Plato De Acelgas Y Alcaparras

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Cuatro mil setecientos dos, a veces más, los pasos que hay del trabajo a mi casa. En el conteo siempre arrastro los pies, tengo la manía de levantar polvo cuando camino. La tierra se levanta mientras juego el aro de mis llaves. La gente ve montañas de basura en el contenedor y largos pasillos de casas amontonadas con antenas de televisión y rejas. Yo veo los cables de luz. ¿Quién diablos subió esos zapatos allá arriba? Alguien pasó la tarde bajo ese alambre hasta colocar siete pares en línea. Me dejo sorprender por hazañas improvisadas, como un niño, contemplo aquellas agujetas sostenidas por un alambre, sinónimo de cualquier epifanía.

A zancadas saco barro seco que hay antes de llegar al pavimento, humo cobrizo se levanta y apenas veo cuando sale aquella mujer, corriendo; atrás su acechador, embrutecido toro de ruedo que le da un rocío de patadas y golpes a puño cerrado. Sebo, es lo que es el neandertal. Y luego pone en vilo aquella cabeza, una pera de púgil. Cerca de esa casucha mal pintada estoy varado yo.

Escucho la voz. ―¡Cínica, traidora!―, se cimbra la cabeza de aquella mujer. Me molesta, muy seguramente, no los golpes, me molesta que esos dos reflejen un largo aburrimiento, una decidía que ahonda en sus estómagos, deberían matarse o rezar. Me irrita su falsa furia.

Avanzan mis pies y levanto polvo, subo los baches, los bordes de piedras cacarizas. A tres o cuatro pasos desvío el cuerpo, pasando de largo y apenas rozándoles, pero enseguida me veo soltándole un cabrón puñetazo entre la oreja y la sien a aquel tipo.

No le doy tregua. A patadas le aplasto la cara. Él aletea como gallina sin cabeza y dice tantas palabras que se le atoran sin salir un sonido coherente. No digo nada. El puño suena diferente cuando es tu propia cara. Me busca el rostro, la manera de esquivarme. Es inútil. Y su cabeza se revienta junto con la nariz que se abre como una margarita en primavera. La sangre salpica la tierra, tan negra que se pierde en el suelo sembrado de carbón y carne para asar, también se confunde con la sangre de su mujer que espero se haya largado de ahí.

—¿Qué te parece mi vieja guardia izquierda?

Él no responde, quizá ya esté muerto.

Lo dejo tirado, le miro en un charco. Sólo hay sebo y carne, es todo lo que son las entrañas. —Mira, lo frágil que es la vida—, le digo a aquélla. Alzo las vista para ver al espectador. La violencia es un boleto gratuito. Nada. Perros y viento. Tierra es lo único que llega a mis ojos, el alma de este pueblo está peor que este pobre imbécil.

A unos pasos está la mujer hecha una niña, llora como una Virgen sinuosa. Se arrincona entre la pared de una casa, como pajarito enlodado, desplumada y torpe, una mujer desdentada y fea. Me ve e intenta emitir un rezo, pero tiene el hocico cocido de tanto que le dieron de beber con el puño que sólo saca un par de dientes quebrados. Apenas si se mueve y estira la mano hacia mí. El pastor y su oveja. Evito su sonrisa con el acto de lanzarle una bofetada en la quijada. ¡Que se deshaga de una vez! Álzate al cielo como Santa Teresa. Insisto, deberían pegarte con un hacha y yo aquí frotando nudillos para que puedas sonreír. ¡Al diablo conmigo!

Cae como un ave apedreada. Se desmaya, muere… cansada.

Doy vuelta a lo habitual: la miseria, creerme importante, casi soy un mártir, la víctima de la vida. No doy crédito a la conmiseración, sólo soy un quejumbroso, un holgazán, otro más que una mujer le prepara sopa y tazas de café. Algo de vida, algo de trabajo. No, trabajo no, estoy despedido.

Llego a mi casa. Seguro que mi mujer me engaña, hace semanas que lo sospecho, deducirlo no hace que esboce una sonrisa.

Si hay un candado en la puerta: ella salió. No hay candado, así que entro de inmediato. Ya empezaron a dolerme los nudillos, la rodilla, el peso de sólo llegar.

Se me olvidan las mentiras. Acaricio al perro que me recibe con su cola que abanica, el can ya es muy viejo, no tiene un solo diente, apenas si ve, acabado; si fuera hombre estaría sin empleo. Ansío ver la imagen que me prometan mis sueños. Los pensamientos coherentes y traidores. Deseo ver a mi esposa tirada en la cama con otro hombre. Gimiendo, llena de placer, de amor que se tiene con otro. Sedada de un gozo por estar en casa, sin vacilar, con un extraño furor que no tiene para mí.

Sueño que la veo y regreso a tomar cualquier cosa a la cocina. Me siento en una silla, sin reclamar. Cojo un vaso, el salero, muerdo esa manzana arrugada, la mastico y me sirvo el plato de acelgas con alcaparras que me prepara cuando llego cansado. Espero que ella termine.

—¿Ya llegaste, amor?

—Se escucha una voz aguda, débil. La veo entrar, como siempre: hoy, ayer, mañana, un futuro turbio. Saca los ojos y se lleva las manos a la boca.

—¡Qué te pasó! ¿Te peleaste? ¿Te quitaron dinero?

—Nada,  estoy despedido.

—¡Qué! —Cambia el semblante— ¡Qué hiciste!

No respondo, me siento en la silla con cuidado. Los labios se aprietan y salpican veneno, sus pupilas se dilatan.

—¡Eres un...! ¡Jamás duras en cualquier empleo por sencillo que parezca! ¿Sabes cuánto costó conseguirte el trabajo? ¿Lo sabes, idiota?

Me voy a la recámara. Tengo 12 años, ella tras de mí echándome en cara toda falla. Soy la falla, no sé si no lo ve o desea cegarse. Mi madre lo hacía también, me gritaba y me leía cosas después. A veces, cuando se iba la luz, entraba a mi recámara con su libro negro y su cabello enmarañado recién lavado. Me leía. No reclamaba nada, sólo leía.

Y veo la cara de mi madre traspasar la puerta. Veo las manchas de sangre en mi mano abierta. Nada dice el ruido, el tiempo se ha vuelto una zanja donde todo se atora, sólo brilla una idea: Estoy desempleado.

Tengo cuarenta y nueve años. Desempleado. Aún me punzan las manos.

Me tiro al colchón y cierro los ojos. Los abro, esperando deshacer el mundo con sólo mirarlo. Bebo un vaso de agua que está sobre el buró. Abajo un gusano negro surca el piso, cientos de puyas salen de su cuerpo. Miró el gusano mientras camina. Es tan largo. Camina, se mueve. Un gusano negro.

En un tiempo que no recuerdo jamás desperté. Quizá es un sueño. Pierdo la conciencia y me veo caminando a través de un túnel.

 

II

 

Desperté en el entierro. La gente despierta siempre en una cama, en la calle, en una esquina, ebrios; yo desperté en un ataúd. Puedo asistirme en aquel sitio oscuro y húmedo, la gran antesala que no es tan incómoda como lo imaginaba, sólo una escalera que desciende. Vuelvo al útero: mi ataúd. Mi cuerpo se contrae. Aquel pozo abre la boca y expulsa mi cuerpo. Nacer es resucitar.

Al salir del féretro la gente se espanta y sale despavorida, gritando, yo sólo quiero ir a casa. En la sala donde me velan no reconozco un sólo familiar. Sólo veo fotos en los muros, velas, el olor dulce de las flores que debe ser como el olor de la muerte.

Los zapatos arriba de los cables y la calle de los perros que cubre los espejismos. Tras haber caminado en círculos he llegado al mismo sitio. Mis pasos regresan a las mismas huellas, como un tiempo repetido. Ya he vivido esto pero ¿cuántas veces? ¿Qué tiempo llevo caminando? No sé si vengo del trabajo o del camposanto. La gente y la noche, una casa, el candado en la reja. Brinco la barda. El perro. Chasquidos sin dientes. Voy al patio y veo pedazos de leña y un hacha tirada. Mi hogar es una porqueriza. Paso arrastrando los pies. La puerta está abierta y entro sin silencio. Rechinan las clavijas. Sigo por la cocina hasta el pasillo que da a la recámara. Quiero dormir. ¿Es lo que llaman vida o es el sinsabor de la rutina?

A pocos pasos del cuarto de dormir escucho una queja, asomo el ojo por la rendija que hay en la chapa: mi mujer abajo y un hombre revolcándola entre las sábanas, ardiendo como criaturas enfadadas.

Dieciséis pasos a la cocina. Cuento dieciséis largos pasos.

La canasta del pan no está. Las manzanas están podridas. Me siento en la silla. No hay comida, no hay agua, y este peso que punza en el pecho. El vacío me constipa. La puerta me invita a regresar: El patio, la fosa, el útero de mi madre. Acaricio al perro y tomo el hacha con un pedazo de tronco atorado en el filo, lo quito con la bota. Regreso a la recámara.

Entro al cuarto y suelto el hacha sobre la cabeza de aquél, el metal se queda pegado mientras brota su alma de ese agujero en la nuca. Le pongo el pie en la quijada para sacar el hacha; el cráneo se destapa, se desborda la verdad.

A ella la tomo del cabello cuando intenta correr por la orilla de la cama. Cae. Con la bota aprisiono su cuello, deseo ver sólo cuencas, deseo enterrarle estacas en los ojos. Otra vez la falsa furia, la desidia. Escucho el ruido de larvas. Pongo la rodilla en su garganta. Se repite la escena de amor: criaturas desesperadas. Grita, o lo intenta porque no hay aire; manotea, tose, quiere golpear mi brazo para librarse o tomar mi rostro. No hay salida. La boto como un pedazo de carne podrida, levanto el hacha para darle el mismo número de años aquí. Dieciséis, sólo dieciséis, como los pasos hasta el patio. Volteo y le doy a su amante una ración doble.

La fotografía inmóvil y eterna de sus cuerpos se desvanece, vagas manchas se alargan y surcan el piso. Sábanas y paredes sucias.

Me llevo el hacha para dejarla junto a la leña. Acaricio al perro que comienza a lengüetearme las botas, la sangre se borra junto con la mugre. Veo el hacha y me visualizo en el fondo del féretro, sin aliento, vomitándome como lo hace el universo.

Subo a la barda y veo que la noche se extiende como un enorme charco de petróleo, sus estrellas en llamas son la alegoría de algo hermoso que cuelga de un cable. Luces aquietadas dejándose contemplar por quien sea. El perro abanica la cola y miles de ojos están junto a nosotros. Las almas de los que persisten aquí: los renacidos. A lo lejos, se percibe la única forma de existencia que reconozco, el mismo rastro familiar: polvo, tierra que desdibuja un camino. Bajo aquella barda miro un sendero que se pierda hacia la oscuridad. Aún me punzan las manos.

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