Daniel es un niño albino, que vive al cuidado de unos sacerdotes en una antigua abadía jesuita, en el místico y mágico territorio insular del sur de Chile. Su vida no ha sido nada fácil, pero lo más difícil aún está por venir. Daniel deberá iniciar una aventura contra el tiempo, para tratar de salvar a sus seres queridos, cuando sus cuidadores se vean envueltos en una intriga de maldiciones, brujos y seres mitológicos.
Hace muchos años atrás, llego a la Isla Grande un extranjero proveniente del viejo continente. Era un hombre misterioso, de pocas palabras, pero con un carisma que lo hacía encantador. Viajaba solo. Como era una persona educada y bastante culta, los miembros más ilustres de la comunidad lo recibieron con los brazos abiertos, como si fuese uno más de ellos. Se decía que había viajado por todo el mundo y que era un gran conocedor de las artes ocultas. Pasaron unos pocos meses, y el Extranjero contrajo matrimonio con una viuda aristócrata de la Isla, doña Guacolda Cárdenas, antigua esposa del jefe de la comunidad de Curumapu, el Lonco Linkoyán, quien había sido asesinado en una revuelta. Doña Guacolda, cautivada por este enigmático y refinado personaje, se casó por amor, sin embargo, el Extranjero se desposó por avaricia y lujuria, ya que en secreto anhelaba compartir su lecho con Mailén, la bella hija adolescente de doña Guacolda y Linkoyán. No obstante, el Extranjero no solo codiciaba la belleza de su hijastra, también estaba en busca de una de las pertenencias más importantes de la familia, El Levisterio.
Mi nombre es Daniel, no tengo apellido como ustedes, debido a que soy huérfano. Tengo casi 14 años, o al menos, eso cree la doctora del centro de salud que me revisa de vez en cuando. Como soy huérfano, no tengo ni padres, ni fecha de nacimiento, ni cumpleaños. Bueno, no es tan así, en realidad celebro mi cumpleaños el 22 de junio, que fue el día en que me encontraron vagando por el bosque. Según su relato, me habrían encontrado vagando solo a las afueras del bosque. Tenía aparentemente unos 4 años y no pronunciaba palabra alguna. Cuando me preguntaron mi nombre, simplemente me les quedé mirando. Las autoridades decretaron que era mejor que permaneciera bajo el cuidado de los curas en la abadía, hasta que mis padres o familiares me reclamasen como perdido. Pero aquello nunca ocurrió, y fue así, que terminé al cuidado de los religiosos, convirtiéndome en su mozuelo. Como no sabían mi nombre, me tuvieron que re-bautizar, y me llamaron Daniel, que significa justicia de Dios o el justo.
Soy albino, y tengo cara de muerto viviente salido de una película de terror. Y por si eso fuera poco, todos los días luego del baño, sostengo una terrible lucha contra mi desordenado y despeinado cabello de color blanco. No puedo peinarlo de ninguna forma convencionalmente aceptable y mi corte de pelo es inusualmente disparejo, ya que el padre Francisco, además de una avanzada edad tiene parkinson, por lo que cuando nos corta el cabello a mí, y a algún otro niño valiente que termina bajo sus tijeras, siempre nos deja uno que otro pelón y mordisco para lucir. Finalmente, el resto de mi rostro no es precisamente una hermosura; tengo una tez pálida, ojos saltones y celestes, y mis permanentes ojeras moradas, me dan la apariencia de fantasma recién salido de la tumba, por lo que suelo ser el hazme reír de los otros niños. De todos los sobrenombres que me han puesto; “cabeza de harina”, “cara de zombi”, “hijo de la llorona”, “aparición”, etcétera, “esperpento” es el que más me gusta, ya que tiene un toque a personaje exótico de una novela de terror, de esas que me encantan y que me devoro en la biblioteca del monasterio.
Parque Nacional de Curumapu, o mejor conocido como "El Santuario", un bosque muy denso, que contiene toda clase de árboles nativos del sur, tales como arrayanes, avellanos, alerces, robles, ulmos, pangues y otros cientos de especies de helechos y musgos que resplandecen en la oscuridad de la noche, que le dan un aspecto muy lúgubre y tenebroso. Por eso yo lo llamo el Bosque Sombrío. Todos los días debo cruzar parte de este bosque, para poder asistir a la escuela que se encuentra en el poblado vecino.
La entrada principal al parque nacional, se encuentra señalada por un gran pórtico de madera, con un letrero tan desteñido por los años, que sólo se distinguen un par de letras de “Nacional”. El guarda bosques, don Patricio, nacido y criado en Curumapu, siempre se encuentra en su puesto, sabiéndose el guardián de tal magno Santuario de la Naturaleza. Todos los días me saluda cordialmente y me desea un buen viaje, y siempre me advierte que no abandone el sendero principal, aludiendo que el bosque tiene vida propia y que no debe ser molestado. En el lindel de su caseta, cuelga un bastón que don Patricio asegura que es un Pahueldún de un Trauco, que encontró años atrás muy cerca del Cementerio de Manzanos, en la zona más profunda del bosque. (...) El camino por el bosque, es siempre tranquilo y relajante, aunque debo confesarles que no lo haría de noche, ni en sueños, porque como todos en esta isla, soy un firme creyente de que en este bosque hay seres que no se dejan ver, pero que siempre están viéndonos, asechándonos, esperando algún descuido, para hacerse con alguna nueva presa. Aún así, adoro estar en el bosque, el olor a tierra mojada, los rayos de luz que se filtran por el espeso follaje, iluminando los líquenes, helechos e insectos que conforman este paraje sobre natural, me hace sentir que estoy frente a un pedacito del cielo. Para poder cruzarlo y llegar a la escuela del poblado vecino, solo debo seguir el camino principal y no desviarme. Muchas veces he tenido la tentación de tomar algún sendero diferente, pero entonces, recuerdo las palabras de don Patricio y decido continuar por el camino que ya conozco. Una tarde, hace unos cuantos meses atrás, en el invierno pasado, regresaba de la escuela siendo casi de noche. Me había tenido que quedar esperando que amainara la lluvia, porque de verdad que parecía un diluvio. Aquella vez, para cruzar el bosque más rápido y evitar que el hermano Perfecto me diera un varillazo en las piernas, decidí acortar camino y tomar una de las rutas menos transitadas, uno de esos senderos que no se deben cruzar y que están cerrados por vallas, para que los turistas no los tomen. En fin, iba demasiado tarde y no quería otro castigo, así que me armé de coraje y salté la cerca de madera. Al principio todo estaba tranquilo, pero en la medida en que me iba internando por el sendero, tenía la impresión que me estaban observando y les juró que vi en unas luces azules que flotaban y se movían lentamente, adentrándose en la parte más sombría del Santuario, justo donde se quiebra el camino hacia el cementerio de manzanos. Mi primer impulso fue seguirlas, pero luego, llegó el Cucho a buscarme y con su maullido insistente, me convenció de volver a casa. Imagino que debía tener mucha hambre, porque en esa oportunidad, de verdad que fue muy insistente. Al pasar por la entrada del Santuario, le conté a don Patricio lo sucedido, y me dijo que las luces que había visto, se les conoce como fuego fatuos, pero que en realidad son Anchimallén, un pequeño ser que se transforma en una esfera de luz o fuego, para cautivar y embelesar a sus presas. Don Patricio asegura que son espíritus malignos, probablemente de brujos, que custodian un entierro, la ubicación de algún tesoro que aún no ha sido reclamado y que cuando son vistos, es una señal de malos augurios, haciendo sentir que alguien se va a enfermar o se va a morir. Cómo les había comentado antes, los lugareños de mi aldea e isla, son fervientes creyentes de los mitos y de la brujería.
La pequeña Isla donde vivo, se llama Curumapu, que en lengua de los isleños significa Tierra Oscura. Este nombre un tanto siniestro, tiene relación con los mitos y creencias de los habitantes de este rincón apartado del mundo; creencias vinculadas a la magia y a la presencia de brujos que aún viven entre los amables lugareños. El poblado es muy pequeño, habitado por no más de tres mil quinientas personas, quienes en su gran mayoría se dedican a la pesca, la ganadería, el cultivo de papas y el comercio. Aledaño al pueblo, a solo unos kilómetros de distancia, se yergue un parque nacional, conocido localmente como el Santuario.
Coronando un risco que da hacia el mar, se encuentra la abadía que antaño fuera un monasterio de monjes misioneros Jesuitas que llegaron a la isla a inicios del siglo pasado La antigua construcción, que fue construida para albergar a los pocos religiosos de la orden que quedaban en nuestro país, se ubica frente a la costa occidental de la isla, muy cerca del pueblo y de la caleta de pescadores. Para descender al poblado, se utiliza un camino tallado entre la piedra y el cerro, rodeado de rocas, líquenes y uno que otro arbusto. Al costado del camino y frente a la playa, se encuentra la casona de los Ojeda, quienes son los dueños de los sembradíos de choros, en esta parte de la Isla. Frente a la plaza principal, se yergue la caleta, especialmente al muelle de piedra que se adentra varios metros en el mar. Ahí se encuentran los botes de los pescadores, todos muy coloridos y de diferentes tamaños y formas. Hacia el este, se encuentran las pocas calles del pueblo, el mercado, la casa consistorial, la plaza y la parroquia. Desde la calle principal del pueblo, hay un par de kilómetros de camino entre granjas y sembradíos. Cabras, vacas y caballos, son los animales más comunes. De vez en cuando se puede divisar algún cerdo rechoncho, listo para ser llevado al matadero del mercado. Y hacia el norte, se ubica la entrada principal del Santuario, nuestro hermoso parque nacional.
27/02/2023
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