nuestros partenaires juguetear a su manera, nos dejábamos de medias tintas y pasábamos a tomar el control. Todo estaba calculado para que no hubiera el más mínimo resquicio de duda sobre lo que, realmente, hacíamos allí. Al amparo de un tenue brillo de luz, todo parecía fácil. Un cúmulo de extrañas sensaciones rodeaban a las dos personas que ocupaban la habitación del incipiente apartamento de una calle cualquiera en una ciudad cualquiera. Vicky permanecía con la puerta cerrada, aunque subía el tono de voz conforme avanzaba en el discurso que profería a su compañero de juegos.
- ¿Te arrepientes de lo que hemos hecho? Yo, para nada ¡Estoy más que satisfecha! ¿Te callas? Lo tomaré también como un “para nada”. Y no me sorprende. Ya me imaginaba que sintonizaríamos de verdad. Había mucha química. Me di cuenta desde el momento que te vi. Bueno – dijo ella, dando un brinco desde el centro de la cama hasta el lateral derecho de la misma - Será mejor que me levante y arregle todo este estropicio.

A pocos metros de la estancia, yo me encontraba con mi invitada a puerta abierta. A diferencia de Vicky, yo no soy muy propenso a ocultar lo que hago. En realidad, me asusta pensar que, a lo mejor, la persona elegida me pueda infringir un daño inesperado que sea irreversible para mí. No sé. Sin obstáculos de por medio, mis lamentos son mucho más audibles. Y eso me tranquiliza. Estoy frente a la cama, justo al lado de una mesita con un teléfono que tengo pegado a la oreja. Me parece que oigo algo. Un susurro. Quizás un comienzo de conversación. Quien sabe. La verdad es que sólo deseo escuchar la candorosa voz de Alicia al otro lado de la línea. Un momento ¿De quién es esta voz gruesa y cavernosa? 
- ¿Quién es usted? ¿Dónde está Alicia?
- Me temo que Alicia no puede ni podrá contestar más llamadas de teléfono – respondió un ronco gruñido al otro lado.

Un eterno silencio destroza mis tímpanos y atenaza mi garganta. ¡Me ahoga! ¡Me oprime! 
- ¿Qué le ha hecho?
- Te acompaño en el sentimiento. 
- ¡No puede ser! ¡Alicia está bien! ¡Seguro que está bien!

Respiro agitado. La tensión por las nubes ¡Joder! ¡No puede ser! ¡No puede ser! ¿Qué está pasando? ¡Tengo que enfrentarme a este maníaco! 
- ¡Escúcheme! ¡Va a pagar por lo que le haya hecho a Alicia! ¡Voy a colgar el teléfono y llamaré a la policía para que lo encierren y pase en la cárcel el resto de su vida!

Mientras repetía la retahíla de momentos que se habían sucedido en su habitación, la esbelta figura de Vicky se agachó para sacar el cuchillo que yacía clavado en la garganta, concretamente en la zona que atravesaba la yugular, de aquel pobre infeliz, aunque robusto de armadura, que minutos antes había disfrutado de sus favores. Al limpiar la sangre que aun yacía en la afilada hoja del arma con las, hasta ese momento, blancas sábanas sobre las que ambos habían practicado sexo consentido, ella continuó hablando con él, como si aún la estuviera escuchando.
- Ha sido muy placentero. Lo que más me ha gustado ha sido esa parte en la que te has enfadado y has gritado “¡Puta! ¡Voy a matarte!” Por un momento, hasta me lo he creído. Pero hay que tener cuidado de las manos a las que uno se agarra. Has cometido el doble error que la mayoría comete sin pensar. Que soy mujer y que, como cobro por esto, mi debilidad era patente y permitida. No, querido. No se debe subestimar a lo que crees ver por debajo del hombro. Y mantengo lo que te dije hace un momento – dijo, agachándose y susurrándole al oído - ¡Estoy más que satisfecha! Y, además, no te iba a cobrar.

¿Qué hago con el teléfono? Voy a colgar porque no tiene ningún sentido que lo mantenga agarrado como si me fuera la vida en ello. Además, se está produciendo un nuevo y final silencio que no me hace ninguna gracia. Estoy aterrado. Las palabras de ese bastardo se deslizan por mi mente. Ya no puedo hacer nada por Alicia, salvo darle la justicia que se merece. Voy a colgar y… ¡Qué pesadilla tan horrible! ¡Estoy empapado en sudor! ¡Mi pijama! ¡Lo tengo casi pegado a la piel! ¡Qué mal rato me ha hecho pasar el tipejo este! Ya estoy más calmado. Voy a volver a la cama junto a Alicia. Creo que le gustará, porque me mira con una expresión extraña. Ni siquiera pestañea ¡Aquí estás! A mi lado. Tumbada en la cama y durmiendo plácidamente. Y pensar que estuvimos a punto de no llegar a ningún puerto. Menos mal que te convencí de lo contrario ¿Qué dices, cariño? No te entiendo. Espera que te afloje el nudo de la corbata de tu cuello ¡Ahora mejor! ¿No? Entonces te dejo que duermas, cielo. Te cierro los ojos y pongo tus manos sobre el pecho. No te preocupes. Si quieres, podemos tener toda la vida por delante. O no. Dependerá de mi compañera. Aprovecharé el momento. Pongo mi cabeza sobre el hombro de ella. Notó que la piel se ha enfriado muy rápido. No sabía que podía suceder a tanta velocidad. Oigo abrir la puerta de la habitación de Vicky y sus pasos dirigiéndose a la puerta de la mía.
- ¡Vaya! Veo que te lo has pasado bomba ¿Tu amiga ya no habla?
- Creo que no. Me parece que se ha quedado la mar de tranquila.
- Entonces creo que tendríamos que empezar a recoger, ¿No te parece?

Asiento con la cabeza, pero con mucha desgana. Todo tiene sus pros y sus contras y esa era la situación que más me desagradaba del viaje. Me levanto y solo tengo que ponerme los zapatos para acompañar a Vicky en busca de las herramientas necesarias para finalizar limpiamente. Salgo de la habitación, no sin antes echar un último vistazo a mi invitada.
- No te vayas. Enseguida vuelvo.

Vicky y yo caminamos hacia la puerta del apartamento, haciendo comentarios sobre lo sucedido en la noche. Siempre lo hacíamos.
- No ha estado mal este decimoquinto viaje– dijo ella con cierto tedio.
- Perdona, pero creo que te equivocas. Es el decimosexto. 
- ¿De qué hablas? 
- Pues eso. Que son dieciséis.
- Son quince.
- Dieciséis ¡No seas cabezona!
- ¡QUE SON QUINCE! ¡JODER!

Y así siempre ¡Que mala memoria tiene esta chica! Vamos a tener que llevar una relación de viajesen un cuaderno o algo así. A mí, estas discusiones me producen dolor de cabeza. 

En fin. Es lo que hay que aguantar cuando uno tiene un compañero de viaje.


 

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