Ojos en la Oscuridad.

27/02/2023

Ojos en la Oscuridad.

 

¿Han despertado alguna vez con la extraña sensación que no pueden moverse, porque tienen algo o a alguien encima de ustedes? Eso me sucedió la noche de San Juan, hace ya un par de años, cuando aún no descubría mi habilidad como onironauta o caminante de sueños. Si no mal recuerdo, fue la noche en que cumplía trece años de edad.

En aquellos años, aún vivía en la abadía con los monjes jesuitas a cargo del hermano Perfecto. Recuerdo que ese invierno fue particularmente frío, con mucha lluvia y varias tormentas que inundaron la caleta de pescadores. Por este mismo motivo, no estaba asistiendo a la escuela del poblado vecino, sino que volví a tomar clases en el monasterio con el padre Octavio. Algunos días se sumaban otros niños del poblado, aunque en general, éramos sólo él, yo y el Cucho, quien no prestaba mucha atención a las lecciones del cura y se dedicaba más a perseguir su cola y holgazanear. Por si no lo saben, el Cucho es mi mejor amigo en el mundo y es mi gato. En fin, ese invierno el pueblo sufrió un terrible brote de peste, o al menos eso se creyó en un primer momento. Una a una, las gentiles familias de la aldea comenzaron a caer enfermas. Primero presentaban pesadillas, luego fiebre y escalofríos por las noches, alucinaciones y decaimiento generalizado. Cuando más de la mitad de la población del pueblo estuvo enferma, el consejo municipal decidió acudir al continente, para buscar ayuda con doctores más versados en este tipo de enfermedades. Sin embargo, algunos personajes de la comunidad, tenían la creencia de que esto era cosa de brujos, por lo que el ánimo del pueblo estaba más enrarecido que de costumbre, y el temor que se iniciara una nueva cacería de brujas, que inevitablemente iba a terminar en tragedia, crecía con cada nueva víctima. Curumapu es una isla que tiene muchas cicatrices, de las cuales varias están relacionadas con los brujos de la Recta Provincia. Debido aquello, los aldeanos del lugar sentían mucho miedo, y como ya sabrán, el miedo lleva a las personas a realizar acciones sin pensar, de las cuales suele arrepentirse luego. A raíz de lo anterior, el hermano Perfecto, (que en paz descanse) había realizado un llamado a las personas del poblado a estar tranquilas y dejar que los médicos del territorio hicieran su labor. Como otra forma de ayudar y mantener a los no infectados resguardados, la abadía se transformó en un hospital improvisado. La nave principal de la capilla y el resto de espacios más amplios, se utilizaron para acoger a la totalidad de los enfermos, con la finalidad de que estuviesen aislados de las personas que no presentaban síntomas.

Como era de esperarse, el padre Alberto no me dejó participar en el cuidado de los convalecientes, ya que temía que me fuese a contagiar. Siempre me decía que era su responsabilidad y que por tal motivo, el me cuidaba con tanto ahínco. Así que mientras él y el resto de los Jesuitas cuidaban a los enfermos con ayuda de las hermanas Carmelitas Descalzas, yo me dedicaba a tareas menos apreciadas como limpiar las letrinas y ayudar en la cocina. Sin embargo, de cuando en cuando, me escabullía por algún escondrijo, para tratar de ver más de cerca lo que ocurría en la capilla. Fue en una de esas aventuras a hurtadillas que vi un cadáver frente a frente por primera vez. La víctima en cuestión, fue don Aguilar Cifuentes, ganadero de buena cuna que había heredado sus tierras y animales, tras morir el padre de su esposa en un trágico accidente. Al tiempo después, había fallecido su mujer de una extraña fiebre, por lo que la gente murmuraba que Aguilar atraía mala suerte. Otros personajes más insidiosos, decían que tenía tratos con la Mayoría y que era mejor no cruzarse en su camino. Fuese lo que fuese, el pobre viejo había terminado boca arriba en una zanja que cavaron en el cementerio local, para quemarlo a él y a todos los que habían muerto ese día, por temor a que la peste se extendiera aún más por el poblado. Recuerdo que vi su cuerpo cubierto con una sábana blanca, cerca del altar secundario del ala este de la capilla. En mi infinita curiosidad, aunque sabía que bajo la sábana había una persona muerta, quise verla con mis propios ojos. Fue así que al levantar la roída tela que lo cubría, observé su rostro pálido, sus ojos hundidos en las cuencas oculares, su boca torcida  y sus brazos y manos tiesas sobre su rostro. Tenía una expresión horrible, una mezcla de terror y dolor, que nunca he logrado olvidar. Daba la impresión que se había muerto del puro susto. Aquella noche volví a tener pesadillas, pero esta vez, no eran sobre brujos o barcos fantasmas, sino que fueron sobre una criatura que me observaba desde la oscuridad.

A la mañana siguiente, el poblado parecía pueblo fantasma. Las personas no querían salir de sus casas, ya que se avecinaba la noche de San Juan, noche mágica donde se entremezcla lo terrenal y lo divino. Una noche especial para practicar brujería y para que el mal se esparza por las tierras, los animales y obviamente las personas. Ese día tuve que realizar una serie de encargos de parte del hermano Perfecto, desde ir a buscar hierbas donde la Sra. María, quien a muy regañadientas me abrió la puerta, hasta ir en busca del Dr. Salvia, el médico de la posta rural. Fue un día ajetreado, y terminé mis labores más agotado que de costumbre. Me fui a acostar exhausto, nada emocionado por mi celebración del día siguiente, aunque tenía muy claro, que por lo que estaba sucediendo, mi cumpleaños pasaría inadvertido. Y aún menos preparado para lo que iba a vivir durante la noche.

Mi cuarto quedaba el extremo más alejado del segundo piso de la abadía, al lado del cuarto del padre Alberto. Para llegar a él, debía cruzar todo el pasillo y habitaciones de los curas. Era una recámara sencilla, sólo tenía un camarote, un fregadero, un velador de coligue que hacía las veces de mini biblioteca y un añoso Almirah que me había regalado el padre Octavio, quien a su vez, lo había recogido de la casa de doña María, quien lo utilizaba para guardar sus hierbas medicinales. Por mi parte, lo ocupaba para guardar las pocas ropas y posesiones que tenía. También tenía una ventana que daba hacía el mar. La vista siempre magnífica me abstraía de los eventos que estaban ocurriendo. Esa noche no era capaz de cerrar los ojos. Me sentía particularmente intranquilo y con miedo a dormir. Las pesadillas del día anterior me habían tenido el día entero con un nudo en el estómago, y no deseaba estar solo. Por lo que a eso de las nueve y pico, decidí ir a dar un paseo a la biblioteca para buscar algo que leer y así distraer mi mente. Como no debía estar despierto a esa hora, hice el recorrido a oscuras, algo que era habitual, ya que este tipo de paseo nocturno lo había hecho muchas veces. Mis ojos, que no tardaban mucho en acostumbrarse a la oscuridad, me guiaron por el pasillo, bajando las escaleras, atravesando la sala y luego la oficina del hermano perfecto, hasta cruzar el patio interior.  Podía escuchar los quejidos de los enfermos que estaban en la capilla, ubicada al costado izquierdo del patio, ya que el silencio era sepulcral. Al llegar a la biblioteca, encendí una de las velas del mesón central y me dirigí a la sección de libros de fantasía y aventuras. No era mi sección favorita, pero quería encontrar algo de tranquilidad en alguno de aquellos relatos. Escogí el libro Viaje al Centro de la Tierra, de Julio Verne, uno de mis libros favoritos. Era una antigua re impresión de principios de siglo, que el padre Alberto había traído consigo desde Europa. Siempre que me fascinó que el padre me leyera historia fantásticas antes de dormir. Me hacía recorrer mundos inexistentes y mi imaginación podía tener rienda suelta. Sin embargo, estaba tan agotado por todo lo que había hecho durante el día, que no pasé de las primeras veinte páginas y me dormí, según yo, tumbado encima del mesón.

No había abierto aún mis ojos, pero ya tenía la impresión de estar despierto o quizás fuese un sueño demasiado vívido, que podía sentir la presencia de alguien más en la biblioteca. Traté de abrir mis ojos, pero éstos no respondieron. Intenté llevar mis manos hacia mi rostro, como una forma de despertar, pero éstos tampoco parecían obedecer. Era como si no pudiese tener control sobre mi cuerpo en absoluto. Y en ese instante, percibí un olor nauseabundo como a huevo podrido a mí alrededor. Trate de levantarme, pero había algo sobre mí. Algo estaba haciendo presión en mi pecho y sentía como una especie de agujas que se incrustaban en mi esternón, como si fueran pequeños alfileres. Durante un instante, pensé que aún estaba durmiendo y que el Cucho estaba sobre mí, enterrando sus garras, como cuando se pone a amasar en mi espalda mientras duermo. Pero aquel olor pestilente, no era el olor de mi amigo, así que comprendí que era algo más.

No recuerdo exactamente cómo sucedieron los hechos siguientes, pero si recuerdo haber puesto todas mis fuerzas para intentar levantarme y a consecuencia de aquello, terminé en el suelo de la biblioteca, con la silla rota a un costado. Al abrir los ojos, alcancé a ver la silueta de algo que se alejaba de mi cuerpo y que se escondía entre las sombras de los libreros. Al levantarme, no sin cierta dificultad, noté un sabor agrio en mi boca, como a vinagre o algo parecido. Sin querer, me lamí los labios de forma automática y les prometo que casi vomito en ese instante. El sabor que sentí era asqueroso. Tenía una especie de baba o liquido gelatinoso en mis labios. Hice unas cuantas arcadas, antes de limpiarme con la manga de la camiseta que traía puesta. Me tomó un par de minutos recuperarme totalmente de las náuseas. Cogí la vela y alumbré hacia donde había perdido de vista la extraña figura. Fue entonces cuando vi esa terrible mirada en la oscuridad.

Sus ojos eran rojos de fuego, como si tuviese llamas en vez de pupilas. Su cabeza, similar a la de un pájaro, estaba coronada por una cresta de color anaranjado, como la de un gallo, que continuaba por lo que parecía ser su lomo, transformándose en unas espinas de color oscuro, con plumas en su costado. No era más grande que una gallina y su extraña forma reptiliana, se asemejaba a un lagarto pero de mayor tamaño, con alas como de murciélago. Aunque no había visto nada igual en mi corta vida, supe exactamente lo que era e inmediatamente aparte la vista de él. Me sentí literalmente paralizado por su fealdad, y sabiendo que debía evitar su mirada, me lleve instintivamente mi mano derecha a los ojos para cubrirlos. Frente a mí tenía un llamado Basilisco Chilote. De pronto, todo lo que estaba ocurriendo tuvo sentido, las personas del pueblo no estaban enfermas de peste, estaban siendo atacados por este maligno animal. Para aquellos que no son de este mágico archipiélago, les contaré que el Basilisco Chilote, es una de las criaturas más temidas junto con el Trauco y la Fiura. Se dice que su origen es desconocido, pero que desciende del basilisco Europeo. Otros, como nuestros isleños, creen que nace de un huevo “Llolloy” puesto por un gallo colorado o gallina vieja. De este huevo, nacería un gusano semejante a una lagartija, el cual se esconde bajo las casas y establos, hasta que alcanza su tamaño adulto. También se sabe que habitan pequeñas cuevas o grietas en las colinas cercanas a los pueblos, pues necesitan gente para poder alimentarse a través del aliento de su víctima, el cual succiona por su boca mientras ésta duerme, hasta que literalmente las deja seca, terminando petrificada. Se devoran el alma de las personas. Se dice que su mirada es mortal, a tal punto, que con un espejo uno puede devolver su mirada para matarlo a él, pero como supondrán bien, yo no llevaba un espejo conmigo, así que me encontraba en un verdadero lío.

Entre los dedos de mi mano, observé la silueta de la criatura desparecer detrás de la escalerilla que utilizamos para alcanzar los libros de las estanterías más altas de la biblioteca, así que me moví rápidamente para evitar perderlo de vista. Tenía que evitar que escapara, de lo contrario seguiría atacando a las personas del pueblo, hasta matar a cada una de ellas. Como debía evitar su mirada mortífera, traté de iluminar de tal forma que pudiese distinguir solo su sombra. Al pasar por la estantería de escritores españoles, cogí el busto de bronce de don Miguel de Cervantes, para usarlo como arma, esperando que este buen escritor no se revolcara en su tumba por hacer semejante barbaridad con su estilizada figura. Entre paso y paso que daba, alcanzaba a escuchar el irritante siseo del reptila unos metros de distancia, sintiendo como éste se alejaba otros tantos de mí. Aunque conocía la biblioteca como la palma de mi mano, en la cuasi oscuridad se había transformado en un laberinto de estanterías, pisos de maderas y banquetas. Fue así, que casi llegando al final del último corredor de estantes, divisé una grita en la pared que daba al patio interior, y comprendí que por ese hueco había entrado el animal, por lo que supuse que buscaría esa misma salida para huir. Y efectivamente se dirigía hacia allá cuando lo volví a distinguir con claridad. En cosa de segundos, la imagen del creador del Quijote voló por los aires para terminar incrustada en la grieta tapando la salida de mi rival. Éste, en un movimiento muy rápido, giró sobre su cuerpo con la intención, creo yo, de volver sobre sus pasos y buscar una nueva ruta de escape. Pero antes de que pudiese escabullirse, le cayó sobre su cabeza unos de los tomos de la Divina Comedia de Dante, que por cierto también es uno de mis libros favoritos. Con tamaño libro, imaginaba que semejante culebrón quedaría medio atontado, sin embargo, solo se tambaleó un poco y continuó su escape. Como su agujero de salida se encontraba sellado con don Miguel, la criatura comenzó a trepar las estanterías para salir por el entretecho, así que inicié una lluvia de libros voladores, tratando de al menos atontarlo un poco más, para poder asestar algún golpe mortal y así librarme de él. Volaban por los aires libros de geografía, enciclopedias, diccionarios y hasta un recetario de comida árabe, algunos pasaban de largo y otros daban en el blanco, pero el villano siguió trepando hasta alcanzar la trampilla que abre el entretecho. Para cuando pensé que se escapaba, porque había conseguido meter su cabeza bajo la escotilla, un sonido inquietante hizo eco en la biblioteca. El ruido en cuestión, lo identifiqué como el bufido de un gato cuando está furioso, seguido de un chillido irrepetible, que emitió la bestia mientras caía del entre cielo, al costado de una estantería. Al mirar hacia la trampilla, vi al Cucho asomado con su pata y garras afuera,  mirándome con cara de “¿qué harías sin mí, eh?”. Al bajar la vista hacia el enemigo, vi como este chocaba contra la estantería una y otra vez. El Cucho había asestado un golpe certero en el rostro del animal, rasgando sus ojos que colgaban de sus cuencas como si tuviesen resortes. Así que antes de que pudiese escapar, me incliné sobre el mueble que tenía frente a mí y con todas mis fuerzas lo arrojé al suelo sobre la criatura. El golpe fue fatal, e imagino que estruendoso también, ya que no pasaron más que unos minutos, para que entrasen por la puerta de la biblioteca el padre Clemente, seguido por el hermano Perfecto y el padre Alberto. Los dos primeros se detuvieron en seco, cuando vieron la cabeza del reptil que sobresalía bajo la estantería, mientras que el padre Alberto se dirigió directamente a mí. Sin pronunciar palabra alguna me dio un coscorrón, para luego abrazarme y preguntarme si estaba bien. Y aunque al principio me miraban con cara de no creer una palabra de lo que les estaba contado, el cuerpo de aquella nefasta criatura, era una prueba irrefutable de que estaba diciendo la verdad. Nunca olvidaré esa noche. A pesar de todos los elogios que me dieron, éstos no fueron suficientes para salvarme del castigo del hermano Perfecto, que si bien esta vez no me dio varillazos en las piernas, me hizo ordenar la biblioteca completa y limpiar las letrinas por dos semanas enteras.

Lo que hicieron con el cadáver, sigue siendo un misterio para mí. Sólo sé que el padre Alberto lo metió en un saco y se lo llevó fuera del monasterio. Más tarde me habría de enterar que con ayuda de algunos de los pobladores, organizaron una búsqueda casa por casa, hasta que encontraron un cascaron de huevo de color negruzco, bajo el establo de don Aguilar, lugar que obviamente procedieron a quemar de forma inmediata. Posteriormente, sacrificaron a todos las gallinas viejas de la granja, lo cual me pareció una atrocidad, pero era mejor estar seguros.

En cuanto a los enfermos, estos se fueron mejorando al pasar los días, y a la semana siguiente de mi cumpleaños número trece, ya no quedaban personas en la abadía y la gente del pueblo, estaba volviendo a hacer su vida con normalidad.

Lo mejor de todo, fue que luego de lo ocurrido, me transformé en una especie de celebridad, y cuando paseaba por el pueblo, todos me señalaban como si fuese el héroe de alguna novela épica, de esas que suelo leer con el padre Alberto. Esto, por supuesto que tenía sus beneficios, sobre todo para el Cucho, que desde ese día, cada vez que iba al muelle en busca de comida, recibía algún pescadito extra como recompensa, la cual estaba totalmente merecida, ya que finalmente, él era el verdadero héroe de esta historia.

                                                                             - FIN -

 

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