La pequeña Isla donde vivo, se llama Curumapu, que en lengua de los isleños significa Tierra Oscura. Este nombre un tanto siniestro, tiene relación con los mitos y creencias de los habitantes de este rincón apartado del mundo; creencias vinculadas a la magia y a la presencia de brujos que aún viven entre los amables lugareños. El poblado es muy pequeño, habitado por no más de tres mil quinientas personas, quienes en su gran mayoría se dedican a la pesca, la ganadería, el cultivo de papas y el comercio. Aledaño al pueblo, a solo unos kilómetros de distancia, se yergue un parque nacional, conocido localmente como el Santuario; un bosque muy denso, que contiene toda clase de árboles nativos del sur, tales como arrayanes, avellanos, alerces, robles, ulmos, pangues y otros cientos de especies de helechos y musgos que resplandecen en la oscuridad de la noche, que le dan un aspecto muy lúgubre y tenebroso. Por eso yo lo llamo el Bosque Sombrío. Todos los días debo cruzar parte de este bosque, para poder asistir a la escuela que se encuentra en el poblado vecino.
Por las mañanas, debo levantarme al alba para ir a la escuela, porque ésta queda a dos horas y media caminando a través del Santuario, por lo que siempre trato de hacerle el quite al baño, ya que la abadía no tiene calentador, así que la ducha es siempre con agua helada e incluso congelada. Luego de tomar desayuno, con el Cucho recorremos un viejo sendero desde el monasterio, hasta la playa, en dirección al norte de la isla. El camino fue tallado entre la piedra y el cerro, y se encuentra rodeado de rocas, líquenes y uno que otro arbusto. Al costado del camino y frente a la playa, se encuentra la casona de los Ojeda, quienes son los dueños de los sembradíos de choros, en esta parte de la Isla. Son unas de las familias más adineradas del pueblo. Luego de disfrutar el olor salino de las rocas mojadas por la marea, y sentir la arena negruzca en nuestros pies, nos dirigimos a la caleta, especialmente al muelle de piedra que se adentra varios metros en el mar. Ahí se encuentran los botes de los pescadores, todos muy coloridos y de diferentes tamaños y formas. Si la pesca durante la madrugada ha sido buena, el muelle se llena de gente, entre aldeanos y pescadores, para la compra y venta del preciado producto marino, dieta básica de todos los que vivimos en Curumapu. Es en este lugar, dónde mi amigo generalmente me abandona, ya que se dedica a recorrer todos los puestos de venta, para ver si algún buen hombre, se apiada de él y le regala un bocado.
Luego del muelle, recorro siempre las pocas calles del pueblo, pasando el mercado, la casa consistorial, la plaza y la parroquia. De ahí, sigo hacia el este de la isla, hasta los sembradíos de papas de la familia Vera y me dirijo al norte hacia la entrada del Santuario. Desde la calle principal del pueblo, hay un par de kilómetros de camino entre granjas y sembradíos. Cabras, vacas y caballos, son los animales más comunes. De vez en cuando logro divisar algún cerdo rechoncho, listo para ser llevado al matadero del mercado.
La entrada principal al parque nacional, se encuentra señalada por un gran pórtico de madera, con un letrero tan desteñido por los años, que sólo se distinguen un par de letras de “Nacional”. El guarda bosques, don Patricio, nacido y criado en Curumapu, siempre se encuentra en su puesto, sabiéndose el guardián de tal magno Santuario de la Naturaleza. Todos los días me saluda cordialmente y me desea un buen viaje, y siempre me advierte que no abandone el sendero principal, aludiendo que el bosque tiene vida propia y que no debe ser molestado. En el lindel de su caseta, cuelga un bastón que don Patricio asegura que es un Pahueldún de un Trauco, que encontró años atrás muy cerca del Cementerio de Manzanos, en la zona más profunda del bosque. En el pueblo lo tildan de loco y de ebrio, y aunque todas las mañanas su aliento huele a cerveza agria, yo creo que no miente y que terminó “medio loquito” por el maleficio de este ser deforme. Algunas mañanas, me quedo unos minutos con él para escuchar alguna de sus tantas historias. El asegura que desciende de familia de brujos, pero que él no aprendió el arte. Cuenta que su bisabuelo don José María, pertenecía a la “Mayoría”, denominación que recibe esta organización de brujos y que fue juzgado en el bullado juicio de 1880. Aunque no se pudo comprobar su participación en ningún acto ilegal o mágico, don José María tomó sus pertenencias y se marchó de la Isla, dejando atrás a su familia y sin regresar jamás. Cuando escucho hablar a don Patricio, me pregunto si aún quedarán brujos en la isla, y si alguno de ellos vive en este pueblo.
El camino por el bosque, es siempre tranquilo y relajante, aunque debo confesarles que no lo haría de noche, ni en sueños, porque como todos en esta isla, soy un firme creyente de que en este bosque hay seres que no se dejan ver, pero que siempre están viéndonos, asechándonos, esperando algún descuido, para hacerse con alguna nueva presa. Aún así, adoro estar en el bosque, el olor a tierra mojada, los rayos de luz que se filtran por el espeso follaje, iluminando los líquenes, helechos e insectos que conforman este paraje sobre natural, me hace sentir que estoy frente a un pedacito del cielo. Para poder cruzarlo y llegar a la escuela del poblado vecino, solo debo seguir el camino principal y no desviarme. Muchas veces he tenido la tentación de tomar algún sendero diferente, pero entonces, recuerdo las palabras de don Patricio y decido continuar por el camino que ya conozco. Una tarde, hace unos cuantos meses atrás, en el invierno pasado, regresaba de la escuela siendo casi de noche. Me había tenido que quedar esperando que amainara la lluvia, porque de verdad que parecía un diluvio. Aquella vez, para cruzar el bosque más rápido y evitar que el hermano Perfecto me diera un varillazo en las piernas, decidí acortar camino y tomar una de las rutas menos transitadas, uno de esos senderos que no se deben cruzar y que están cerrados por vallas, para que los turistas no los tomen. En fin, iba demasiado tarde y no quería otro castigo, así que me armé de coraje y salté la cerca de madera. Al principio todo estaba tranquilo, pero en la medida en que me iba internando por el sendero, tenía la impresión que me estaban observando y les juró que vi en unas luces azules que flotaban y se movían lentamente, adentrándose en la parte más sombría del Santuario, justo donde se quiebra el camino hacia el cementerio de manzanos. Mi primer impulso fue seguirlas, pero luego, llegó el Cucho a buscarme y con su maullido insistente, me convenció de volver a casa. Imagino que debía tener mucha hambre, porque en esa oportunidad, de verdad que fue muy insistente. Al pasar por la entrada del Santuario, le conté a don Patricio lo sucedido, y me dijo que las luces que había visto, se les conoce como fuego fatuos, pero que en realidad son Anchimallén, un pequeño ser que se transforma en una esfera de luz o fuego, para cautivar y embelesar a sus presas. Don Patricio asegura que son espíritus malignos, probablemente de brujos, que custodian un entierro, la ubicación de algún tesoro que aún no ha sido reclamado y que cuando son vistos, es una señal de malos augurios, haciendo sentir que alguien se va a enfermar o se va a morir. Cómo les había comentado antes, los lugareños de mi aldea e isla, son fervientes creyentes de los mitos y de la brujería.