Daniel y el Cuerno de Camahueto

Daniel y el Cuerno de Camahueto

Por: Darío Osorio

Capítulo II: La soledad y el gato.

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Al principio, cuando era pequeño, el padre Octavio era quien me daba clases en la biblioteca, a mí y a otros niños del pueblo, en su mayoría, hijos e hijas de pescadores. Fue así, que con el tiempo, aprendí un poco de todo. El padre Octavio nos enseñó matemáticas, lenguaje, arte, teología, historia y toda clase de mitos y creencias del archipiélago. Disfruto pasar horas en la biblioteca leyendo y acompañando al viejo cascarrabias en sus labores. Sin embargo, con el paso de los años, él ya no pudo enseñarnos más, porque su mente no funcionaba bien. Algunas veces, estábamos en clases de matemáticas y salía con que él había conocido a Pitágoras durante la guerra, cuando aún era joven. Aunque no teníamos idea de quién era ese tal Pitágoras, sabíamos por los otros curas, que el padre Octavio no había ido a la guerra jamás. Y fue así, que no tuvieron otra opción que empezar a mandarnos a mí y a los otros niños y niñas, a la escuela rural del poblado vecino.

Los sacerdotes me obligaban a usar un uniforme gris, que ya estaba gastado por el uso, porque obviamente no era nuevo, el padre Francisco lo había conseguido para mí, e insistía que la presentación personal, era fundamental para causar una buena impresión en las personas. Para mí, eso de causar una buena primera impresión, era algo un tanto complicado. Ah!, no les había contado un pequeño detalle, soy albino, y tengo cara de muerto viviente salido de una película de terror. Por si fuera poco tener cara de muerto, todos los días luego del baño, sostengo una terrible lucha contra mi desordenado y despeinado cabello de color blanco. No puedo peinarlo de ninguna forma convencionalmente aceptable. Además, mi corte de pelo es inusualmente disparejo, ya que el padre Francisco, además de una avanzada edad, tiene parkinson, por lo que cuando nos corta el cabello a mí, y a algún otro niño valiente que termina bajo sus tijeras, siempre nos deja uno que otro pelón y mordisco para lucir. Finalmente, el resto de mi rostro no es precisamente una hermosura; tengo una tez pálida, ojos saltones y celestes, y mis permanentes ojeras moradas, me dan la apariencia de fantasma recién salido de la tumba, por lo que suelo ser el hazme reír de los otros niños. De todos los sobrenombres que me han puesto; “cadáver”, “cara de zombi”, “hijo de la llorona”, “aparición”, etcétera, “esperpento” es el que más me gusta, ya que tiene un toque a personaje exótico de una novela de terror, de esas que me encantan y que me devoro en la biblioteca del monasterio. Sin embargo, si debo serles honesto, muchas veces me sentía muy solo y triste, sobre todo cuando mencionaban a mis padres, ya que no los recuerdo. Se burlaban que fuese huérfano e inventaban historias como que yo era hijo de la Condená o algo parecido, o que a mis padres se los llevó el Caleuche y del puro susto, me puse blanco para siempre, y otras tonterías por el estilo. A pesar de que me sentía querido y cuidado por los curas y las monjas, había un vacío en mi interior gigantesco, me sentía fuera de lugar, como que no perteneciera a este mundo, como un error de la naturaleza. Y eso empeoraba en la medida en que pasaban los años, ya que no tenía amigos de mi edad como los otros niños y me sentía frustrado y enfadado. Por eso, terminé siendo un niño tímido, al que le cuesta hacer amigos.

Un día de aquellos, en los cuales me encontraba melancólico y solo, sentado en el patio interior del monasterio, llegó el padre Alberto con una caja de cartón, que tenía unos hoyuelos en la tapa y me dijo:

-Toma Daniel, te traje una sorpresa.

Como tenía mucha curiosidad por saber que había dentro, hice lo que todo niño hace cuando recibe un regalo; mover la caja de arriba a abajo para adivinar que contiene.

-¡No la zamarrees!- me gritó el padre, al tiempo en que me la arrebataba de las manos. Entonces, mientras él revisaba si el contenido estaba bien, escuché una especie de gemido. Al asomarme, descubrí una criatura negra y con grandes ojos amarillos,  que se tambaleaba al interior de la caja, un tanto mareado por el zamarreo.

-Te traje un amigo- me dijo, mientras me entregaba un gato en mis brazos. Lo encontré abandonado en el poblado, cerca de la caleta y pensé que se podrían cuidar mutuamente. En realidad, después me contó que el gato lo siguió durante todo ese día, y como no logró deshacerse de él, se le ocurrió la idea de dármelo.

El espécimen en sí, era un cuasi intento de gato, ya que no se encontraba en el mejor de los estados, de hecho, estaba raquítico. Su cara era puntiaguda y le faltaba un la mitad de su oreja derecha. Su pelaje era de color negro azabache corto y tieso, y tenía una mancha de colores imposibles en su cara; blanco, amarillo, y naranja, justo sobre su ojo izquierdo y en su cráneo. Era el gato más espantoso que había visto jamás, así que éramos tal para cual. En un principio lo había llamado “Manchas”, pero me di cuenta de que no entendía su nombre. Sólo respondía cuando lo llamaba “cuchito, cuchito”, así que lo rebauticé y lo llame “Cucho”. Imagino que el nombre le gustó, porque desde ese día, se puso más obediente.

Desde entonces, Cucho ha sido mi mejor amigo. Somos inseparables y hacemos todo juntos y lo compartimos todo. De vez en cuando, este felino mal criado se arranca y desaparece por días, pero siempre vuelve. Yo creo que se va de parranda con otros gatos o intenta cazar algún roedor en los alrededores del Bosque. Cuando me sirven el desayuno, que habitualmente es leche de cabra, con un trozo de queso y pan, yo le convido de mi leche y de mi pan, porque el queso no le gusta, por ser muy salado. Lo mismo ocurre en el almuerzo. Cucho se sienta en mis piernas bajo la mesa, para que los curas no lo vean y mientras yo como una cucharada, le doy otra a mi amigo, así que nos hemos acostumbrado a compartirlo todo. ¡Si compartimos hasta las pulgas!. Él también comparte sus cosas conmigo. De vez en cuando, me despierta en la madrugada trayendo un ave en su hocico, que ha pillado por ahí. Yo le explico que no me gustan los pájaros crudos, así que se las lleva y se las zampa en algún rincón, ronroneando.

A los pocos días que llegó el Cucho, el padre Octavio se consiguió en el pueblo un canasto roto de mimbre, de los que utilizan los pescadores para su pesca, y le puso unas mantas para que Cucho tuviese donde dormir. Sin embargo, a él no le gusta su canasto y prefiere dormir a los pies de mi cama. Por las noches, cuando despierto bruscamente por alguna de mis pesadillas habituales, y luego no puedo dormir por miedo a volver a soñar lo mismo, Cucho se mete bajo las sábanas de mi cama, y me muerde la mano para que lo abrace. Luego, frota su cabeza contra mi mentón y empieza a ronronear, cómo tratando de hacerme dormir y consolarme; “no te preocupes, yo te voy a cuidar”. Yo lo abrazo con todas mis fuerzas, tomando sus patitas entre mis manos, y con mis dedos, acaricio sus almohadillas mientras él abre sus garritas, y así, nos quedamos dormidos. Es mi mejor amigo en todo el mundo y ya nunca más me volví a sentir solo.

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