Daniel y el Cuerno Dorado.

Daniel y el Cuerno Dorado.

Por: Darío Osorio

Capítulo I: El huérfano, la Abadía y los Jesuitas.

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Mi nombre es Daniel y soy un Onironauta. Imagino que se preguntarán qué significa eso. Bueno, puedo decirles que no es un hombre que va al espacio, porque esos se llaman astronautas. Un onironauta es alguien que puede practicar la oniromancia, es decir, puede predecir el futuro a través de sus sueños o también, controlar sus sueños estando  consciente de que está soñando, pudiendo hacer lo que se le venga en ganas. También se nos llama los navegantes de sueños. ¿Genial, cierto? Aunque debo confesarles, que no siempre he sido un onironauta. Hasta hace unos cuantos meses atrás, era sólo un adolescente normal igual que ustedes. Pero déjenme que les cuente la historia.

Come les había comentado, mi nombre es Daniel. Sí, solo Daniel, no tengo apellido como ustedes, debido a que soy huérfano. Tengo 14 años, o al menos, eso cree la doctora del centro de salud que me revisa de vez en cuando. Como soy huérfano, no tengo ni padres, ni fecha de nacimiento, ni cumpleaños. Bueno, no es tan así, en realidad celebro mi cumpleaños el 22 de junio, que fue el día en que me encontraron vagando por el bosque. Obviamente, yo no me acuerdo. En fin, vivo en una vieja abadía de monjes Jesuitas, ubicada en una pequeña, pero hermosa isla al sur del país. No tengo recuerdo de mis padres o de algún otro lugar distinto a la abadía. Mi recuerdo más temprano, ya era estando bajo el cuidado de los religiosos, ya que llegué a vivir con ellos siendo muy pequeño.

La abadía, que antaño fuera un monasterio de monjes misioneros Jesuitas que llegaron a la isla a inicios del siglo pasado, fue construida para albergar a los pocos religiosos de la orden que quedaban en nuestro país. La Compañía de Jesús, como también se hacen llamar,  fue fundada en 1540 por San Ignacio de Loyola, en el viejo continente y su misión era de reconciliación, ya que esperan que los hombres y las mujeres, puedan reconciliarse con Dios, consigo mismos, con los demás, y con la creación de Dios, lo que por cierto, en esta isla tan particular, no sería una mala idea. Según me han enseñado, los Jesuitas llegaron al territorio continental en 1593 y su labor se centro principalmente en educar a distintos grupos sociales y a la evangelización de los nativos del territorio. Sin embargo, parece que al rey de España no le gustaba la idea, porque los hizo expulsar de sus territorios, en el año 1767. Los Jesuitas que construyeron este monasterio, fueron algunos de los pocos que se quedaron, para continuar con la evangelización, pero en la zona más al sur del país. En resumidas cuentas, los Jesuitas son una orden similar a los franciscanos, pero éstos son menos gordos y calvos.

La antigua construcción, se encuentra frente a la costa occidental de la isla, coronando un risco que da hacia el mar, muy cerca del pueblo y de la caleta de pescadores. Es una construcción antigua, hecha de madera y adobe principalmente. Tenemos dormitorios, biblioteca, una capilla y hasta un mini cementerio, que es donde se encuentran sepultados los primeros cuidadores del recinto. Mi lugar favorito, luego de la biblioteca por su puesto, es el campanario. Desde allí, he visto las más bellas puestas de sol; para mí, uno de los paisajes más hermosos que he presenciado en mi corta vida. Al llegar el ocaso, se forman mágicos arreboles, como si alguien jugara a colorear un lienzo celeste, con un inmenso pincel invisible y una mezcla de colores sin igual. Y desde lo más alto, puedo ver la caleta, el pueblo y hasta el bosque. Este viejo y maltrecho monasterio es mi hogar y no recuerdo haber tenido otro.

El hermano Perfecto, es quien está a cargo de la abadía y del grupo de religiosos que viven en ella. Es un hombre alto, delgado, de cara afilada, pelo cano y ojos color miel. Tiene mal carácter y también muy mal aspecto. Yo creo que estiró la pata hace años, pero nadie le ha informado. Es un hombre de pocas palabras, de hecho, solo oigo su voz rasposa y cortante, cuando hace la misa del domingo. Muy pocas veces he hablado con él, ya que siempre está en su estudio encerrado trabajando. No sé bien en qué, pero sé que tiene mucho trabajo. Si lo pienso bien, creo que nunca he hablado con él.

El segundo al mando, por así decirlo, es el padre Alberto, un sacerdote de más de trescientos años, según dicen los niños del pueblo. Su cara está curtida por miles de arrugas unas sobre otras, y sus ojos celestes como el cielo, le otorgan una mirada fría y penetrante. El padre Alberto, aunque generalmente se muestra un tanto tosco y duro, es un anciano muy dulce y querendón. Él ha sido quien me ha cuidado todos estos años, y es lo más parecido a un padre que he tenido. Me conoce tan bien, que siempre sabe lo que siento o lo que pienso. De hecho, muchas veces cuando él me llama la atención y yo me siento enojado por dentro, me grita mientras se aleja: “¡y no pienses esas cosas!” ¡y no maldigas, que es pecado!! – y yo jamás he logrado entender cómo es que sabe lo que estoy pensando en ese preciso instante, es como si leyera mi mente. Un día, hace ya un par de años, una gran tormenta con truenos y relámpagos, pasó por la isla. Los pescadores y aldeanos tuvieron que refugiarse en sus casas, y en el monasterio, todos se reunieron en el salón bajo el campanario, pero yo estaba tan asustado, que me escondí en la alacena de la cocina. El padre Alberto me sorprendió llorando y temblando, y como en otras oportunidades similares, había mojado mis pantalones de puro susto. Recuerdo que me tomó entre sus brazos, y me cobijó bajo una pila de mantas. Me tranquilizó, y me dio a beber un chocolate caliente. Se quedó acompañándome allí, hasta que la tormenta amainó, ya que yo no quería moverme. Esa tarde, el padre Alberto me contó cómo había llegado hasta aquel lugar. Según su relato, me habían encontrado solo y vagando a las afueras del bosque. Tenía aparentemente unos 4 años y no pronunciaba palabra alguna. Cuando me preguntaron mi nombre, simplemente me les quedé mirando. Las autoridades decretaron que era mejor que permaneciera bajo el cuidado de los curas en la abadía, hasta que mis padres o familiares me reclamasen como perdido. Pero aquello nunca ocurrió, y fue así, que terminé al cuidado de los religiosos, convirtiéndome en su mozuelo. Como no sabían mi nombre, me tuvieron que re-bautizar, y me llamaron Daniel, que significa justicia de Dios o el justo.

Además del padre Perfecto y el padre Alberto, viven en la abadía el padre Luis, encargado del abastecimiento y compra de víveres, el padre Francisco, a cargo de la mantención del lugar, el padre Octavio, quien es el encargado del servicio a la comunidad y finalmente el padre Clemente, del cual nunca he tenido certeza de su obligación, ya que siempre lo veo durmiendo en la biblioteca. También viven con nosotros un grupo de monjas de la congregación de las Carmelitas Descalzas, quienes se encargan de la cocina y del aseo diario de la abadía. Debo confesarles que siempre me ha causado gracia su nombre; “Carmelitas Descalzas” y no entiendo por qué se llaman así, si en realidad no andan descalzas y usan esos zapatitos negros como de ballet. En fin, todos ellos son mi familia.

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