El Hombre De Las Tres Vidas
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Por Victor D Manzo Ozeda.
Eras tú, sentado en un cubículo gris bajo una luz de tubo fluorescente, mientras la impresora escupe documentos inútiles, y tu jefe, el hombre más inútil del mundo, te pide que vuelvas a revisar un informe que ya habías revisado dos veces. Esta era tu vida. La vida de Frank. Nada especial. Un tipo común. Nadie te miraba dos veces en la calle. Nadie te recordaba después de una reunión de trabajo. Eras tan promedio que hasta tus calcetines eran de un color que nadie recordaría. Y sin embargo, había algo que nadie sabía. Algo que ni siquiera sospechaban.
Porque tú no eras solo Frank.
Eras Frank en esa oficina aburrida, sí. El tipo que tomaba café de máquina y que llegaba a casa a ver programas que odiaba. Pero también eras él, cuando cerrabas los ojos y te desvanecías en la vida que realmente importaba. La vida que habías aprendido a vivir en secreto.
La primera vez que sucedió fue un martes por la tarde. Eras un niño, apenas diez años. Estabas en medio de un partido de fútbol en el patio de la escuela, cuando, de repente, la realidad cambió. Dejaste de ser el niño torpe que siempre se quedaba en el banquillo y te convertiste en alguien más. En el campo, eras otra persona. No sabías cómo explicarlo, pero en tu mente, en ese instante, estabas jugando como una estrella mundial. La gente gritaba tu nombre. Los flashes de las cámaras cegaban tus ojos. La adrenalina corría por tus venas como fuego.
Y luego, de golpe, estabas de vuelta en el patio. Tu pequeño cuerpo respiraba agitado, pero el balón seguía al otro lado de la cancha. Nadie había visto lo que tú habías sentido. Nadie sabía que, durante un breve momento, habías sido un dios del fútbol.
Con el tiempo, aprendiste a controlar esa sensación. No eras solo ese niño gordo y descoordinado. No eras solo Frank. Podías ser otros.
Ahora, con los años, habías perfeccionado la técnica. Durante el día, eras un hombre común. El tipo que caminaba por la calle sin que nadie lo notara. Pero cuando lo querías, podías salir de esa vida, como si te quitaras un abrigo pesado y viejo, y proyectarte en las vidas que realmente te importaban.
Primero, estaba la vida de John Cavendish, el multimillonario playboy. Un tipo que no sabía lo que era el fracaso. La vida de Cavendish era un desfile de lujos y placeres. Despertaba en penthouses de Nueva York con una modelo rusa a su lado, antes de pilotear su propio jet hacia una isla privada. Allí, firmaba contratos multimillonarios sin siquiera pestañear, mientras la prensa lo adoraba. Nadie le decía que no a Cavendish. Era el tipo de hombre que el mundo veía como un dios moderno. Cuando tú eras él, no había límites.
Luego, estaba Axel "Ax" Zane, la estrella del rock. El hombre que vivía cada segundo como si fuera el último. Axel no tenía miedo de nada ni de nadie. Subía al escenario frente a decenas de miles, con una guitarra en la mano y una sonrisa maliciosa en el rostro, sabiendo que la multitud estaba a sus pies. Los gritos, las luces, las mujeres que se lanzaban sobre él, todas querían una parte de Axel. Y él lo sabía. Era el tipo de tipo que podía incendiar una habitación solo con su presencia. Y tú podías ser él. Cuando lo querías, te transformabas en Axel, el rockstar que todos querían ser y todos temían conocer.
Por último, estaba Sebastián Greco, la superestrella del fútbol. Cuando eras él, cada paso que dabas en el campo era una obra maestra. Tenías control sobre el balón como si fuera una extensión de tu cuerpo. Cada pase, cada gol, te elevaba más. Los fans te idolatraban. Los niños querían ser tú. Sebastián no solo jugaba al fútbol, lo dominaba. Y, al final del partido, mientras los fans coreaban su nombre, tú sabías que era la gloria. El tipo de gloria que los hombres comunes como Frank solo soñaban con tener.
Así que, sí, vivías estas tres vidas, pero también tenías que volver a ser Frank. Frank, el hombre promedio. El que se quedaba atrapado en el tráfico, el que peleaba con las cuentas del banco. Sabías que no podías desaparecer en esas otras vidas para siempre, aunque quisieras. Había algo que te ataba aquí, a la vida mundana. Un maldito trabajo en una oficina, una hipoteca que pagar, relaciones que mantener. Lo irónico era que, mientras Cavendish, Axel y Sebastián vivían vidas que otros matarían por tener, solo tú sabías lo que era ser todos ellos.
Porque había una trampa en todo esto. Una que ni Cavendish, ni Axel, ni Sebastián conocían. Cada vez que eras ellos, perdías un poco más de ti mismo. No de tus cuerpos, sino de tu verdadera mente. El ego de Cavendish te llenaba de soberbia. El hambre de Axel por el caos te volvía más impredecible. Y la gloria de Sebastián te hacía anhelar más, incluso cuando ya lo habías tenido todo.
En la oficina, te mirabas al espejo del baño. Mirabas a Frank, con su rostro cansado y su camisa arrugada. Y te dabas cuenta de que, en algún lugar profundo, comenzabas a olvidar quién era Frank. No te importaba ya si te reconocías a ti mismo o no. Solo querías volver a ser ellos. Querías volver a proyectarte, dejar esta vida detrás y perderte en las otras.
Pero la verdad era que Frank, el hombre común, era todo lo que realmente tenías. Las otras vidas no eran tuyas. Eran vidas prestadas, robadas de algún lugar que no entendías. Y sabías que, si te quedabas demasiado tiempo en esas proyecciones, no volverías. No volverías jamás.
Así que sigues. Sigues siendo Frank durante el día, mientras te pierdes en Cavendish por las noches, mientras Axel toma el escenario y Sebastián anota otro gol para la historia. Sigues, porque ya no sabes quién eres, pero tampoco puedes dejar de ser ellos.